José Miguel García de Fórmica
Tengo por mi guerra «favorita» una contienda de la que no
tengo mayores conocimientos que los que me han dado dos obras literarias (y,
por tanto, también cinematográficas). Una, claro, es el Ricardo III de Shakespeare (y de Laurence Olivier); la otra, una
novelita de Robert Louis Stevenson que no suele figurar entre lo más conocido
de su autor pero que es seguro que quien la haya leído habrá de recordarla
siempre con el mayor de los placeres. La contienda es la Guerra de las Dos
Rosas (que ya de por sí diríase un nombre inventado por un literato). La
novelita, La flecha negra.
El autor la publicó inicialmente en 1883, por entregas, en
la misma revista y con el mismo seudónimo (el alias de Capitán George North)
donde poco antes había hecho lo propio con la historia que por siempre le hizo
ganar la inmortalidad, La isla del tesoro.
No es casualidad, por tanto, que en ambas brille el mismo ímpetu narrativo, la
misma alegría por el mero arte del relato, la misma facilidad para hacer
desfilar un buen número de personajes secundarios, cada uno de los cuales, con
breves pinceladas, depara un tipo imborrable… y la misma capacidad para hacer
que, al lado del rutilante juego de la aventura, quede siempre el espacio para dar
cabida, también, a la dimensión más sombría que se esconde detrás de aquella.
Otro escocés, Walter Scott, abordó el medievo inglés
para construir sus fábulas, pero nada más lejos de la trascendencia del autor
de Ivanhoe que la ligereza narrativa
de Stevenson, en cuyas manos el escenario histórico diríase que ha sido directamente
inventado por su pluma. Así, el conflicto real que enfrentó durante medio siglo
a dos nobles familias por el trono de Inglaterra, los Lancaster y los York,
cuyos emblemas respectivos eran una rosa roja y una rosa blanca, diríase que
existe solo porque sus intrépidos personajes necesitan un escenario adecuado
donde derramar su energía. Es más, tomándose la libertad de alterar la
cronología real, Stevenson no se priva del placer de incluir en su novela al
joven Ricardo de Gloucester (todavía no Ricardo III), impregnando toda la parte
en que aparece —la final, además— de su poderosa presencia, tan carismática
como maligna, tan intrépida como siniestra. Asimismo, y como bien indica su
título, La flecha negra entronca con
el mito de Robin Hood al hacer aparecer a otro justiciero, apodado Juan
Arreglalotodo, que comanda una cuadrilla de infalibles arqueros en lucha contra
la tiranía. Un ensueño medieval.
La trama narra las trepidantes peripecias que vive un
muchacho llamado Richard Shelton al descubrir que su tutor, sir Daniel Brackley
—tan valiente como mendaz, navegando continuamente entre dos aguas y sin dudar
un momento en cambiar de bando si eso lo favorece: otra especie de Long John
Silver—, el hombre que lo ha criado y educado desde la muerte de su padre, en
realidad fue el responsable del asesinato de éste. El enfrentamiento entre
Shelton y Brackley tiene lugar justo cuando el mocetón acaba de descubrir el
amor, en la persona de otra joven huérfana y de buena cuna, asimismo pieza
indefensa de su malvado tutor, y el autor reúne a su pareja protagonista
mediante un ingrediente propio de un folletín pulp o de una película de la entrañable serie B de Hollywood: el
muchacho conoce a Joanna Sedley disfrazada bajo ropas masculinas, huyendo ambos
de múltiples peligros, sin que el atolondrado joven descubra el engaño durante
un buen tramo de la historia.
Trato de resumir la novela y evocar las claves de la
historia, y solo siento deseos de abandonar mi pluma (no seamos cursis: el
teclado de mi ordenador) y lanzarme a recorrer de nuevo sus avatares. Porque La flecha negra hechiza por la que sigue
pareciéndome, después de toda una vida de lector, la mayor virtud de cualquier
escritor: hacer que el lector recorra cada página con la ansiedad de querer
saber qué va a pasar a continuación. Ahora bien, y como señalaba renglones
arriba, ligereza narrativa no equivale a trivialidad dramática. Como en La isla del tesoro, lo que hace
Stevenson es dibujar un proceso de maduración personal a cargo de un muchacho
un poco mayor que el Jim Hawkins de ese libro, pero al que caracteriza
igualmente la firme insolencia y la egoísta intrepidez que nos caracteriza a
los seres humanos cuando comenzamos nuestro asalto a la presunta edad adulta.
Como un dios inexperto que considera que su voluntad ha de ejecutarse sin
necesidad de reflexión, Richard Sheldon hará cuanto esté en su mano para
conseguir a la bella Joanna y burlar los designios de sir Daniel, descubriendo
(demasiado tarde, como suele suceder) que la violencia no es un juego inocuo:
que sus actos, por nobles que sean sus motivaciones se han cobrado víctimas o
arruinado vidas. En esa capacidad de Stevenson para hacer de la aventura una
fiesta sin eludir su dimensión más oscura se halla la clave moral del autor y
es lo que lo convierte en mucho más que un mero autor de gráciles peripecias.
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