José Miguel García de Fórmica
Dedicado a Iñaki Torre, que me guió hacia esta novela
Santiago R. Santerbás (nacido en Burgos, en 1937) es uno de
esos escritores a los que parece convenirles la definición, para mí fascinante,
de polígrafo, debido a la
versatilidad de sus quehaceres: traductor y editor (en la añorada colección Tus Libros, de Anaya, fue responsable de
varias joyas, la más venerada de las cuales tal vez sea su primorosa versión de
la dickensiana Canción de Navidad),
crítico de literatura y arte (en las páginas de Triunfo, en los años de esplendor de esta revista), poeta,
ensayista, creador de sabrosos pastiches y, finalmente, novelista. En 1985, a
la edad de 45 años (en que debe suponerse que un autor sabe bien lo que quiere
contar y lo que no), Santerbás publicó su primera novela, La inmortalidad del cangrejo, que he descubierto de modo muy tardío
y que he leído con asombro entreverado de incontenible melancolía.
Se trata de un sutil cuento de terror (de terror decadente,
mortecino, que no está pensado para atemorizar sino para inquietar) solapado
bajo una muy particular crónica de costumbres, puesto que, en rigor, no cuenta
nada más que el monótono devenir cotidiano de su familia protagonista a lo
largo de un año exacto, en el que apenas abandonan los muros de la antigua casa
donde viven. Los Hontanar descienden de un antepasado que participó en la
jornada de Ponce de León hacia la Florida, en busca de la Fuente de la Eterna
Juventud, que él debió de encontrar a juzgar por la longevidad de la estirpe. Son
solo cinco (sin olvidar al gato Sarastro, tan antiguo como ellos): el bisabuelo Guillermo, que a sus 155 años es
el único que se pasa el año viajando, regresando con los suyos solo el
día de su cumpleaños; el abuelo Félix, cuyos días transcurren componiendo una
ópera a la que lleva entregado cerca de un siglo; la tía abuela Margarita, que
a sus más de cien años tiene el aspecto de una muchacha, que se pasa el día
bebiendo pipermín y esperando a que llegue su anual estancia de verano en la
playa, donde entregarse a alguna aventura sexual; el tío Camilo, que consagra
sus días a investigar acerca del secreto esotérico de esa perenne juventud de
que gozan; y por último, el protagonista y relator en primera persona (de
quien, en rasgo clásico, no llegaremos a conocer su nombre), el único que tiene
contacto regular con el «mundo exterior» puesto que trabaja como profesor en el
instituto local, labor que realiza sin la menor vocación, solo para convencerse
a sí mismo de que no participa de la cualidad anómala de sus familiares, del mismo modo que se aferra a las
gruesas lentes de miope para considerar que, al carecer de la rozagante salud
de sus parientes, no puede ser como ellos, pese a que sus 45 años se vean
desmentidos por la lozanía de su rostro.
La casa solariega donde los Hontanar viven (o vegetan) se
encuentra en el corazón de una ciudad dormida,
tan vegetativa como ellos, que no cuesta trabajo reconocer como la Burgos natal
del autor. Una ciudad quintaesencialmente provinciana, con su catedral fría y
desangelada, sus procesiones seguidas por un ejército de beatas, su paseo con
tilos o el aburrido instituto de secundaria donde trabaja el protagonista. Una
ciudad que diríase escapada de las películas de Juan Antonio Bardem, de Calle Mayor o Nunca pasa nada (rodadas en Palencia o Aranda de Duero, también
viejas urbes castellanas), ancladas en otra época como los protagonistas
asimismo son inmunes al tiempo.
La casa compone un universo claustrofóbico y cerrado en el
que los Hontanar viven pero apenas diríase que conviven, pese a que respeten
dos ritos: tomar juntos el té de las cinco y leer en compañía las cartas del bisabuelo
Guillermo. Ahora bien, asimismo los viajes de este discurren por un mundo
igualmente enclaustrado puesto que visita una y otra vez las ciudades de su
pasado, sin aceptar ningún cambio, incluso entreverando la realidad con la
ficción: en una de sus cartas recuerda una estancia pretérita en Venecia, donde
conoció a un sabio educado, Gustav von Aschenbach, que murió repentinamente, y
al que todos reconocemos como el personaje central de Muerte en Venecia de Thomas Mann. El mito del Judío Errante y el de
Fausto, como es natural, también asoman oportunamente por estas páginas.
¿Qué secreto esconde este relato escrito en voz baja que,
con su tranquila tristeza, se empeña en colarse por las rendijas del corazón,
amenazando con helarnos el alma? La
inmortalidad del cangrejo equilibra con brillante facilidad diversos rasgos
que le otorgan una pegajosa densidad. Se trata, es evidente, de una fábula
existencial encarnada, precisamente, en la obsesión del narrador por huir de
esa monstruosidad que contempla en
sus familiares. Asimismo, la novela compone una reflexión sobre la soledad, no en
vano, el crustáceo del título, que figura en el escudo de los Hontanar y está
esculpido tanto en la fachada de su casa como en el centro del pequeño
laberinto que adorna su jardín, simboliza esa coraza que aparta a los
personajes de la vida y del mundo. El mismo protagonista vive la (falsa)
historia de amor más gris de la literatura, con una compañera de trabajo con la
que, sin embargo, jamás cruzará una palabra íntima.
Hablaba líneas arriba de terror sutil: la novela es,
también, un cuento de casas encantadas (o de fantasmas, no tengo muy clara la
diferencia) cuyos habitantes son muertos en vida que no solo ignoran su
condición sino que creen haberla burlado con su perenne juventud y que, en
realidad, son sombras cernidas a un lugar que los contiene y los define. Y como
todo buen terror que se precie, sus páginas están impregnadas de la
insoslayable relación entre belleza y muerte, y un erotismo deletéreo late bajo
su superficie. Por mi parte, no tengo duda: el misterio más sugestivo de nuestra literatura se
llama La inmortalidad del cangrejo.
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