miércoles, 13 de junio de 2018

EL RETRATO DE UNA DAMA (Henry James, 1881)


José Miguel García de Fórmica

 Acabemos antes con los datos que figuran en cualquier entradilla sobre esta novela: El retrato de una dama es la primera gran novela larga de Henry James, excelentemente acogida en su momento, y la obra fundamental del llamado «tema internacional» que el autor trató tantas veces, sobre todo en la parte inicial de su carrera. Este gira en torno al conflicto que surge entre la inocencia y la corrupción, o cuando menos la ambigüedad moral, representadas una por la joven América y la otra por la vieja Europa. Lo había ensayado en varias obras, una de las cuales le había otorgado su mayor triunfo comercial hasta la fecha: Daisy Miller (publicada en 1878, dos años antes que El retrato). En la presente novela, es una joven llamada Isabel Archer la que se presenta en Europa al ser descubierta por parientes ya instalados en el viejo continente. Convertida de la noche a la mañana en beneficiaria de una enorme herencia, Isabel va siendo envuelta lenta pero implacablemente en la sutil tela de araña que urden dos compatriotas aclimatados desde mucho tiempo atrás en Italia (la acción transcurre casi por completo en tierras transalpinas, pero la práctica totalidad de los personajes son americanos). Quien clava sus ojos en ella es madame Merle, una dama cuya principal cualidad es su perfecto conocimiento de las reglas del trato en la buena sociedad. Pero la presa la reserva para su viejo amigo Gilbert Osmond, viudo, con una hija adolescente, un exquisito diletante sin fortuna alguna que para la fácilmente fascinable Isabel adopta los trazos de un egregio saboreador de la verdad profunda de las cosas, sin ambición alguna por los oropeles de la vida social. Demasiado tarde comprenderá Isabel que ella misma se ha metido en su propia prisión.
Aunque no figure en el panteón de las más conocidas heroínas atribuladas del siglo  XIX (al lado de Ana Karenina, madame Bovary o la Regenta), Isabel Archer es uno de los mayores logros femeninos que ha dado la literatura. Llama la atención que un autor que siempre pareció mayor (pese a que no llegaba a los cuarenta cuando escribió este libro), supiera componer semejante encarnación de la juventud. Isabel posee la frescura del ser que se abre al mundo con ansia voraz de libertad y conocimientos, y con el encanto de una personalidad sin doblez ni mojigatería; además, para algunos, el atractivo añadido de su fortuna. Pero sobre todo, James comprende bien que, para una criatura que se cree tan fuerte y tan independiente, el peligro radica en su engañosa convicción (¿cuántos no la han sentido a la misma edad?) de que juventud y omnisciencia, cuando no omnipotencia, son sinónimos. Isabel no concibe, hasta que es demasiado tarde, que quienes parecen brindarle, con su mayor edad, una gozosa oportunidad de beneficiarse de su superior experiencia, son en realidad seres infinitamente viejos que ven en ella al ser de cuya vida y bienes (pecuniarios, pero también espirituales) han de apropiarse para su propia renovación. No es mi eterna debilidad por hallar la impronta de lo fantástico en obras bien ancladas en lo real lo que me lleva a señalar que madame Merle y Gilbert Osmond tienen mucho de vampiros.
Las virtudes de esta obra magna, culminación de la gran novela psicológica del siglo XIX, son tantas que es difícil destacar unas sobre otras, pero confluyen, ante todo, en el memorable trazado de personajes, a cada uno de los cuales se le concede el tiempo en escena suficiente como para dejar huella. Es más, ninguno de la decena larga de importantes es superfluo: todos aportan algo a la trama, todos influyen de un modo u otro en el destino de la protagonista (para bien o para mal: para desgracia de Isabel, incluso quienes pretenden lo contrario participan de un modo u otro en su sometimiento al genio oscuro de Gilbert Osmond… aunque sea por poner en sus manos los bienes monetarios necesarios para poner en marcha su asedio).
De entre la maravillosa galería creada para la novela, mi favorito —podría decir incluso que mi favorito de entre toda la obra jamesiana— es el noble Ralph Touchett, el primo de Isabel, el único hombre que, aun siendo tal vez quien más la quiera en el mundo, sabe que no puede ni debe aspirar a ella (desde el inicio del relato, se sabe condenado a muerte prematura: padece tuberculosis en estado avanzado), y que es quien pone en sus manos la fortuna que cree que una joven con sus aspiraciones necesita (sin que ella se entere, renuncia para ello a buena parte de su herencia paterna). Con su buen humor teñido de una inevitable pátina de melancolía, con su facilidad para comprender a todo el mundo, con su elegancia moral, con su agudeza, y sobre todo su bondad natural, Ralph Touchett resulta inolvidable. Su fácil discernimiento del interior de las personas lo lleva a comprender enseguida que, por debajo de todas sus pretensiones de fineza intelectual y refinamiento ascético, en Gilbert Osmond se esconde, ante todo, un hombre con una pose: un monstruoso ególatra que no hará sino agostar el espíritu de Isabel al descubrir que no podrá reducir bajo su entera voluntad la poderosa independencia intelectual de la muchacha. Aun cuando apenas aparece en un tercio del libro, diríase que su presencia impregna cada una de sus páginas, tratando inútilmente de proteger, de alertar, a su querida prima Isabel. Pobre y desdichado Ralph, finalmente patético pero siempre conmovedor y noble, pues sus poderes no consisten en salvar del peligro sino en hacer más habitable el mundo.
El entrecruzamiento de tantas trayectorias acaba convirtiendo El retrato en la novela más folletinesca de Henry James: hay abundante agitación sentimental (puede decirse que hasta cuatro hombres se enamoran de Isabel, de los cuales tres llegan a pedirla en matrimonio), odios y pasiones, idas y venidas, cambios súbitos de la acción, considerable peso del pasado que lleva incluso a revelaciones sensacionales, propias de una historia de Dickens… Ahora bien, también es cierto que el tempo del relato es tan suave, y los acontecimientos parecen siempre tan elusivos, que la novela responde, de modo eminente, a la habitual acusación de los detractores del autor: que las páginas se dilatan y dilatan sin que los personajes hagan otra cosa que hablar sin que nada pase.
Ah, pero qué diálogos. Pocos autores han sabido crear conversaciones más brillantes que James, por mucho que uno tenga en todo momento la sensación de que nadie ha hablado nunca así: la famosa suspensión de la incredulidad de que hablaba Wordsworth tiene un ejemplo eminente en el autor, en cuanto que las palabras que se cruzan sus personajes (en las más de las veces, con tantos sentidos implícitos que acaban utilizándose entre ellos como un arma más poderosa que la esgrima más hábil) componen un mosaico arrebatadoramente artificial, que sin embargo mientras lo leemos nos parece completamente natural. La novela, por otro lado, y pese a sus centenares de páginas (según la edición, se acerca más a las mil o se queda cerca de las quinientas), no solo no aburre jamás sino que nada en ella parece superfluo; es más, deja siempre con ganas de saber más. Aunque El retrato es una obra con mucho menos opacidad que otras como La copa dorada —puesto que, desde el primer momento, los personajes que van a ser inquietantes ya dan motivos para la inquietud—, el lector, abrumado ante la inteligencia que envuelve la trama y a sus pobladores, se siente atrapado por una deliciosa desorientación.
James envuelve a todos los personajes, tanto a los positivos como a los negativos, con esa gran característica de su novelística: su sentido de la ecuanimidad. Gilbert Osmond, sin duda, es un ser odioso pero despierta una fría fascinación que hace muy comprensible la caída de Isabel en sus manos. Ahora bien, el mayor fruto de ese trato ecuánime es el desarrollo de los dos caracteres en principio más antipáticos de la historia, los dos americanos que se niegan a dejar de ser americanos y permanecen incontaminados de principio a fin: Henrietta Stackpole, la joven periodista que intenta todo el tiempo alejar a Isabel de la tentación de la europeidad, como una verdadera pesada, y Caspar Goodwood, el firme y tosco pretendiente local que se niega a aceptar (sin pasarse jamás de los límites propios del hombre honrado —sin pizca de imaginación y, por tanto, de flexibilidad, pero honrado—) que Isabel no vaya a casarse con él, como se había figurado antes de que la joven se abriera al mundo.
Pues bien, en la parte final, y tal vez porque el autor acaba haciendo de la americanidad (la auténtica, no la «contaminada» de Osmond y madame Merle) una visión del mundo cuyo principal valor es la lealtad, Henrietta y Caspar resultan ser quienes mejor comprenden la profunda infelicidad de Isabel. En el caso de ella, es la única persona a la que la protagonista se confía; en el de él, la inmutabilidad de carácter con que regresa ante Isabel supone para esta el pequeño consuelo de que el tiempo no lo tuerce todo. Y ambos, además, serán los únicos personajes que rindan la justicia debida al imborrable Ralph Touchett, ya a las puertas de la muerte, además de brindarle los servicios que Isabel, demasiado sujeta por Osmond, no tiene libertad para prestarle más allá de la amistad y la comprensión. Confieso que, entre las múltiples y placenteras sensaciones que me ha sido dado disfrutar en los más de veinte años de amistad que llevo con Henry James, nunca había encontrado, como aquí, la de provocar mi emoción. No es la mayor de las virtudes de esta novela admirable, pero no la he encontrado en ninguna otra de las suyas no menos admirables.