lunes, 19 de julio de 2021

LA NOCHE DEL ORÁCULO (Paul Auster, 2003)

 

Benito Arias

     Igual que Pietro Citati se felicitaba al tener siempre algo por leer de Henry James, yo me felicito de tener algunos libros pendientes de Paul Auster, autor ciertamente prolífico, aunque mucho menos que Henry James. Además de poeta, ensayista, traductor del francés, dramaturgo, guionista, director de cine, cuentista muy ocasional y coautor de un epistolario con J. M. Coetzee, Paul Auster es novelista y últimamente también autor de libros de memorias; pero sobre todo novelista: ha escrito 18 novelas si consideramos su Trilogía de Nueva York como un conjunto de tres, que es por cierto como yo empecé a conocerlo, allá por los años 80 y 90 del pasado siglo, en las ediciones separadas de Júcar. Después leí la que aún parece ser su mejor novela, El palacio de la Luna (1989), de la que tengo un recuerdo bueno y muy  lejano, y desde entonces bastantes más libros, en los que siempre he encontrado un admirable tono fluido, una habilidad extraordinaria para el relato y al mismo tiempo unas tramas algo retorcidas y con cierta carga no digamos filosófica sino intelectual, junto con una clara tendencia a introducir experimentos formales en línea con su filiación postmoderna (un postmodernismo atemperado por su sentido de la narración, que es muy clásico). De todo lo cual es un ejemplo modélico la novela que he leído ahora, original de 2003. 

     En La noche del oráculo asistimos a una trama que parece un circo de varias pistas: un joven narrador con problemas económicos compra un cuarderno azul en una papelería de Nueva York, y lo usa para desarrollar a su manera una historia intercalada en El halcón maltés de Dashiel Hammett. La trama que inicia sigue los pasos de un director literario que a su vez recibe el manuscrito inédito de una novelista ya fallecida. A partir de entonces tendremos varias historias cruzándose, y los paralelismos entre las tres empiezan a ser tan sospechosamente familiares que el novelista, el personaje principal de todo este embrollo, se plantea la posibilidad de que el cuaderno ejerza algún tipo de influencia para el desarrollo no sólo de los argumentos ficticios sino de su propia vida. En efecto, poco a poco los relatos intercalados empiezan a perder peso sin por ello dejar de influir en el narrador ficticio y sus proyectos, su vida conyugal, su relación con un escritor amigo y, por fin, el desenlace de una trama muy solvente y curiosa. Como suele ser habitual habrá quien considere fallida esta obra por la cantidad de hilos que deja sin anudar. No es mi caso, ya que acepto sin rechistar la premisa postmoderna de que una novela es un fanal de posibilidades (por ejemplo aquella tan curiosa de Italo Calvino sobre el viajero) y una forma muy variable de explorar la vida, que nunca está cerrada hasta que se cierra definitivamente. De hecho, si algo creo reprochable en esta novela es que a Auster se le va la mano hacia el tono algo cursi al modo de Salinger, sobre todo cuando habla de la esposa del personaje principal. Introducir notas a pie de página para desarrollos y derivaciones, fotos, tramas dentro de tramas y abusar de las coincidencias me parece un derecho que se ha ganado ya este respetable autor, porque forman parte de su modo de entender la literatura. Sí, se le achaca que abusa de las coincidencias; yo creo que le interesa otra cosa más amplia, algo relacionado con  eso que los psicólogos llaman "profecía autocumplida", y que remite a las "magias" cotidianas y a lo irracional. Ocurre que la realidad no es algo que esté fuera de nosotros, sino que formamos parte de ella, y lo que hacemos o lo que pensamos se coloca en esa realidad modificándola, de modo que si una expectativa puede cambiar nuestra relación con una persona, lo que escribimos también puede condicionar nuestra vida. Un ejemplo perfecto de esto nos lo encontramos al final de la novela, cuando el novelista imagina una historia que explica el comportamiento inescrutable de su mujer. Esa hipótesis, por una serie de circunstancias, no podrá ser corroborada, y concluimos que va a marcar a partir de entonces a la pareja. Hay cosas que una vez son pensadas empiezan a existir, por eso hay que tener cuidado de lo que pensamos y sentimos, porque la realidad también es eso, y no solo un mundo material regido por las leyes de la Física. Al menos, esto es lo que me sugiere La noche del oráculo, con la fluida y entretenida prosa de Paul Auster.

martes, 30 de marzo de 2021

YOGA (Emmanuel Carrère, 2020)

 Benito Arias

     ¿Qué voy a recordar de Yoga, de Emmanuel Carrère? Me temo que retendré en la memoria la decepción que deja una obra con un buen arranque y un buen desarrollo a lo largo de dos tercios del libro, pero que de pronto se estrella contra el buenismo y la falta de ideas. Es una ley de obligado cumplimiento que en los libros el final ha de ser mejor que el principio. En caso contrario, el lector va a renegar del producto. Por poner otro ejemplo reciente en mi propia experiencia, la mejor novela de ciencia ficción de la historia (para algunos), Dune de Frank Herbert, empieza muy bien, se mantiene a duras penas y es una tortura acabarla. Así también la irregular propuesta de Carrère, que es ensayo y novela autobiográfica al mismo tiempo, una novela del yo, pero con censura al dejar fuera de la trama principal el motivo de su crack-up (una ruptura sentimental que por razones contractuales no puede incluir en el relato), y por ello acaba despeñándose por una pendiente imputable únicamente al propio autor, a las expectativas que va creando, a sus recursos novelísticos, a la tensión que se alza para acabar en nada.

   Hay tres partes fundamentales en el libro: el yoga y la meditación por un lado, la depresión por otro y la salida de su crisis en los capítulos finales. El proemio meditabundo está bastante logrado, porque cuenta con jugoso detalle y sin santurronerías su experiencia con el yoga, el silencio, el taichi, en fin, los orientalismos tan de moda entre nosotros, y uno llega a la conclusión de que todo ello es perfecto para aligerar la mente y sanar del estrés o las tensiones cotidianas (si no son muy severas) aunque como filosofía sabemos que es una radical e irracional incongruencia, incluso deleznable desde un punto de vista social, ya que genera ciudadanos pueriles e irresponsables como muestra el propio Carrère con esa imagen de los yoguis suizos impertérritos ante el desastre del tsunami en Sri Lanka. De todo ello, y con equilibrio, da buena cuenta el autor con anécdotas iluminadoras sobre pánfilos de sonrisa perenne viviendo en las urbes occidentales o visitando los lugares sagrados del budismo para sumarse al éxtasis naranja como un monje más. En fin, en todo caso la idea de pararse, pensar un poco o no pensar en nada, dejar atrás la ira y la indignación no vendrían mal a casi nadie; aunque para ello no hacen falta cojines especiales ni esterillas, basta por ejemplo con una buena película, salir a correr o ver a los amigos. Hasta donde me resulta posible interesarme por algo hacia lo que siento un obstinado rechazo (el yoga), el libro de Carrère logra mantenerme proclive y hasta curioso y dispuesto a la tregua.

   Luego llega la caída, la depresión no explicada, el sanatorio, el tratamiento eléctrico, la desolación y el relato de su manía. Debo decir que aquí empiezan los problemas, ya que ni de lejos se acerca a testimonios como el de William Styron en Esa visible oscuridad; pero bueno, sigue siendo honesto y sincero, cuenta cómo le ha ido a él en la negrura de su noche, y sigue interesándonos.

   Pero al final llega la salida, y debo advertir que las cien páginas finales parecen escritas para rellenar y terminar, porque su interés es nulo. No nos interesan nada sus andanzas en el campo de refugiados de una isla griega, ni los personajes que allí conoce (adolescentes la mayoría, y en mi opinión nadie en su sano juicio tiene contacto con adolescentes a los 60 años si no es por obligación laboral o familiar), luego entona una loa a su editor, extrae unas consecuencias desmedidas de una anécdota liviana sobre su manera de escribir a máquina en relación con su literatura y, en fin, acaba, no sabemos muy bien por qué, seguramente porque había llegado ya a las 300 páginas.

   Resulta preferible El adversario, en todos los sentidos, y supongo que también otros libros anteriores, pero no he leído nada más. Yoga es un libro que hubiera resultado interesante si le hubiera quitado toda la urdimbre políticamente correcta y new age de la que ha estado renegando por escrito, y que al final se le cuela con banal sentimentalismo. Aún más, esta novela (digamos) hubiera resultado mucho más verdadera si, como estaba planeado y exigían las circunstancias, la fracasada relación amorosa hubiera comparecido ligada a la desesperación del autor, su depresión y la escritura de esta catársis. Los motivos por los que no fue así están ahora en todos los periódicos, y parecen pesar más que el propio libro fatalmente mutilado de ellos.

miércoles, 24 de marzo de 2021

EL INOCENTE (Mario Lacruz, 1953)

  

José Miguel García de Fórmica-Corsi 

Aunque hoy los practicantes de literatura policiaca son legión en nuestro país, hubo un tiempo en que esta parecía ser una habilidad exclusivamente foránea (la que se publicaba en el desprestigiado formato popular no contaba). Los expertos consideran que El inocente pasa por ser la primera novela seria del género en España. Se publicó en 1953, con buena acogida crítica y comercial. Su autor no ha trascendido en el canon literario porque, en vida, apenas publicó otras dos novelas y un libro de cuentos, si bien fue uno de los grandes editores de nuestro país, en sellos como Plaza y Janés, Argos Vergara o Seix Barral. Sin embargo, me basta la tardía y fascinada lectura de El inocente para acreditarlo como uno de los autores hispanos más interesantes del siglo XX (no hace mucho me pasó lo mismo con otro escritor «desconocido», Santiago R. Santerbás, cuya genial obra maestra La inmortalidad del cangrejo reseñé en esta misma página). ¿Cuántos otros grandes nombres quedan por redescubrir?

El inocente no es novela policiaca al uso. Cierto es que, como tantos thrillers, se inicia con un hombre que escapa de los policías que lo han detenido: la huida de ese hombre, Virgilio Delise, hijastro del hombre cuyo cadáver ha aparecido en circunstancias extrañas y a quien aquel guardaba una notoria desafección, pautará toda la progresión de la historia. Ahora bien, la trama no se ajusta en modo alguno al relato lineal tan habitual en el género, sino que se desarrolla mediante una sugestiva estructura delicuescente en que tan pronto se avanza en el tiempo como se retrocede, se recuerda un hecho anterior o se anticipa otro aún no conocido. Un tiempo en el que los recuerdos y los sueños de los personajes adquieren más solidez que el propio presente, de Delise y de cuantos se cruzan en su peripecia, hasta otorgar a cada uno de ellos la voz personal que precisaba para no parecer meros elementos del decorado.

Siempre acabamos volviendo a Delise, pero Lacruz sabe cómo hacer que cuantos comparecen en el libro reciban, en un grado u otro, la necesaria profundidad psicológica. Memorable es ese policía, Doria, que se sabe injustamente postergado en la ciudad de provincias donde aparece el cadáver y que se aferra al caso como su gran oportunidad para volver a la capital, aun forzando las pruebas cuando estas se empeñan en desmentir su intuición. Pero también admira la entidad de los otros personajes. Por ejemplo, el cuñado de Delise, ese abogado gris que, pese a la posición de privilegio que sabe que posee (el mismo comisario lo demuestra, al advertirle de cada paso que se da contra aquel), no deja de tener un riguroso código de conducta que lo aleja del clásico, y tópico, representante envilecido de las clases dirigentes. O el joven policía, promesa del deporte cuya carrera fue abortada por una lesión, cuyo descuido ha permitido la huida de Delise, y que teme que esta falta arrastre al fracaso esta segunda oportunidad que creía haber encontrado: su anhelo de redimirse lo trabará con el perseguido en una dolorosa espiral de fatalismo. Y es que el único amparo que existe en el libro es la indudable comprensión, la admirable ecuanimidad con que su creador trata a todas sus criaturas.

Al final, he dicho, la trama siempre vuelve a Delise, uno de los más desdichados personajes que ha conocido una literatura tan abundante en ellos como la española. Y es que, pese al título y a que no tardemos en saber que ni siquiera ha habido crimen, su comportamiento, su forma desesperada no ya de huir sino de querer borrarse de la vida, dictaminan un caso genuino de culpabilidad existencial (en una escena, incluso, entra en una iglesia para confesarse, y cuando el sacerdote le pregunta si quiere confiarle alguna otra culpa, señala «No lo sé con seguridad. Tal vez haya cometido otra»). En realidad, la falta de Delise es la de sentirse arrojado al oceáno tempestuoso de la vida sin tener a mano ni siquiera un frágil tronco al que agarrarse y protegerse del embate de las olas.

Delise sabe que no es inocente, que se halla al borde un abismo oscuro en el que bulle la amargura de una existencia que, si bien acomodada (por el dinero familiar), ha estado presidida por la más insatisfactoria molicie. El fracaso a la hora de concretar el incipiente talento artístico que prometía en sus años de formación: es buen hallazgo que se lo presente todo el tiempo bajo la indefinida etiqueta de musicólogo. El trauma de la orfandad a temprana edad. La presencia de un padrastro (el muerto, acabaremos por saber) al que, sin motivo especial por parte de este, nunca pudo querer. El recuerdo obsesivo de la hermanastra, con la que no tenía ningún lazo sanguíneo (era la hija que aquel aportó a su segundo matrimonio), pero que parece fascinarlo y a la vez atormentarlo con la sombra del deseo incestuoso, y que además murió, sin que se nos diga cómo ni por qué, en plena juventud… Todos estos lacerantes recuerdos, reproches, presiden su huida hacia ningún lugar.

Los nombres que he ido indicando, y otros más (Fioreya, Montevidei, Selbi…), remarcan el singular hecho de que Mario Lacruz situó su novela en un inconcreto país, intuidamente mediterráneo. Es posible que el motivo fuera por mera precaución frente a la censura (el padrastro posee un incierto pasado como revolucionario en el país «al otro lado de las montañas»), mas en mi ánimo lo que hace es terminar de sellar ese aire de extrañeza, de desvalidez psicológica, que anuda inflexiblemente a todos los personajes, a la trama y a ese universo, a la vez asfixiante y melancólico, que este hombre consiguió trazar con su primera novela.

 

viernes, 5 de marzo de 2021

VIAJE SENTIMENTAL POR FRANCIA E ITALIA (Lawrence Sterne, 1768)

Benito Arias
 
   La última obra publicada por Laurence Sterne (1713-1768), en dos volúmenes, e inacabada o digamos más bien "abierta" como su Tristram Shandy, se tituló A Sentimental Journey through France and Italy (1768) y el narrador de la obra es Mr. Yorick, un personaje de su Tristram Shandy que por su parte es un trasunto del propio Sterne. "Sentimental" aquí significa de aprendizaje en relación con la formación del carácter, ya que los sucesos del viaje despiertan una suerte de reflexión encaminada al perfeccionamiento moral. Tiene por tanto una cierta relación con la escuela moralista francesa, ya que la moral y las costumbres son el motivo conductor del relato, pero por contenidos se sitúa en la estela empirista de David Hume, por esa relación entre moral y buenos sentimientos. El narrador se coloca en el lado opuesto al viajero que se limita a describir ciudades y grandes edificios, a valorar y criticar puntillosamente lo que observa (Smollett es la bestia negra de Sterne). La obra se compone de muchas viñetas anecdóticas ligadas a las diversas localizaciones por las que va pasando, pero apenas contiene descripciones, ya que se centra en las reacciones emotivas de Yorick y sus divagaciones, a menudo impulsadas por  menudencias. El sentido del humor es fino y amable, la actitud del narrador es caballerosa, siempre buscando el justo punto de sus reacciones, si bien a menudo se deja llevar por la generosidad y la piedad, bajo premisas no muy explícitas de tipo religioso, ya que Yorick es un pastor protestante al igual que su creador, Sterne.
   Del lado temático, lo más destacable me parece el espíritu galante del personaje, de hecho las escenas más frescas y deliciosas del libro son  las que involucran sus escarceos amorosos, por ejemplo en Calais, donde dedica varias viñetas a una breve conversación con una joven dama, sabremos al final que reciente viuda, mientras analizan sillas de posta para su viaje. Espontáneamente, nuestro Yorick le sostiene la mano a la joven y ella no la retira, es más, se la deja confiadamente. logrando transmitir un sutil erotismo a pesar del escaso contacto físico.
   La obra es sorprendente y justifica por sí sola la fama de Sterne como predecesor del postmodernismo literario. Entre otras cosas, por la brevedad de las escenas, por los títulos repetidos, por la mezcla de análisis objetivo-subjetivo, por el comienzo in media res y sin explicaciones, por la introducción de ensayos en medio del relato, y de modo especial un "Prólogo" en el sexto capítulo o viñeta (con una graciosa clasificación de los tipos de viajero) y, especialmente, por los fragmentos que trufan la obra con entindad autónoma, y que son auténticos relatos intercalados, siendo además novedosos minicuentos (mi favorito es el Fragmento de la primera parte donde se describen los efectos sobre la ciudad de Abdera de la representación de una obra de Eurípides). Naturalmente, casi todo ello lo aprendió Sterne de Cervantes y su Quijote, ineludible referente de toda literatura experimental.
   En cuanto a la edición recomendada, debo decir que empiezo a ser, sin proponérmelo, un modesto coleccionista de traducciones del Viaje, y que si bien empecé por una no del todo satisfactoria, la de Bruguera, que fue mi primera lectura, después he ido acumulando ediciones y relecturas, en este orden: la añeja versión de Alfonso Reyes que fusilan con leves cambios en la anterior, la de Max Lacruz en Impedimenta, bien traducida y editada, y por fin la que motiva esta reseña y mi reciente relectura, la traducción de Jesús del Campo en una bella edición de la editorial ovetense KRK, con ilustraciones del traductor, que también prologa y añade un relato inédito de Sterne en castellano: "Historia de un capote bueno y de abrigo". Tiene la peculiaridad de respetar la extraña puntuación de Sterne y su también extraño uso de los guiones; la experiencia de lectura es similar a la que deja el Tristram de Javier Marías.
   Por su levedad en el tono, la humanidad en el contenido, la sensibilidad de las relaciones galantes y la forma adelantada a su época, el Viaje sentimental es una obra que se lee como si hubiera aparecido en nuestros días.