Benito Arias
Recordaremos muchas veces que hemos leído Los errantes de Olga Tokarczuk, y siempre agradeceremos la posibilidad de releerlo. Quién iba a decir que el Nobel volviera de su crisis renovado y cumpliendo por fin con su principal obligación: descubrirnos talentos consolidados pero poco difundidos, como es el caso de la polaca, así como reconocer talentos indiscutibles, al margen de su corrección política, como en el caso de Peter Handke. Teniendo en cuenta que venía de premiar a Bob Dylan y no a Don DeLillo, a Ishiguro y no a McEwan, bienvenido sea el cambio de rumbo.
El nombre de Olga Tokarczuk, al que cuesta acostumbrarse, no es la segundona de estos premios, sino la ganadora del Nobel correspondiente a 2018, y hay que tratarla como lo que es: una escritora singular y de sorprendente calidad. ¿Pero qué tenemos para sustentar esta opinión? Por fortuna, su obra más reconocida, que se encontraba en proceso de edición en España cuando le fue concedido el Premio. Se halla ya editada, y también disponemos de un par de novelas (una de ellas agotada); pero acerca de Sobre los huesos de los muertos, por ejemplo, no me puedo pronunciar aún, ya que estoy viciado por la mediocre película que adapta su trama al cine (El rastro, 2017, dirigida por Agnieszka Holland) y en realidad acabo de empezar a leerla; pero en todo caso el libro que pasa por ser su obra principal hasta el momento, Los errantes, premio Man Booker Internacional, es un muestrario extraordinario de las muchas capacidades de Tokarczuk para construir un libro que llama al ditirambo: original, reflexivo, poético, postmoderno, interesante, arriesgado... Y así podríamos seguir con adjetivos referidos al estilo, a la estética o la técnica y en todos ellos habría que ser laudatorio, porque Tokarczuk puede estar orgullosa de ser una irónica hija de su tiempo, que al parecer demanda libros para los aeropuertos y los viajes en autobús, para las esperas hospitalarias o los momentos previos a quedarse frito en la cama. Lo curioso es que estos libros de fragmentos, misceláneas y anotaciones son los que nos acompañan con más empecinamiento, y aunque parecen destinados a solucionar una emergencia lectora terminan rellenando un espacio mucho más minucioso y dilatado.
Los errantes es una miscelánea, una colección de "entradas" que agrupa relatos, ensayos, pasajes autobiográficos, páginas de diario, reflexiones periodísticas, mapas y otros materiales en torno a los viajes o, mejor dicho, a la errancia. "Ser errante" es una categoría algo más compleja que "ser viajero", ya que califica una forma de ser en el mundo, más que de estar en él (vamos a aprovecharnos de que tenemos esta distinción entre "ser" y "estar" en castellano). Podríamos decir que quien ocasionalmente cambia de sitio es el viajero; pero quien ocasionalmente se establece en alguno es el errante. La narradora de Los errantes entraría en esta segunda categoría, la del que se despierta y no sabe ni dónde está, pero le da igual. Hay otro tema que vertebra la colección: el cuerpo humano. Los gabinetes de curiosidades y los museos naturales que pueden visitarse en tantas ciudades, con sus frascos de órganos, sus rarezas y malformaciones, atraen a nuestra filósofa y la llevan a imaginar fantasías sobre maestros conservadores y lecciones de anatomía. Las cartas de Joséphine Soliman a Francisco I, emperador de Austria, solicitando que le devuelva el cuerpo embalsamado de su padre, Angelo Soliman, no dejarán indiferente a nadie y recuerdan el patético lamento de Lichtenberg ante el cadáver de un niño negro preservado en formol.
Hay relatos desmembrados que una vez unidos dan para nouvelles o relatos largos, otros son más pequeños, pero no menos artísticos, ramificaciones a veces de alguno anterior, y como en la Gestalt perceptiva los elementos adoptan un nuevo sentido por contacto y reestructuración. La autora está en medio, visible como ojo errante que sólo repara en lo que le interesa, anotadora y oyente, también se nos confiesa al principio: critica su especialidad (la Psicología) y advierte que le atrae la malformación y lo roto. Su libro no está roto, es un ensamblaje donde cada pieza vale por sí misma y el conjunto es de una riqueza inaudita. Hay una enorme generosidad en este libro, que igual podría haber tenido doscientas páginas y no casi cuatrocientas. Al final se nos recompensa con un final para la historia flotante de Kunicki y su esposa e hijo desaparecidos, y como regalo extraordinario el cuento dedicado a un dios menor, Kairós, encarnado en un frágil erudito y su atenta compañera. En la despedida, Olga mira a todos los anotadores, los enfermos de grafomanía y anima a seguir llenando libretas entre avión y avión. Como ella misma hace, mirando a hurtadillas al próximo motivo para un relato que insertará entre un mapa, una nota rescatada de periódico y una lista de curiosidades o extravagancias.
Borges, que tanto los cultivó, desaprobaba los libros de brevedades, esos libros de restos, pre-póstumos, que sólo se justificarían si se los rescata post-mortem. Ahora que los diarios se escriben para publicarlos anualmente y las mezclas de géneros parecen dar la medida del talento contemporáneo más que de la época, digamos lo obvio, que las selvas y los florilegios pueden ser tan sublimes como la mayor de las grandes novelas, que toda novela es también un fragmento grande, y que un solo poema puede iluminar el sentido de una vida. La disparidad de calidades o tamaños en la miscelánea no la invalida más que la variedad de pasajes y tonos invalida a una novela, y el criterio de demarcación estética ha de ser común a todos los géneros, incluido el de las mezclas. La silva de Tokarczuk no es una novela ni falta que le hace, es uno de los libros más estimulantes de nuestro siglo.
Hay relatos desmembrados que una vez unidos dan para nouvelles o relatos largos, otros son más pequeños, pero no menos artísticos, ramificaciones a veces de alguno anterior, y como en la Gestalt perceptiva los elementos adoptan un nuevo sentido por contacto y reestructuración. La autora está en medio, visible como ojo errante que sólo repara en lo que le interesa, anotadora y oyente, también se nos confiesa al principio: critica su especialidad (la Psicología) y advierte que le atrae la malformación y lo roto. Su libro no está roto, es un ensamblaje donde cada pieza vale por sí misma y el conjunto es de una riqueza inaudita. Hay una enorme generosidad en este libro, que igual podría haber tenido doscientas páginas y no casi cuatrocientas. Al final se nos recompensa con un final para la historia flotante de Kunicki y su esposa e hijo desaparecidos, y como regalo extraordinario el cuento dedicado a un dios menor, Kairós, encarnado en un frágil erudito y su atenta compañera. En la despedida, Olga mira a todos los anotadores, los enfermos de grafomanía y anima a seguir llenando libretas entre avión y avión. Como ella misma hace, mirando a hurtadillas al próximo motivo para un relato que insertará entre un mapa, una nota rescatada de periódico y una lista de curiosidades o extravagancias.
Borges, que tanto los cultivó, desaprobaba los libros de brevedades, esos libros de restos, pre-póstumos, que sólo se justificarían si se los rescata post-mortem. Ahora que los diarios se escriben para publicarlos anualmente y las mezclas de géneros parecen dar la medida del talento contemporáneo más que de la época, digamos lo obvio, que las selvas y los florilegios pueden ser tan sublimes como la mayor de las grandes novelas, que toda novela es también un fragmento grande, y que un solo poema puede iluminar el sentido de una vida. La disparidad de calidades o tamaños en la miscelánea no la invalida más que la variedad de pasajes y tonos invalida a una novela, y el criterio de demarcación estética ha de ser común a todos los géneros, incluido el de las mezclas. La silva de Tokarczuk no es una novela ni falta que le hace, es uno de los libros más estimulantes de nuestro siglo.
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