jueves, 30 de noviembre de 2017

EL DUEÑO DEL SECRETO (Antonio Muñoz Molina, 1994)


Benito Arias

   De la abundante producción de Muñoz Molina, me pido las novelas cortas. Sus novelas normales me resultan largas, y a menudo he tenido que dejarlas (El invierno en Lisboa, Plenilunio o El jinete polaco, por ejemplo), con alguna excepción: me gustó mucho Beatus Ille, aunque no sé si la releeré algún día. En la media distancia, Muñoz Molina suele acertar para mi gusto: Nada del otro mundo, En ausencia de Blanca y, sobre todo, Carlota Fainberg. Llevado por esta impresión, me dispongo a leer El dueño del secreto por vez primera y en su edición de 1994. Ha sido una pérdida de tiempo, porque es una novela sin sustancia.
   La clave de El dueño del secreto es un juego con la memoria, inconsistentemente mantenido por el narrador del relato, que veinte años después retoma los sucesos de 1974 en que, siendo estudiante en Madrid, se le hace partícipe de una supuesta conspiración cívico-militar para derrocar a Franco, y él no sólo se la cree en esos momentos, sino que se creerá culpable de que fracase, y así hasta el presente, veinte años después. Como si la historia se tragara estas cosas.
   La inconsistencia o poca verosimilitud de la historia es un lastre importante. Se compensa un poco con la prosa ágil del autor, el monólogo directo, sin paréntesis ni circunloquios, de tintes claramente autobiográficos que sirve de apoyo a la ficción. En el estilo reside lo mejor. Por desgracia, la base de la ficción, la vida cotidiana del estudiante de periodismo en el Madrid de 1974, en línea con las penurias que suele contar Muñoz Molina de su infancia y juventud, resulta un tanto exagerada, y esas hambres caninas del estudiante, a pesar de manejar dinero para hartarse y de recibir paquetes de casa, así como la caracterización de miedica y pobre hombre con que el narrador se califica desde el principio al fin, terminan por llevar al naufragio este relato sobre las penurias de un joven provinciano en la capital de España. El final tampoco es muy estimulante, con ese triste casamiento y esa triste vida en el recóndito pueblo de origen. Sin embargo, el narrador maduro se acuerda todavía de una beldad apenas entrevista, de un cuerpo que se abrió apenas un segundo a su contemplación y aún le obsesiona como si estuviera a su lado. Veinte años después. No es imposible, pero sí ridículo, precisamente porque el simbolismo es demasiado evidente.
   El autor juega a la ambigüedad del punto de vista, nos hace comprender con pocas señales que el narrador no es de fiar y sí bastante mediocre; pero el retrato de esta mediocridad ha arrastrado a la propia novela, que sólo se salva un tanto por la buena prosa del autor.

domingo, 26 de noviembre de 2017

BAHÍA BLANCA (Martín Kohan, 2012)

Por B. Arias

   De los tres temas que Augusto Monterroso reconoce en la literatura (la muerte, el amor y las moscas), esta novela de Martín Kohan toca dos de ellos. Las moscas no se nombran, que yo recuerde, pero durante el primer tercio del relato, en forma de diario, asistimos a un preparatorio de los otros dos: la muerte primero, el amor después. Es deseable no saber más del argumento, pero si a pesar de todo uno es curioso, como yo mismo lo fui husmeando en otros blogs, se descubrirá en seguida que a pesar de la cotidianidad inicial se trata de una novela de amor obsesivo, de abandono, de venganza y de frustraciones.
   El protagonista no tiene ni nombre al principio, es un tipo abúlico que llega por un mes a la ciudad más olvidada de la Argentina con una excusa bastante peregrina: estudiar la obra de un ciudadano ilustre (pero preterido en la propia ciudad) como fue Ezequiel Martínez Estrada. La gran virtud de este escritor argentino según nuestro protagonista es que salta de un tema a otro como una rana sin memoria, y que igual escribe un libro sobre Paganini que otro sobre Guillermo Hudson, la pampa o  Nietzsche. Esa capacidad de saltar de un tema a otro como una mosca (aquí el tercer tema, ahora me doy cuenta) es lo que maravilla a nuestro profesor, tal vez porque envidia un carácter tan contrario al suyo, que es del tipo obsesivo. Ahora bien, una vez en Bahía Blanca, apenas si se interesa por la casa museo, ni siquiera llega a visitarla, se queda en la casa cedida por la Universidad, va a un locutorio telefónico para examinar a distancia su correo, flirtea con la chica más bien oscura del locutorio, aguanta a un vecino sumamente pesado... Poco más. Bueno, sí, como en sueños visita el pueblo de la chica del locutorio, entra en un bar de alterne, y allí es atendido por una mujer que es o no es la misma chica... Cuando quiere repetir la experiencia ve en la puerta a un amigo. Ahí empieza la crisis. No sabemos por qué, pero vuelve a toda prisa a Bahía Blanca, se encierra, decide no salir nunca más. Pero llega una becaria que debe ocupar la casa, así que está obligado a marcharse, y entonces se encuentra con el amigo, cómo no. Charlan. Él profesor le confiesa algo terrible, así por nada, porque están hablando... Y empieza propiamente la novela.
   Me gustan las novelas-diario, me gustan los diarios y también los relatos en primera persona, tal vez porque son variaciones de lo mismo. La novela-diario otorga una gran libertad al escritor, aunque al lector le parecerá algo deslavazada, por eso Kohan, a partir de la vuelta a Buenos Aires de su personaje, introduce pasajes más largos y las fechas pierden importancia. La acción se precipita, conoceremos a la mujer que lo tiene obsesionado y llegará un final digno de una road-movie
   Martín Kohan ha debido leer a Walter Benjamin, porque Mario, su personaje, es un flâneur, un paseante que busca liberarse de la idea que lo ronda sin descanso, una idea de carne y hueso. El lector lo acompañará con placer a través de sus vagabundeos y sus reflexiones y anécdotas (el tango, el boxeo, la cartera perdida...) hasta el inevitable fracaso.

viernes, 17 de noviembre de 2017

LA SEÑORA BOVARY (Gustave Flaubert, 1856-1857)


Benito Arias

   Vamos con Flaubert y su mejor libro. No lo había releído desde mi primera vez, allá por el 85. Va a ser verdad que hay lecturas según edades, como defendía Hume, y escritores también. Flaubert es para mayores; resulta demasiado frío para los jóvenes.
   Quiero aclarar que no me he enamorado de Emma, a diferencia de Vargas Llosa, del que también he repasado estos días su precioso ensayo "Una pasión no correspondida"; pero entiendo que despierte ensoñaciones calenturientas, es como esas mujeres que lo tienen todo y sin embargo no nos cuajan, con la diferencia de que Emma no lo tiene todo: es caprichosa, cursi, atolondrada y por supuesto manirrota; aunque también simpática y ardiente. Si es tan apasionada en el amor físico es porque vive para el amor, no separa el alma y el cuerpo, hace lo que puede para su época, se aprovecha de esa nulidad que tiene por marido y en general manipula a los hombres, menos a Rodolphe, que la deja en el último momento. Su marido Charles y Léon beben los vientos por ella, y el lector lo entiende por pasajes como éste: 

   Se desnudaba con violencia, arrancando la cinta estrecha del corsé, que le silbaba alrededor de las caderas como una culebra que pasara escurriéndose. Iba de puntillas a comprobar otra vez que la puerta estaba cerrada y, después, dejaba con un único ademán que toda la ropa cayera junta; y, pálida, callada, seria, se desplomaba contra el pecho de Léon con un prolongado escalofrío (pág. 323)

   He leído la traducción de María Teresa Gallego Urrutia en Alba. Es muy buena, aunque la edición de Alianza la sigo conservando por la selección de cartas, y porque fue la primera.
  Ya digo que Flaubert no es de mis autores predilectos. Algún día espero terminar su exasperante La educación sentimental, pero lo llevo con calma; los cuentos me dejan indiferente; la correspondencia me resulta monótona y obsesiva, sus otras novelas no llegan al nivel de la que le ha dado fama universal. El libro de Jordi Llovet con fragmentos selectos me gustó mucho, se llama Razones y osadías, y lo editó Edhasa en su colección de aforismos.
   ¿Está justificada la posición de Madame Bovary en la historia?  Por supuesto que sí, es todo un clásico: eso ya lo han dejado claro los críticos profesionales y sus iguales escritores, sobre todo el más autorizado (por adelantado, por extranjero, por altura artística) de entre todos ellos, Henry James. Para mí, es una novela admirable, aunque no me ha absorbido la atención como otras novelas objetivamente peores logran hacer a cada rato. La perfección formal, indiscutible, le resta quizás algo de pulso al relato, y en lugar de una novela sobre nada, parece más bien querer serlo sobre todo: social e íntima, costumbrista y psicológica, moralista y libertina... Eso provoca que uno rechace el aspecto que no le interesa tanto. Un ejemplo es el celebrado capítulo de la feria, que tanto antes como ahora me ha parecido una lata. A cambio, capítulos igualmente célebres como el del paseo en coche por las calles de Ruán me han parecido fantásticos. Mi última queja es el aspecto económico del relato, la detallada jerga legal sobre pagarés y herencias, deudas y temblores, es un apartado necesario, pero fatigoso, seguramente porque en el fuero interno me hallo más cómodo en el bando de los románticos que en el de los realistas. Lo mejor, lo más perdurable de todo, es el retrato de esa mujer que, mientras leía, se me antojaba tener al lado, inmersa en sus folletines y presa de la agitación, como si fuera a encontrarse al caer de la noche con su amante.