viernes, 20 de julio de 2018

LA EDAD DE LA INOCENCIA (Edith Wharton, 1920)



Benito Arias
 
   Una novela no tiene que ser perfecta para encantarnos. Tampoco es preciso que sea muy original, es más, esto podría incluso ser un inconveniente. Para que nos guste, una novela tiene que parecernos bien escrita e interesante. "Bien escrita" (es decir, con un estilo que nos envuelva) e "interesante" (porque cuenta cosas que nos mantienen atentos), son términos muy subjetivos, y conviene ilustrarlos con ejemplos concretos. La obra más conocida de Edith Wharton (1862-1937), publicada en 1920 y Premio Pulitzer al siguiente, es un buen ejemplo de novela poco original e imperfecta; pero muy bien escrita y adictiva. Me parece imperfecta porque aun buscando el equilibrio matemático entre sus dos partes, la segunda se pierde en demasiados episodios sin trascendencia, y porque en general se detiene en detalles menores tanto de personajes (un escándalo financiero recorre de modo inútil la novela entera, sin afectar apenas a la trama principal) como de indumentaria y costumbres. Por otro lado, es poco original porque a pesar de la admiración de Wharton por Henry James, no se atreve a seguir su técnica del punto de vista y más bien retoma la de Jane Austen o Dickens, aunque los temas sí sean de esos que despertaban la imaginación de su mentor norteamericano.
   En el curioso retrato de Henry James que Edith Wharton realiza en sus memorias (Una mirada atrás, Eds. B, 1994) no deja de recordar una sola de las veces en que éste minusvaloró a sus ojos  alguna de sus producciones literarias, nunca de un modo ofensivo, pero sí manifestando la diferencia estética entre ellos. Por su parte, ella destaca el impacto que le provocó a él cuando le preguntó por qué había erigido La copa dorada "en el vacío", queriendo decir despojada de "flecos humanos", es decir, sin un contexto vital que arrope a los cuatro personajes principales. Henry James quedó desconcertado con la crítica, y ella atribuye su embararazo a un punto débil al fin desvelado. En mi opinión, el desconcierto de Henry James responde a todo lo contrario, y seguramente el novelista no podía esperar que una falta tal de entendimiento le llegara precisamente de su declarada admiradora. Sin embargo, todo se explica si comprendemos que el modelo para Wharton no es la Gran Trilogía jamesiana, sino las novelas del periodo de madurez, el Retrato o Daisy Miller. No pasa nada, es un buen modelo, a su vez montado sobre la estela de Balzac y Turgueniev, entre otros. Pero al doblar el siglo, la propuesta del Maestro implica una radicalización de su estética, hasta el punto de dar por caducos los modelos novelísticos del XIX, que siguen siendo los de Edith Wharton. Sería largo hablar de ello, pero recogiendo otra anécdota de estas memorias en que se enorgullece la autora de haber reconocido el genio del recién editado Marcel Proust, y de cómo le manda un ejemplar de Du côté de chez Swann (1913) a James, deparándole "la última y una de las más fuertes emociones artísticas" (pág. 282), cabe concluir que el legado de Henry James encontraba continuidad (no digamos "continuación") por vía francesa (además de, por supuesto, Virginia Woolf, pero eso será más adelante). En suma, no hay complicidad profunda entre Henry James y Edith Wharton, aunque comparten el interés por los mismos temas y hay un cierto tono común en los diálogos.
   La edad de la inocencia no es original, no es radical, pero es una buena novela. Si logramos manejar la telaraña de familias de la alta sociedad neoyorkina y sus múltiples representantes y parentescos, o si a falta de ello nos centramos en la historia de amor imposible que plantea, es incluso una emocionante novela que aún se lee con gran placer. Además, incluye una crítica digamos "feminista" a la minoría de edad perpetua de la mujer en la época (la segunda mitad del XIX) y sus dificultades para llevar una vida independiente del protectorado masculino. Un personaje tan tradicional como es Newland Archer (sí, "Archer", como Isabel) será de hecho capaz de recapacitar y volverse un defensor de los derechos de la mujer, y ello sólo por amor, que desde luego es la manera más noble de cambiar de opiniones. Al final también descubrimos que la joven en la edad de la inocencia, la bella pero insustancial esposa May, es igualmente capaz de penetrantes intuiciones y de un enorme sacrificio simultáneo al de los otros dos amantes, Newland y la condesa Olenska. Pero esto es mejor descubrirlo con una lectura del libro, ya que aun contando con dos buenas adaptaciones a la gran pantalla (la del director Martin Scorsese es la más conocida, así como la más literal), sin embargo, y como suele advertirse, es mejor la novela. De hecho, merece la pena comprobar cómo una gran maestra de la narrativa en sentido tradicional dosifica la información, la deja intuir o la explica hasta dejar a los lectores presos y en la red de un artificio tan bien construido.

viernes, 13 de julio de 2018

EL MONARCA DE LAS SOMBRAS (Javier Cercas, 2017)


Mayte Padilla 
 
   Me gusta mucho lo que escribe Javier Cercas y me gusta mucho cómo lo escribe. Con El monarca de las sombras vuelve a cumplirse esta doble afirmación. Su última novela narra la historia de su tío-abuelo, Manuel Mena, que siendo adolescente se afilió a Falange Española y murió a los dicinueve años, combatiendo como alférez provisional del ejército franquista durante la batalla del Ebro.
   Como en varias de sus obras más reconocidas (en Anatomía de un instante fue Adolfo Suárez; en Soldados de Salamina, Rafael Sánchez Mazas), Cercas vuelve a tomar a un personaje real, que se enfrenta a un momento decisivo en su vida o en la historia, e intenta indagar en su pasado para aclarar las motivaciones que explican dicha decisión. De ese modo, el libro se convierte en una historia real con apartados imaginados, o en una ficción con (documentadísima) base real: el autor ha explicado a menudo que no concibe la escritura sin esta mezcla.
   Esta forma narrativa me fascina: la manera en que el escritor deviene en periodista, historiador, psicólogo, cuentista,... confiere al libro una amenidad impensable. Cercas baila entre las fuentes escritas, haciendo parecer fácil lo que no lo es (como sabe cualquiera que haya intentado investigar en un archivo), y las fuentes orales, y hábilmente, se van entremezclando la Historia y las historias de un galería de personajes que reflejan lo que es y ha sido España, a nivel sociológico, en las últimas décadas: esa madre emigrada obsesionada por lo que pasará con la casa de su infancia, esos nietos juguetones que saben ir a lo suyo sin perder de vista a los mayores, ese rústico vecino que ha construido una vida sin hablar nunca de la muerte de su padre, esos pueblos moribundos del interior, esa contradicción catalana,...
   No caigamos en el error de pensar que es otra novela sobre la guerra civil. Al igual que ocurre con Anatomía de un instante o El impostor, el marco histórico y cronólógico, exhaustivamente recreado, es sólo una excusa para que Cercas escriba, fantasee sobre el papel de la memoria y la figura del héroe. No por casualidad saca sus títulos de la literatura griega clásica (y además los explica, cosa que los lectores no-tan-cultos, como yo, le agradecemos profundamente). Su auténtica preocupación es moral: ¿qué hace que una persona sea un héroe?, ¿hasta qué punto acomodamos los recuerdos a nuestra conveniencia?, ¿hasta qué punto un ideal puede dirigir nuestra vida?, ¿existe diferencia entre el bien y el mal?, ¿se puede hacer el bien desde el lado equivocado?
   La indagación más compleja sobre el asunto, a mi entender, la realizó en su novela sobre Enric Marco, el falso superviviente de Mauthausen, un personaje que, por motivos personales, me resulta perturbador. ¿Se puede ser un mentiroso por el bien común? En esta novela la disyuntiva es menos compleja, pero más polémica por tratarse de los temas de los que se trata, y ha llevado incluso a que se acuse a Cercas de revisionista: ¿había franquistas “buenos”?, ¿hubo perdedores en el bando franquista?, y sobre todo, en último término, ¿qué es más importante, estar en el bando correcto o actuar éticamente de acuerdo a tus valores personales? El criterio que usa Cercas para responder a esta pregunta me parece correcto: Mena, a diferencia de Marco, no consiguió beneficio personal por estar en el bando ganador de la guerra, ergo, su comportamiento sí puede ser ético.
   Efectivamente, Manuel Mena pertenece al bando que inició la guerra, se dejó manipular por el falangismo, y manipuló a otros (interesantísimo el manuscrito de su intervención ante camisas viejas), se alzó contra el gobierno republicano y murió matando a otros jóvenes como él, contribuyendo así a la instauración de la dictadura. Sin embargo, como Cercas averigua (o quiere hacernos ver que ha averiguado, porque en ese punto el testimonio es frágil, tanto como la memoria de un nonagenario), Manuel no se beneficia de nada de esto, y de hecho no va a la guerra (o al menos no a la batalla del Ebro, cuando ya es un soldado experimentado y sabe a lo que va) por unos ideales (erróneos), o por querer ser un héroe, un Aquiles victorioso. Va a la guerra por obligación, para evitar que vaya su hermano, y no presume de heroísmo alguno, sino sólo del amor familiar que, parece decir al final Cercas, vale más que cualquier medalla.

viernes, 6 de julio de 2018

LOS EMBAJADORES (Henry James, 1903)


Benito Arias

    Los embajadores (1903) es la novela intermedia de la Gran Trilogía de Henry James, justo entre Las alas de la paloma (1902) y La copa dorada (1904), siendo considerada por el propio novelista (así lo manifiesta en el prólogo a Retrato de una dama) su mejor obra, la más "proporcionada" y "redonda". Sería su obra cumbre, por tanto, dentro de la que suele considerarse también mejor etapa de su autor, claro que en esto hay división de opiniones, y aunque algunos comentaristas, como F. R. Leavis, votan por el Retrato (que el propio autor sitúa a este respecto justo después de Los embajadores) y otras novelas previas a este estallido final, son más lo que optan por el periodo difícil, entre otros Percy Lubbock. Personalmente, creo que no estamos obligados a elegir, aunque en este caso tiendo a dar la razón a la mayoría. Por lo demás, es admirable la vastedad del legado de Henry James, y la altura de tantas de sus obras. Prácticamente no hay un solo volumen malo ni mediocre en la selección en 24 tomos que preparó para la llamada Edición de Nueva York, al menos con respecto a lo que uno conoce, que nunca será todo. Recuerdo un repaso de Ezra Pound a la obra del gran americano, apenas tenía espacio más que para decir "esto sí, esto no", poco más. Por su parte, Pietro Citati antes de alabar una de sus grandes desconocidas, La musa trágica (1888-1890), deja este comentario con el que todos los jamesianos nos sentiremos retratados: "Uno de los mayores placeres de mi vida es no haber leído todavía todas las novelas y cuentos de Henry James. Siempre me falta alguno" (El mal absoluto, p. 485).
    Pues bien, el aficionado que se reconozca como tal (y en este blog lo somos mucho, como se está viendo) debe cruzar tarde o temprano por la Gran Trilogía, y en esas estamos. En mi caso, después de haber leído casi en éxtasis Las alas de la paloma. en una espléndida versión de Miguel Temprano, y antes de dirigirme a La copa dorada, he retomado un volumen poco vendido y más bien clandestino con la segunda traducción que me reservaba de su gran clásico. Aquí creo que es pertinente advertir del engorro de las ediciones de Los embajadores en España. La primera traducción fue la de Antonio-Prometeo Moya, editada en Montesinos en 1981 y luego retocada para la reedición en Debolsillo y Penguin Clásicos. Esta versión corregida mejora aquí y allá la ilegible tentativa inicial, pero no logra convencernos, porque el esforzado traductor simplemente no empatiza con el estilo de Henry James. Es un caso similar al de Fernando Jadraque, desafortunado intérprete de muchas obras de James, que por desgracia tal vez ya nunca se retraduzcan. Ambos traductores, a los que no niego conocimientos (puede incluso que los tengan en exceso), son tan alambicados en sus elecciones lingüísticas que parecen no sé si irónicos o vengativos. Digo esto no como experto en la materia, sino como lector frecuente de James en castellano, ya que he comprobado cómo en manos de sus buenos intérpretes, que los hay, el muy peculiar estilo del americano puede ser intrincado, porque ciertamente lo es, pero nunca amanerado o gratuitamente rebuscado. Estoy pensando en las buenas soluciones que encuentran  María Luisa Balseiro, Soledad Silió, José Bianco o el ya mencionado Miguel Temprano, este último además nos ha revelado la transparencia y solidez de una novela en un nivel de complejidad muy similar al de Los embajadores. Afortunadamente, tampoco hubo de satisfacer el trabajo de Antonio-Prometeo Moya a sus editores, ya que en 2011 pusieron en circulación una nueva traducción, firmada por Carles Llorach. Me temo que es algo desconocida, como digo, pero la verdad es que se sigue mucho mejor, y al menos respeta el ritmo, la sintaxis y el vocabulario del original. Por desgracia, menudean en ella las erratas de edición y alguna que otra mala interpretación del original, algo en lo que no podemos detenernos aquí. Con todo, Llorach no cae en la pretensión ni de suavizar ni de elevar las dificultades del texto inglés, al que sigue con suficiente fidelidad y rigor, casi de un modo literal. En fin, esta es la edición que he leído, y la que recomiendo con total convencimiento después de fracasar con la otra.
    Los embajadores plantea una anécdota mínima como hilo argumental: Lewis Lambert Strether (sí, como la "mala novela" de Balzac) se encamina a París con una embajada o encargo: devolver a su tierra y a sus responsabilidades de adulto a un joven de 28 años, hijo de la viuda, empresaria y protectora del propio Lewis Lambert, la Sra. Newsome. Strether pone en juego su reputación de hombre serio y responsable, en aras de una posible vida en común con esta señora, un poco menor que él. En principio, el fracaso en la embajada supondría un peligroso hundimiento para este hombre que ha alcanzado ya los 55 años de edad y ha sobrevivido a la muerte de su primera mujer y de su hijo de diez años sin tener nada sólido en su vida. Como ayudantes, Strether encuentra en Inglaterra a una señorita rondando la madurez (unos 35 años) llamada Maria Gostrey, un prodigio de perspicacia que a menudo cumplirá un papel similar al del coro en las tragedias antiguas, como intérprete de la acción; y también va a "contar" con un amigo de la infancia, el antieuropeo Sr. Waymarsh, que salvo vigilancia y una imponente figura, no va a aportarle mucha ayuda en realidad.
    Se sospecha que el joven Chad se halla retenido en París por una mujer, y se teme por su reputación, urge por tanto devolverlo a América. He aquí uno de los temas más queridos de James: el tema internacional, el enfrentamiento de las dos culturas y los dos continentes, aparte del sempiterno conflicto amoroso. En esta ocasión cabe decir que el tema internacional, la contraposición de la ingenuidad y el puritanismo norteamericano con la cultura, el refinamiento y el libertinaje europeo, se enfoca de un modo sumamente filosófico, tal y como se relaciona con la técnica y la psicología del punto de vista. En efecto, la novela gira en torno a las ideas de Strether, a su capacidad de entender correctamente lo que le rodea, de captar el ambiente en su tono, a las personas en su ser, y de obrar en consecuencia. Estamos ante una novela que ejemplifica como pocas el progreso del punto de vista, siempre enfocado desde el oscilante pensamiento de Strether, desde su socratismo inicial a un vitalismo casi diríamos revolucionario, que se revelará por desgracia con pies de barro. En el fondo, Henry James es un empirista y un fenomenista, a la larga también un escéptico: sólo contamos con el espectáculo fruto de una conciencia inmersa en el cuenco de la vida, no podemos salirnos de ella. Vemos, interpretamos, cotejamos y aspiramos a una síntesis que nunca alcanzaremos del todo. En el camino se cruzan los otros, que tanto ayudan como confunden, a partes iguales, y a la postre hacemos lo que podemos. El error o el fracaso son más frecuentes que los aciertos, pero en todo hay un poco de todo, y el error también reserva algo de sabiduría, un poco de conocimiento. El mayor de los fracasos es no intentar siquiera entender lo que nos rodea.
    Strether siente que ha fallado mucho. Es algo que comprueba con dolor a medida que da cumplimiento a su encargo. Ya en París, paseando por sus calles, siente que ha desperdiciado un impulso que sintió nacer en su primera estancia en la ciudad, encarnación de la vieja Europa. Unos libros aún sin encuadernar dejados en el otro continente dan testimonio de la naturaleza de ese impulso y el resultado actual. Sin embargo, ese fracaso no ha sido demoledor, de hecho dirige una desconocida revista de provincias que no vende pero en la que aparece su nombre en la portada porque así lo ha querido la Sra. Newsome. En contraste, ahí está París, que representa las posibilidades de la vida, de la bohemia literaria, de la libertad y la vida intensa. Ahí están sus nuevos amigos, los destinatarios de la embajada: Chad y su círculo de artistas, todos encantadores y talentosos, jóvenes y educadísimos; y, amparándolos, una señora separada, con una encantadora hija casadera, que muestran ser todo lo que se quiera (en positivo) menos la encarnación del libertinaje. Dos damas refinadas y un joven admirable, que todo lo entiende y promete hacer lo debido, aunque aspira también a mostrar y justificar qué lo retiene... Y Strether, placenteramente engullido por el espectáculo de la vida y la juventud, termina proponiéndose salvar y apoyar a su alter-ego, a su yo ideal. Para ello, se ve obligado a reformular las proporciones (al fin y al cabo todo es cuestión de proporción), a abrazar la causa europea contra el prejuicio americano. No quiere que se repita la historia, su propia historia.
    Esta deserción trae consecuencias y una nueva embajada con la hermana de Chad, el cuñado y una adolescente casadera, que llegan a París para asegurarse de que se cumpla lo que es debido. A partir de ahí los enredos amorosos afectan a varios emparejamientos y combinaciones, la vida de todos se transforma. El arte de James para sugerir la sutileza de estas relaciones es portentoso. La base del conflicto se enquista: Strether ha tomado partido por los jóvenes, y cree que el emparejamiento de continentes es positivo porque ha obrado maravillas en Chad. Sin embargo, tal vez no sea consciente de hasta qué punto ha equivocado los términos de la relación y sus propios motivos para enfrentarse a América. El error quedará patente en una memorable escena campestre, la única fuera de la ciudad de toda la novela, donde al fin comprende lo que todos hemos estado viendo desde el principio a través de su conciencia, todos menos este perspicaz pero ingenuo y sentimental caballero, que en famoso comentario en las últimas páginas se declara derrotado y sin ideas: "No tengo ideas, las temo. He terminado con ellas".

    Quisiera terminar con un comentario sobre el estilo de James. Es famosa la ironía de H. G. Wells según la cual éste le recordaba a un elefante queriendo coger un guisante con la trompa. Resulta gracioso, sí, y a veces da esa impresión en sus escritos; pero veamos un párrafo que puede pasar por tortuoso y perogrullesco:

Mrs Newsome era en esencia presión moral en toda su persona, la presencia de esta cualidad era casi idéntica a su propia presencia. (pág. 366)

¿Es enrevesado, gratuito..., elefantino? ¿O un prodigio de precisión? Si somos jamesianos optaremos por lo segundo, ¡sin dudarlo!