viernes, 24 de enero de 2020

LOS ERRANTES (Olga Tokarczuk, 2007)


  Benito Arias

   Recordaremos muchas veces que hemos leído Los errantes de Olga Tokarczuk, y siempre agradeceremos la posibilidad de releerlo. Quién iba a decir que el Nobel volviera de su crisis renovado y cumpliendo por fin con su principal obligación: descubrirnos talentos consolidados pero poco difundidos, como es el caso de la polaca, así como reconocer talentos indiscutibles, al margen de su corrección política, como en el caso de Peter Handke. Teniendo en cuenta que venía de premiar a Bob Dylan y no a Don DeLillo, a Ishiguro y no a McEwan, bienvenido sea el cambio de rumbo.
   El nombre de Olga Tokarczuk, al que cuesta acostumbrarse, no es la segundona de estos premios, sino la ganadora del Nobel correspondiente a 2018, y hay que tratarla como lo que es: una escritora singular y de sorprendente calidad. ¿Pero qué tenemos para sustentar esta opinión? Por fortuna, su obra más reconocida, que se encontraba en proceso de edición en España cuando le fue concedido el Premio. Se halla ya editada, y también disponemos de un par de novelas (una de ellas agotada); pero acerca de Sobre los huesos de los muertos, por ejemplo, no me puedo pronunciar aún, ya que estoy viciado por la mediocre película que adapta su trama al cine (El rastro, 2017, dirigida por Agnieszka Holland) y en realidad acabo de empezar a leerla; pero en todo caso el libro que pasa por ser su obra principal hasta el momento, Los errantes, premio Man Booker Internacional, es un muestrario extraordinario de las muchas capacidades de Tokarczuk para construir un libro que llama al ditirambo: original, reflexivo, poético, postmoderno, interesante, arriesgado... Y así podríamos seguir con adjetivos referidos al estilo, a la estética o la técnica y en todos ellos habría que ser laudatorio, porque Tokarczuk puede estar orgullosa de ser una irónica hija de su tiempo, que al parecer demanda libros para los aeropuertos y los viajes en autobús, para las esperas hospitalarias o los momentos previos a quedarse frito en la cama. Lo curioso es que estos libros de fragmentos, misceláneas y anotaciones son los que nos acompañan con más empecinamiento, y aunque parecen destinados a solucionar una emergencia lectora terminan rellenando un espacio mucho más minucioso y dilatado. 
   Los errantes es una miscelánea, una colección de "entradas" que agrupa relatos, ensayos, pasajes autobiográficos, páginas de diario, reflexiones periodísticas, mapas y otros materiales en torno a los viajes o, mejor dicho, a la errancia. "Ser errante" es una categoría algo más compleja que "ser viajero", ya que califica una forma de ser en el mundo, más que de estar en él (vamos a aprovecharnos de que tenemos esta distinción entre "ser" y "estar" en castellano). Podríamos decir que quien ocasionalmente cambia de sitio es el viajero; pero quien ocasionalmente se establece en alguno es el errante. La narradora de Los errantes entraría en esta segunda categoría, la del que se despierta y no sabe ni dónde está, pero le da igual. Hay otro tema que vertebra la colección: el cuerpo humano. Los gabinetes de curiosidades y los museos naturales que pueden visitarse en tantas ciudades, con sus frascos de órganos, sus rarezas y malformaciones, atraen a nuestra filósofa y la llevan a imaginar fantasías sobre maestros conservadores y lecciones de anatomía. Las cartas de Joséphine Soliman a Francisco I, emperador de Austria, solicitando que le devuelva el cuerpo embalsamado de su padre, Angelo Soliman, no dejarán indiferente a nadie y recuerdan el patético lamento de Lichtenberg ante el cadáver de un niño negro preservado en formol.
   Hay relatos desmembrados que una vez unidos dan para nouvelles o relatos largos, otros son más pequeños, pero no menos artísticos, ramificaciones a veces de alguno anterior, y como en la Gestalt perceptiva los elementos adoptan un nuevo sentido por contacto y reestructuración. La autora está en medio, visible como ojo errante que sólo repara en lo que le interesa, anotadora y oyente, también se nos confiesa al principio: critica su especialidad (la Psicología) y advierte que le atrae la malformación y lo roto. Su libro no está roto, es un ensamblaje donde cada pieza vale por sí misma y el conjunto es de una riqueza inaudita. Hay una enorme generosidad en este libro, que igual podría haber tenido doscientas páginas y no casi cuatrocientas. Al final se nos recompensa con un final para la historia flotante de Kunicki y su esposa e hijo desaparecidos, y como regalo extraordinario el cuento dedicado a un dios menor, Kairós, encarnado en un frágil erudito y su atenta compañera. En la despedida, Olga mira a todos los anotadores, los enfermos de grafomanía y anima a seguir llenando libretas entre avión y avión. Como ella misma hace, mirando a hurtadillas al próximo motivo para un relato que insertará entre un mapa, una nota rescatada de periódico y una lista de curiosidades o extravagancias.
   Borges, que tanto los cultivó, desaprobaba los libros de brevedades, esos libros de restos, pre-póstumos, que sólo se justificarían si se los rescata post-mortem. Ahora que los diarios se escriben para publicarlos anualmente y las mezclas de géneros parecen dar la medida del talento contemporáneo más que de la época, digamos lo obvio, que las selvas y los florilegios pueden ser tan sublimes como la mayor de las grandes novelas, que toda novela es también un fragmento grande, y que un solo poema puede iluminar el sentido de una vida. La disparidad de calidades o tamaños en la miscelánea no la invalida más que la variedad de pasajes y tonos invalida a una novela, y el criterio de demarcación estética ha de ser común a todos los géneros, incluido el de las mezclas. La silva de Tokarczuk no es una novela ni falta que le hace, es uno de los libros más estimulantes de nuestro siglo.

miércoles, 8 de enero de 2020

MUJERCITAS (Louisa May Alcott, 1868)


  José Miguel García de Fórmica

Mujercitas es un clásico del entretenimiento «burgués» cuya lectura atenta no hace sino dejar bien claro que se sustenta en una contradicción: por un lado, es una historia llena de buenos sentimientos que parece sancionar con gusto el tranquilizador sistema social organizado en torno a la familia y la mujer como ángel del hogar; por otro, está escrita por una mujer que no dudó en dibujar el universo femenino como un espacio donde cabe de todo, incluido el cuestionamiento de ese modelo, de la mano de su personaje protagonista, Jo, esa muchacha que lamenta no haber nacido un hombre y que se propone no casarse nunca y mantener siempre su libertad). No en vano la autora, Louisa May Alcott (1832-1888) se había criado en un hogar de ideas avanzadas, frecuentado por los escritores de la llamada «escuela trascendentalista», como Emerson o Thoreau, y fue firme defensora tanto del abolicionismo como del sufragismo. Escritora desde muy corta edad, el gran éxito de su vida, Mujercitas, lo publicó en 1868. Al año siguiente dio a la imprenta su continuación, Good Wives, rebautizada en Europa como Aquellas mujercitas, si bien, en la actualidad, suelen editarse de modo conjunto bajo el primer título.
Sin duda, lo primero que hay que reconocerle a la novela es la fortuna con que Alcott plasma el objetivo que perseguía: transmitir que el universo hogareño de los March (lo que es lo mismo que decir el suyo propio, que utilizó como modelo) es un auténtico paraíso. La empatía que despierta con el lector es evidente, pues invita a creer que uno gozó de lo mismo en su propia infancia. De ahí lo interesante que resulte el personaje de Jo, la hermana que esconde a la misma Louisa May: aunque su carácter odia el convencionalismo de la buena sociedad y anhela convertirse en alguien independiente y de vida distinta a los demás, lo cierto es que, a lo largo de toda la historia, es quien más se esfuerza para que nada cambie. Es el guardián de las esencias de ese paraíso en la tierra, y para ello pretende un imposible: que ninguna de las hermanas crezca. Mucho antes de que J. M. Barrie escribiera el más triste cuento jamás escrito, Peter Pan, Jo March ya consiguió transmitirnos la idea de que el crecimiento es la más terrible condena a que puede ser sometido el ser humano.
Bajo este punto de vista, el personaje de Beth —que de otro modo no parecería sino una concesión al sentimentalismo— resulta el más estremecedor. Porque Beth, en efecto, es la hermana que no crece. Es la única que, significativamente, nunca hace planes para el futuro, la única que carece de una evolución personal, que de hecho en la segunda novela (que narra el acceso de las hermanas a la madurez) sigue siendo la misma Beth de la primera parte, pero diríase que convertida en una suerte de espectro o fantasma que al final acaba desvaneciéndose literalmente. Y es que, por supuesto, la forma mediante la cual triunfa en su propósito de no crecer es la única que, hasta el momento, se conoce para luchar contra esa «imperfección» humana: la muerte.
Mujercitas es también el relato edulcorado y bienpensante que tanto se le reprocha. Sin embargo, no lo es tanto por causa de las cuatro hermanas, por supuesto todas ellas estupendas pero no cargantemente perfectas, a cada una de las cuales la escritora consigue diferenciar de modo excelente (si bien me permito preferir a la deliciosa Amy, que es la que acaba convirtiéndose en la mujer más real de las cuatro: la que ejecuta mejor el tránsito desde la inconsecuente vanidad infantil a la lucidez de la edad adulta). El rol moralizante corre más bien por cuenta de la pluscuamperfecta señora March, Marmee, que resulta un pepito grillo de lo más molesto, y no tanto porque se empeñe en dar consejos a diestra y siniestra, sino porque la autora traiciona su saludable propósito de dejar que sus hijas cometan sus propios errores (total, nunca son tan graves) al contarnos hasta la última motivación de la buena señora: sermoneando, pues.
Ahora bien, el mejor personaje de la novela, para mí, en este relato femenino, es paradójicamente un muchacho: Laurie, el joven vecino de las March, con el cual la novelista consiguió un estupendo retrato de la alegre inconsciencia de la juventud. Que mis dos personajes favoritos, Laurie y Amy, acaben enamorándose, siempre me pareció un premio a mi «osadía» por leer, y varias veces, un libro que en teoría era «para niñas».
La primera parte de la novela, Mujercitas propiamente dicha, se desarrolla a lo largo de un año justo, de una navidad a la siguiente —de ahí que suponga uno de los cuentos navideños por excelencia de la llamada literatura juvenil—, con el hogar de los March sorprendido por la ausencia del padre, que está en la guerra, y contiene los episodios más famosos que asociamos a la historia. La segunda parte comienza tres años después y se extiende a lo largo de un tiempo mayor para contar el paso a la edad adulta de todas las hermanas (salvo Beth, claro). La primera parte es más equilibrada y posee un mayor encanto; la segunda contiene tal vez los mejores momentos pero es mucho más irregular. La alegría del primer libro cede a una honda melancolía en buena parte de las páginas del segundo, sobre todo desde el punto de vista de Jo, que acaba llenándose de la sensación de vivir un enorme fracaso. Por ello, supone una decepción que la solución a su pesar existencial sea encontrar ella también al esposo que la hará felizmente convencional. O tal vez nos equivoquemos y, con lucidez, Louisa May Alcott, aun disimulándolo para sus bienpensantes lectores, decidiera que ese es el final triste que la historia merecía. Por si acaso, ella nunca se casó.