José Miguel García de Fórmica
Mujercitas es un clásico del entretenimiento «burgués» cuya lectura
atenta no hace sino dejar bien claro que se sustenta en una contradicción: por
un lado, es una historia llena de buenos sentimientos que parece sancionar con
gusto el tranquilizador sistema social organizado en torno a la familia y la mujer
como ángel del hogar; por otro, está escrita por una mujer que no dudó en
dibujar el universo femenino como un espacio donde cabe de todo, incluido el cuestionamiento
de ese modelo, de la mano de su personaje protagonista, Jo, esa muchacha que
lamenta no haber nacido un hombre y que se propone no casarse nunca y mantener
siempre su libertad). No en vano la autora, Louisa May Alcott (1832-1888) se
había criado en un hogar de ideas avanzadas, frecuentado por los escritores de
la llamada «escuela trascendentalista», como Emerson o Thoreau, y fue firme
defensora tanto del abolicionismo como del sufragismo. Escritora desde muy
corta edad, el gran éxito de su vida, Mujercitas, lo publicó en 1868. Al
año siguiente dio a la imprenta su continuación, Good Wives, rebautizada en Europa como Aquellas mujercitas, si bien, en la actualidad, suelen editarse de
modo conjunto bajo el primer título.
Sin duda, lo primero que hay que
reconocerle a la novela es la fortuna con que Alcott plasma el objetivo que
perseguía: transmitir que el universo hogareño de los March (lo que es lo mismo
que decir el suyo propio, que utilizó como modelo) es un auténtico paraíso. La
empatía que despierta con el lector es evidente, pues invita a creer que uno
gozó de lo mismo en su propia infancia. De ahí lo interesante que resulte el
personaje de Jo, la hermana que esconde a la misma Louisa May: aunque su
carácter odia el convencionalismo de la buena sociedad y anhela convertirse en
alguien independiente y de vida distinta a los demás, lo cierto es que, a lo
largo de toda la historia, es quien más se esfuerza para que nada cambie. Es el guardián de las
esencias de ese paraíso en la tierra, y para ello pretende un imposible: que
ninguna de las hermanas crezca. Mucho antes de que J. M. Barrie escribiera el
más triste cuento jamás escrito, Peter
Pan, Jo March ya consiguió transmitirnos la idea de que el crecimiento es
la más terrible condena a que puede ser sometido el ser humano.
Bajo este punto de vista, el
personaje de Beth —que de otro modo no parecería sino una concesión al
sentimentalismo— resulta el más estremecedor. Porque Beth, en efecto, es la
hermana que no crece. Es la única que, significativamente, nunca hace planes
para el futuro, la única que carece de una evolución personal, que de hecho en
la segunda novela (que narra el acceso de las hermanas a la madurez) sigue
siendo la misma Beth de la primera parte, pero diríase que convertida en una
suerte de espectro o fantasma que al final acaba desvaneciéndose literalmente.
Y es que, por supuesto, la forma mediante la cual triunfa en su propósito de no
crecer es la única que, hasta el momento, se conoce para luchar contra esa
«imperfección» humana: la muerte.
Mujercitas es también el relato edulcorado y bienpensante que tanto
se le reprocha. Sin embargo, no lo es tanto por causa de las cuatro hermanas,
por supuesto todas ellas estupendas pero no cargantemente perfectas, a cada una
de las cuales la escritora consigue diferenciar de modo excelente (si bien me
permito preferir a la deliciosa Amy, que es la que acaba convirtiéndose en la
mujer más real de las cuatro: la que
ejecuta mejor el tránsito desde la inconsecuente vanidad infantil a la lucidez de
la edad adulta). El rol moralizante corre más bien por cuenta de la
pluscuamperfecta señora March, Marmee, que resulta un pepito grillo de lo más molesto, y no tanto porque se empeñe en dar
consejos a diestra y siniestra, sino porque la autora traiciona su saludable propósito
de dejar que sus hijas cometan sus propios errores (total, nunca son tan graves)
al contarnos hasta la última motivación de la buena señora: sermoneando, pues.
Ahora bien, el mejor personaje de
la novela, para mí, en este relato femenino, es paradójicamente un muchacho:
Laurie, el joven vecino de las March, con el cual la novelista consiguió un estupendo
retrato de la alegre inconsciencia de la juventud. Que mis dos personajes
favoritos, Laurie y Amy, acaben enamorándose, siempre me pareció un premio a mi
«osadía» por leer, y varias veces, un libro que en teoría era «para niñas».
La primera parte de la novela, Mujercitas propiamente dicha, se
desarrolla a lo largo de un año justo, de una navidad a la siguiente —de ahí
que suponga uno de los cuentos navideños por excelencia de la llamada
literatura juvenil—, con el hogar de los March sorprendido por la ausencia del
padre, que está en la guerra, y contiene los episodios más famosos que
asociamos a la historia. La segunda parte comienza tres años después y se
extiende a lo largo de un tiempo mayor para contar el paso a la edad adulta de
todas las hermanas (salvo Beth, claro). La primera parte es más equilibrada y
posee un mayor encanto; la segunda contiene tal vez los mejores momentos pero
es mucho más irregular. La alegría del primer libro cede a una honda melancolía
en buena parte de las páginas del segundo, sobre todo desde el punto de vista
de Jo, que acaba llenándose de la sensación de vivir un enorme fracaso. Por
ello, supone una decepción que la solución a su pesar existencial sea encontrar
ella también al esposo que la hará felizmente
convencional. O tal vez nos equivoquemos y, con lucidez, Louisa May Alcott,
aun disimulándolo para sus bienpensantes lectores, decidiera que ese es el
final triste que la historia merecía. Por si acaso, ella nunca se casó.
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