Mayte Padilla
Mi postre fetiche es el tiramisú. Me encanta comerlo, y me precio de saber prepararlo con óptimos resultados porque aprendí de una amiga italiana. Suelo pedirlo en cualquier restaurante que lo ofrezca en su carta para, tras una minuciosa cata, proceder a encuadrarlo en mi ranking personal.
Tres elementos clave componen un tiramisú canónico: la crema, en la que el azúcar no debe enmascarar el sabor del mascarpone hasta el punto del empalago; el bizcocho, con cierta consistencia pero mejor si no es excesivamente grueso, humedecido lo justo en la mezcla alquímica de café y amaretto para que resulte estimulante y caliente el paladar; y el cacao, amargo, áspero, para hacer destacar por contraste la suavidad del resto de los ingredientes.
Dejar de llamarte, la primera novela de Vicente Ruiz, publicada en 2017, es un delicioso tiramisú artesanal. Caeré en el chiste fácil: es el tiramisú de la abuela, ese postre que, aunque sencillo en su elaboración y presentación, desafía por su sabor y textura a cualquier compleja elaboración del más reputado chef.
Así, esta autoficción en la que una mujer a punto de alcanzar su madurez rememora la figura de su abuela, fallecida recientemente, se compone de tres partes; y me hizo atravesar, como lectora, por tres estados de ánimo.
En la primera parte la protagonista, Noelia, pasea por Valencia mientras recuerda su infancia, preñada de descubrimientos: la música, el barrio, los placeres estivales, las rutinas caseras…, bajo los cuidados cariñosos pero no condescendientes de su abuela, omnipresente en el papel de matriarca de una familia en la que los hombres apenas tienen presencia. Diría que brillan por su ausencia si no fuera porque no hay subrayados en esta historia. Todo se enuncia con una sencillez desarmante.
Esta primera parte es la crema de mascarpone. Podría haber sido convencionalmente dulce en su bosquejo de una infancia no ideal, pero esencialmente feliz; podía haber quedado insípida al abundar en la descripción de una ciudad ajena, que no atrapa y que en mi opinión es lo más olvidable de la novela. Es un momento en que aún se observa a esa niña, y a la narradora adulta, desde fuera, de forma que sus peripecias apenas nos interpelan, más allá de las coincidencias generacionales. Sin embargo, la narración tiene la virtud de mantenerse fluida, ligera, gracias a un uso del lenguaje rico pero sin florituras, y te va atrapando en su corriente: es una crema no especialmente sabrosa pero perfecta para amalgamar lo que vendrá después.
La segunda parte es el cuerpo de la historia: el bizcocho. Conocemos a la Noelia adolescente, y en su primera juventud cuando, paradójicamente, su vida queda ya irremediablemente ligada a la de la abuela octogenaria con la que se queda a vivir cuando la madre inicia una nueva relación de pareja. El eslabón materno queda un tanto al margen de la ecuación, a la búsqueda de su propia historia, y abuela y nieta quedan juntas, solas. Buena, solas no. Está la Tula, personaje entrañable y con entidad propia.
El desfase vital entre la joven y la anciana agudiza las aristas de la convivencia, y el autor nos lo muestra sin tremendismos ni morbo, pero sin paños calientes, con un discurso fuerte como un café cargado. Los avatares profesionales de la protagonista reflejan los de toda una generación que ha crecido en la precariedad. Noelia toma cuerpo como personaje cercano, interesante en sí mismo, debatiéndose entre una vocación literaria nunca culminada, la certeza de que su proyecto vital va a contratiempo del de sus amigos (delicioso amaretto esa Victoria, la amiga incondicional que ofrece siempre las risas y lágrimas justas), la incertidumbre sobre la propia esencia y el reflejo de los actos propios sobre el entorno.
Es en la descripción de las contradicciones y las limitaciones de una vida en la que cada elección supone una renuncia cuando la novela coge vuelo. De nuevo con una aparente sencillez estilística, los dos hilos temporales de la historia, el de la Noelia presente, y la que aún convivía con la anciana, muestran con desnudez, sin énfasis ni falsas modestias, las pequeñas alegrías y renuncias de todos los días. Es el momento en que la novela se revela como un trozo de pura vida, de vida de verdad, y la conciencia de que podría ser la nuestra nos embriaga como las gotitas de amaretto.
Ojalá su horizonte de esperanza sea el nuestro también.