jueves, 26 de abril de 2018

EL ARTE DE LA FICCIÓN (James Salter, 2016)

Benito Arias

   Tiene frases para grabarlas en piedra:

   Nunca he llegado a tener afinidad ni a sentirme realmente cómodo con personas que no leen o que nunca han leído. Para mí es un requisito esencial. (pág. 20)
  Leo los cuentos de Bábel una y otra vez. (...) Es como un puñado de radio, un fulgor que nunca habrías imaginado. (págs. 27 y 26)
   La filosofía es una cura de efectos lentos (pág. 28)
   El estilo es el escritor en su totalidad (pág. 37)
   Reescriben sin cesar: Bábel, Flaubert, Tolstói, Virginia Woolf. Ser escritor es estar condenado a corregir. (pág. 38).
   Los escritores que me gustan son los que tienen un don para observar de cerca. Todo está en los detalles. (pág. 45)
   Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. (pág. 51)
   Todo lo que no está escrito desaparece, salvo por ciertos momentos que perduran, ciertas personas, días concretos. (pág. 87)

   Es curioso que Salter retome el título de uno de los más famosos artículos de crítica de Henry James para abarcar tres conferencias impartidas en la Universidad de Virginia poco antes de morir. Los temas son el arte de la ficción, la escritura de novelas y la relación entre vida y arte, todo muy jamesiano. Es raro, por tanto, que no mencione ni una vez al gran compatriota de un siglo atrás, tan viajero y cosmopolita como el propio Salter. Uno está convencido de que en el fondo los autores que le gustan se gustan entre sí. En Quemar los días sí lo cita una vez, pero se limita a recoger una idea de su amigo y guía literario Robert Phelps. Con eso basta. La lista de admiraciones por parte de Salter en estas páginas es larga, y abarca no sólo a clásicos indiscutibles sino a novelas y cuentos menos laureados. Están Balzac y Flaubert, Hemingway y Faulkner, sus amigos Saul Bellow o James Jones; pero también nos dirige la vista hacia John O'Hara, Theodore Dreiser o, especialmente, Isaak Bábel. Eso en cuanto al arte de la ficción en manos ajenas. Cuando reflexiona sobre su propio trabajo, reconoce que no se puede enseñar a escribir novelas, pero sí se puede describir la experiencia de escribirlas. En el caso de Salter queda resumida en una frase: "Has de escribir en lugar de vivir" (pág. 51), aunque luego matiza: se obtiene muy poco, es vedad, casi nada a cambio de todo..., y, sin embargo, también se escribe por placer y por amor, para hacerse valer, para que algunos nos quieran. En la tercera conferencia tenemos otra vez el contenido y lírico tono-Salter, el de las memorias pero también el de sus dos grandes novelas, Años luz y Todo lo que hay. Como si hubiera sintetizado y mejorado los Diners en ville de sus memorias, nos vuelve a contar lo que ya sabíamos: que el escritor sólo escribe autobiografía. Se refiere a sus diarios (y no deja claro si esa colección de notas que le decepcionan ha sido eliminada), así como a los de Paul Léautaud o Bertolt Brecht; nos cuenta cuáles son sus principales referencias: Nabokov, Faulkner, Bellow e Isaac B. Singer; algunas novelas salen con frecuencia a colación: Adiós a las armas, El gran Gatsby, Bajo el volcán, A sangre fría... En una ocasión, su amigo Ben Sonnenberg lo deja unos minutos con su carga de libros y periódicos mientras va al lavabo y le da tiempo a leer "cinco páginas extraordinarias" de V. S. Naipaul. Toda la conferencia está llena de estos detalles. Son los fulgores de la luz que como en sus ficciones iluminan las vidas de sus personajes y también las cosas: el rayo de sol que entra en el salón, la mesa puesta para la cena...
   He leído el librito de Salter y he corrido a anotarlo en mi cuaderno de lecturas, en el mes de abril. Tengo la costumbre de ponerles una nota, y no he dudado en irme al máximo. Quiero advertir que no suelo llegar a esas cumbres, de hecho tengo que remontarme al pasado agosto para ver otro diez al lado de El paseante solitario, de Sebald. Uno de los que más lo han defendido en España ha sido Antonio Muñoz Molina, y uno de sus artículos en la prensa sirve como magnífico prólogo a esta edición; pero también acierta, desde la faja, George Saunders:

"Un último y generoso regalo del gran James Salter. El lector palpa su devoción por la literatura en cada página, así como su legendaria minuciosidad. Todo aspirante a escritor debería leer este libro".

miércoles, 18 de abril de 2018

LA FLECHA NEGRA (Robert Louis Stevenson, 1883)


  José Miguel García de Fórmica

 Tengo por mi guerra «favorita» una contienda de la que no tengo mayores conocimientos que los que me han dado dos obras literarias (y, por tanto, también cinematográficas). Una, claro, es el Ricardo III de Shakespeare (y de Laurence Olivier); la otra, una novelita de Robert Louis Stevenson que no suele figurar entre lo más conocido de su autor pero que es seguro que quien la haya leído habrá de recordarla siempre con el mayor de los placeres. La contienda es la Guerra de las Dos Rosas (que ya de por sí diríase un nombre inventado por un literato). La novelita, La flecha negra.
El autor la publicó inicialmente en 1883, por entregas, en la misma revista y con el mismo seudónimo (el alias de Capitán George North) donde poco antes había hecho lo propio con la historia que por siempre le hizo ganar la inmortalidad, La isla del tesoro. No es casualidad, por tanto, que en ambas brille el mismo ímpetu narrativo, la misma alegría por el mero arte del relato, la misma facilidad para hacer desfilar un buen número de personajes secundarios, cada uno de los cuales, con breves pinceladas, depara un tipo imborrable… y la misma capacidad para hacer que, al lado del rutilante juego de la aventura, quede siempre el espacio para dar cabida, también, a la dimensión más sombría que se esconde detrás de aquella.
Otro escocés, Walter Scott, abordó el medievo inglés para construir sus fábulas, pero nada más lejos de la trascendencia del autor de Ivanhoe que la ligereza narrativa de Stevenson, en cuyas manos el escenario histórico diríase que ha sido directamente inventado por su pluma. Así, el conflicto real que enfrentó durante medio siglo a dos nobles familias por el trono de Inglaterra, los Lancaster y los York, cuyos emblemas respectivos eran una rosa roja y una rosa blanca, diríase que existe solo porque sus intrépidos personajes necesitan un escenario adecuado donde derramar su energía. Es más, tomándose la libertad de alterar la cronología real, Stevenson no se priva del placer de incluir en su novela al joven Ricardo de Gloucester (todavía no Ricardo III), impregnando toda la parte en que aparece —la final, además— de su poderosa presencia, tan carismática como maligna, tan intrépida como siniestra. Asimismo, y como bien indica su título, La flecha negra entronca con el mito de Robin Hood al hacer aparecer a otro justiciero, apodado Juan Arreglalotodo, que comanda una cuadrilla de infalibles arqueros en lucha contra la tiranía. Un ensueño medieval.
La trama narra las trepidantes peripecias que vive un muchacho llamado Richard Shelton al descubrir que su tutor, sir Daniel Brackley —tan valiente como mendaz, navegando continuamente entre dos aguas y sin dudar un momento en cambiar de bando si eso lo favorece: otra especie de Long John Silver—, el hombre que lo ha criado y educado desde la muerte de su padre, en realidad fue el responsable del asesinato de éste. El enfrentamiento entre Shelton y Brackley tiene lugar justo cuando el mocetón acaba de descubrir el amor, en la persona de otra joven huérfana y de buena cuna, asimismo pieza indefensa de su malvado tutor, y el autor reúne a su pareja protagonista mediante un ingrediente propio de un folletín pulp o de una película de la entrañable serie B de Hollywood: el muchacho conoce a Joanna Sedley disfrazada bajo ropas masculinas, huyendo ambos de múltiples peligros, sin que el atolondrado joven descubra el engaño durante un buen tramo de la historia.
Trato de resumir la novela y evocar las claves de la historia, y solo siento deseos de abandonar mi pluma (no seamos cursis: el teclado de mi ordenador) y lanzarme a recorrer de nuevo sus avatares. Porque La flecha negra hechiza por la que sigue pareciéndome, después de toda una vida de lector, la mayor virtud de cualquier escritor: hacer que el lector recorra cada página con la ansiedad de querer saber qué va a pasar a continuación. Ahora bien, y como señalaba renglones arriba, ligereza narrativa no equivale a trivialidad dramática. Como en La isla del tesoro, lo que hace Stevenson es dibujar un proceso de maduración personal a cargo de un muchacho un poco mayor que el Jim Hawkins de ese libro, pero al que caracteriza igualmente la firme insolencia y la egoísta intrepidez que nos caracteriza a los seres humanos cuando comenzamos nuestro asalto a la presunta edad adulta. Como un dios inexperto que considera que su voluntad ha de ejecutarse sin necesidad de reflexión, Richard Sheldon hará cuanto esté en su mano para conseguir a la bella Joanna y burlar los designios de sir Daniel, descubriendo (demasiado tarde, como suele suceder) que la violencia no es un juego inocuo: que sus actos, por nobles que sean sus motivaciones se han cobrado víctimas o arruinado vidas. En esa capacidad de Stevenson para hacer de la aventura una fiesta sin eludir su dimensión más oscura se halla la clave moral del autor y es lo que lo convierte en mucho más que un mero autor de gráciles peripecias.

domingo, 15 de abril de 2018

CARTAS DE AMOR DE LA MONJA PORTUGUESA MARIANA ALCOFORADO


Por Sonia Cotta
   Es un libro tan fugaz e intenso como el propio amor (¡que no el amor propio!) profesado por su protagonista. En tan sólo cinco epístolas, Mariana, una religiosa portuguesa "supuestamente" autora de tales cartas, e insisto en la suposición porque a día de hoy no está probado que lo fuese, nos transmite un torrente de pasiones, de locura, de entrega, de amor incondicional, de desdicha, de resignación... hacia su galán, su enamorado, un cierto "capitán francés". 
   "Sin tu amor no soy nada"... 
  Qué triste un amor así, que anula mi conciencia, mi forma de ser e incluso mi persona, arrastrándome hacia la nada.
   "No dejes de amarme siempre, ni de seguir haciéndome sufrir más penas todavía".
   Después de releer frase tras frase y palabra tras palabra, termino pensando que ese sometimiento, ese sufrimiento y esas contradicciones no deberían denominarse "amor".
   En el buen querer no hay cabida para tanto padecimiento, tanto desasosiego ni tanta toxicidad.