sábado, 15 de septiembre de 2018

EL HOMBRE QUE CAYÓ EN LA TIERRA (Walter Tevis, 1963)



José Miguel García de Fórmica

Acabo de pasar la última página de la novela y la dejo sobre la mesa, me siento a escribir en el ordenador y me entran ganas de servirme una ginebra (y no me gusta la ginebra) como homenaje al desdichado protagonista de El hombre que cayó en la Tierra (1963). La literatura es irónica: esta novela, que compré hace varios años sin mayor inquietud por leerla (lo hice por eso que llamamos «completismo», porque tenía un vago recuerdo de la película que inspiró con David Bowie de protagonista), y que he cogido al azar en estos días indolentes entre el final del verano y el comienzo de las clases, me ha proporcionado la más triste y melancólica reflexión sobre la soledad, cósmica en su sentido más literal, que he leído en mucho tiempo.
Un conocimiento rutinario de su trama podría inducir a engaño: a creer que lo que va a contarnos el libro es la enésima historia del contacto que establece el representante de una raza del espacio con nuestro siempre codiciado planeta, a modo de cabeza de puente para una futura invasión. Su protagonista procede de un mundo llamado Anthea que se muere por falta de recursos, sobre todo de agua, y que pertenece a una especie de la que apenas quedan unos trescientos representantes. Enviado a la Tierra en un cohete individual que agota las últimas reservas de combustible que quedan en el planeta, ese ser llega con el propósito de construir aquí la nave espacial que poder enviar de regreso a Anthea y así traer a los suyos a la Tierra. Irónicamente, las armas que utilizará para sus fines son las del capitalismo: funda una empresa para gestionar las patentes de la fabulosa tecnología de que dispone, con la que se convierte en uno de los hombres más ricos del mundo y consigue así poner en marcha la construcción de la nave espacial.
Pues bien, aun manteniendo el desarrollo ortodoxo que podía esperarse de dicho planteamiento —incluida la intervención final del ejército y las autoridades—, lo que menos importa de esta novela es el curso lógico de esa peripecia. El hombre que cayó en la Tierra es, sencillamente, una fábula existencial sobre ese implacable destino del hombre (perdón, del ser pensante) que es la soledad. En primer lugar, porque pese a que la similitud morfológica entre las dos especies le permite disfrazar sus más notorias divergencias (la falta de uñas, las pupilas felinas), al notable conocimiento de las criaturas entre las que se va a mezclar (las ondas televisivas que escapan al espacio han permitido al antheano aprender cuanto precisaba sobre los terrestres) y, en consecuencia, la identidad humana que asume, bajo el nombre de Thomas Jerome Newton, aun así su adaptación al medio dista de ser completa: cualquier brusca alteración (aun cuando sea subirse a un ascensor demasiado rápido) supone un riesgo para su vida. Y su misma presencia, con sus cabellos blancos, su alta y escuálida figura y la extrema parsimonia de sus movimientos, despierta una incómoda sensación de extrañeza en quienes lo contemplan.
El gran hallazgo de la novela es que si a su protagonista le resultará imposible mimetizar del todo la anatomía física del hombre, tendrá un completo, y doloroso, éxito al interiorizar la anatomía de la melancolía humana. Exiliado a una distancia sideral de un hogar y una familia que acaban convirtiéndose en borrosos ensueños, embarcado en un objetivo cuya feliz consecución pronto empieza a causarle indiferencia (aun manteniéndose fiel al mismo hasta el final), Thomas Jerome Newton, el hombre más solitario del universo, irá adoptando todos los atributos del hombre inteligente al que embarga la insatisfacción: el ensimismamiento, el escepticismo, el refugio en la sensibilidad hacia el arte y la literatura (la música, en cambio, le estará vedada), y sobre todo el viejo consuelo del alcohol. Al principio inveterado bebedor de agua, esa sustancia tan valiosa en su mundo, Newton acabará descubriendo los placeres del vino y la ginebra el camino hacia la necesaria ataraxia. Es lógico que las únicas personas con las que entabla una mínima relación sean otros dos solitarios, también dipsómanos como él, con los que le vinculará un sentimiento de comprensión y solidaridad, pero desde luego no de amistad: Betty Jo, la mujer a la que convierte en su ama de llaves solo porque lo cuida con mimo (aunque ella necesita algo más) y Nathan Bryce, un profesor de química que, consciente de la imposibilidad de que nadie en la Tierra pueda crear semejante tecnología con los medios a su disposición, enseguida especula con que sea un extraterrestre, pero que acabará trabajando para él, irresistiblemente atraído por su mera existencia.
Walter Tevis —cuya otra novela conocida es, insólitamente, El buscavidas— dibuja con enorme delicadeza a su infeliz criatura, a ese ser dotado de una inteligencia y una madurez inmensamente superior a las de cuantos le rodean, y que sin embargo, no es nada más que un niño indefenso al que es fácil dañar. La sobria melancolía que impregna sus páginas (a la medida del ascetismo emocional de Newton) consigue identificarnos de modo íntimo con su desdichado recorrido por la Tierra.
No es la primera vez que un escritor, para expresar su pesimismo sobre la condición humana, utiliza un personaje «exterior» al hombre, pero pocas veces ha conseguido que este lector sienta el horror insoslayable de no poder evitar participar de aquella. «Trabajé duro para convertirme en la imitación de un ser humano», señala Newton hacia el final del relato, añadiendo con tambaleante orgullo, mientras se aferra a su copa: «Y lo conseguí». El hombre que cayó en la Tierra es como uno de esos días húmedos en que no queremos saber nada de la vida exterior y sin embargo la vida, pegajosa, se empeña en enfriarnos por dentro. Es un libro que debiéramos esconder en el fondo de nuestra más poblada estantería o vender a la primera ocasión en una librería de saldo. O recomendar su lectura para una noche en que nos abrume la soledad. Con un vaso de ginebra.