Benito Arias
Con ese título, es imposible no interesarse por la novela. Aunque es un tanto enigmático, ya se sabe que Ludwig Wittgenstein (el filósofo del siglo XX) era homosexual y mistress no es el término apropiado para designar a una mujer supuestamente enamorada del filósofo. Sin embargo, la obra se titula Wittgenstein's Mistress, se publicó en 1988 y su autor, David Markson (1927-2010), sabía muy bien lo que hacía al elegir el título. Mistress es una amante dominadora, que violenta con sus acciones o con sus palabras al otro. También es una maestra. Kate, la voz de la novela, ejerce violencia sobre las obras de Wittgenstein, en concreto sobre el Tractatus, para enseñarnos un mensaje postmodernista y también muy claro, que todo es diverso, meramente aproximado y muy confuso. Si algo puede resumir la impresión general de esta novela es que Samuel Beckett ha decidido contarnos el Tractatus a su manera. En frases cortas y en párrafos breves de una sola o de pocas frases asistimos al monólogo escrito en máquina de escribir por una mujer de unos 50 años, tal vez 47 (no lo sabe), que dice estar sola (literalmente, no hay nadie más) en el mundo, que viaja constantemente aunque en esos momentos se encuentra en una casa escribiendo sus ocurrencias, una especie de memorias y un recuento de sus recuerdos y conocimientos. En este proceso, marcado por el duelo y la pérdida de sus seres queridos, al borde mismo de la locura, si no inmersa en ella, surgen preguntas filosóficas, siendo la más importante qué relación hay entre el lenguaje y el mundo, el lenguaje con el que recordamos o con el que expresamos lo que percibimos y con el que nos explicamos las cosas, el mundo del que somos parte indisoluble, que sentimos y del que hablamos.
No extrañará que la novela fuera rechazada 54 veces antes de ser publicada. Ahora sin embargo es un clásico de la literatura experimental de fines del XX, incluso se tradujo al castellano y conoció dos ediciones en la editorial Destino (1989 y 1995), antes de pasar al limbo de los libros agotados e inencontrables. El responsable de su fama, no en España evidentemente, sino en su país de origen, es David Forster Wallace, quien le dedicó un largo ensayo titulado "La plenitud vacía", original de 1990 y editado en castellano en el volumen En cuerpo y en lo otro. Como Wallace, Markson se sitúa entre la filosofía y la literatura, es decir, en eso que los filósofos llaman "escritura", muy contenida en el caso de Markson, desbordante en el caso de Wallace. Ambos representan una muy digna continuación del postmodernismo norteamericano que tiene en William Gaddis un antecedente respetado por los dos. Sin embargo, el tratamiento de esos intereses comunes no puede ser más opuesto. Si DFW tiende a la verborrea, Markson aspira a la concisión de la cita. Sus novelas posteriores a la del giro inaugurado con esta obra, son de hecho amontamientos de párrafos en los que el argumento se reduce casi a la nada. De todas ellas, me permito recomendar Esto no es una novela (2001), con un título que remite al cuadro de Magritte y a Foucault, y que en su más claro hilo argumental reúne anécdotas tenuemente entrelazadas acerca de la muerte, especialmente la muerte de todo tipo de personajes históricos. Tal vez sea un guiño a la muerte de la novela.
En La amante de Wittgenstein asistimos perplejos a una obra que lo mismo podría tener cien páginas más que menos. Tal y como el minimalismo nos da a escuchar composiciones repetitivas que se acaban, sospechamos, porque en algún momento han de acabar, también esta novela propone un discurso atomizado y confuso, repleto de rectificaciones y datos falsos o erróneos, de contradicciones y ambivalencias que podrían extenderse o acortarse sin menoscabo de su valor estético. Ese valor, en mi opinión, es muy grande. En pocas ocasiones asistimos al nacimiento de algo verdaderamente original en literatura, y la obra de David Markson es el equivalente literario de la música culta de fines del siglo XX, cuyo traslado a la literatura ha tenido que esperar a que hayamos digerido el serialismo, la música electrónica y atonal, los ruidos y las estridencias hasta llegar a la calma del bucle lógico-minimalista.
En el plano filosófico, la duda, la pregunta constante, las comparaciones entre pintura y escritura. el imperio de los signos sin significado para el que desconoce las reglas de composición, sobrevuelan el desarrollo de una conciencia obligadamente solipsista, que no tiene en el apoyo de los otros una puerta para salir de su cárcel. El lenguaje no es copia del mundo, sino el mundo que hay, y se identifica con la conciencia. Tal y como Berkeley dejó claro que "ser es ser percibido", aquí hemos llegado a la convicción de que el lenguaje no copia el mundo sino que hace el mundo. Si lo que no se puede decir no es, o es silencio, tendrá que ser de algún modo todo lo que se puede decir. Tantos siglos para volver a Parménides (Ser es Pensar), pero no a su contraposición de lo Verdadero/pensable frente a lo Falso/impensable, sino al otro posible corolario de ese punto de partida, es decir, la diversificación y el despliegue de la conciencia lingüística (la única que hay) en las voces de lo múltiple, la lógica borrosa y las infinitas posibilidades. En resumen, Wittgenstein II contra Wittgenstein I, valga la osadía... Recuérdese que la ruptura del paradigma que pone al lenguaje como copia, espejo o pintura de la naturaleza fue consumada por el llamado segundo Wittgenstein contra su propio Tractatus, de lo cual se nutre Markson en su digamos novela, que a su modo se sirve paradójicamente del Tractatus como escalera simbólica antes de dejarse caer en el deslumbrante mundo de las posibilidades del lenguaje/realidad. Como experimento, la propuesta de Markson es fascinante. La amante de Wittgenstein nos deja ver de un modo fantástico que no hay puntos de partida privilegiados, ni axiomas metafísicos, ni divisiones claras. Los párrafos remiten unos a otros, y las divisiones o vacíos son también partes del todo, los olvidos sostienen los recuerdos y los errores son el camino a la verdad.
Dicho esto, no hay que tener miedo a su lectura, ni siquiera es preciso terminarla, ya que 50 o 100 páginas dan perfectamente la medida del conjunto. El fragmento en este caso podría ser incluso superior a la totalidad, son las paradojas del postmodernismo extremo.
Dicho esto, no hay que tener miedo a su lectura, ni siquiera es preciso terminarla, ya que 50 o 100 páginas dan perfectamente la medida del conjunto. El fragmento en este caso podría ser incluso superior a la totalidad, son las paradojas del postmodernismo extremo.
Qué buena entrada, incluso he tomado notas. Plas plas. Fdo: ferviente admiradora de Esto no es una novela.
ResponderEliminar