Por B. Arias
De los tres temas que Augusto Monterroso reconoce en la literatura (la muerte, el amor y las moscas), esta novela de Martín Kohan toca dos de ellos. Las moscas no se nombran, que yo recuerde, pero durante el primer tercio del relato, en forma de diario, asistimos a un preparatorio de los otros dos: la muerte primero, el amor después. Es deseable no saber más del argumento, pero si a pesar de todo uno es curioso, como yo mismo lo fui husmeando en otros blogs, se descubrirá en seguida que a pesar de la cotidianidad inicial se trata de una novela de amor obsesivo, de abandono, de venganza y de frustraciones.
El protagonista no tiene ni nombre al principio, es un tipo abúlico que llega por un mes a la ciudad más olvidada de la Argentina con una excusa bastante peregrina: estudiar la obra de un ciudadano ilustre (pero preterido en la propia ciudad) como fue Ezequiel Martínez Estrada. La gran virtud de este escritor argentino según nuestro protagonista es que salta de un tema a otro como una rana sin memoria, y que igual escribe un libro sobre Paganini que otro sobre Guillermo Hudson, la pampa o Nietzsche. Esa capacidad de saltar de un tema a otro como una mosca (aquí el tercer tema, ahora me doy cuenta) es lo que maravilla a nuestro profesor, tal vez porque envidia un carácter tan contrario al suyo, que es del tipo obsesivo. Ahora bien, una vez en Bahía Blanca, apenas si se interesa por la casa museo, ni siquiera llega a visitarla, se queda en la casa cedida por la Universidad, va a un locutorio telefónico para examinar a distancia su correo, flirtea con la chica más bien oscura del locutorio, aguanta a un vecino sumamente pesado... Poco más. Bueno, sí, como en sueños visita el pueblo de la chica del locutorio, entra en un bar de alterne, y allí es atendido por una mujer que es o no es la misma chica... Cuando quiere repetir la experiencia ve en la puerta a un amigo. Ahí empieza la crisis. No sabemos por qué, pero vuelve a toda prisa a Bahía Blanca, se encierra, decide no salir nunca más. Pero llega una becaria que debe ocupar la casa, así que está obligado a marcharse, y entonces se encuentra con el amigo, cómo no. Charlan. Él profesor le confiesa algo terrible, así por nada, porque están hablando... Y empieza propiamente la novela.
Me gustan las novelas-diario, me gustan los diarios y también los relatos en primera persona, tal vez porque son variaciones de lo mismo. La novela-diario otorga una gran libertad al escritor, aunque al lector le parecerá algo deslavazada, por eso Kohan, a partir de la vuelta a Buenos Aires de su personaje, introduce pasajes más largos y las fechas pierden importancia. La acción se precipita, conoceremos a la mujer que lo tiene obsesionado y llegará un final digno de una road-movie.
Martín Kohan ha debido leer a Walter Benjamin, porque Mario, su personaje, es un flâneur, un paseante que busca liberarse de la idea que lo ronda sin descanso, una idea de carne y hueso. El lector lo acompañará con placer a través de sus vagabundeos y sus reflexiones y anécdotas (el tango, el boxeo, la cartera perdida...) hasta el inevitable fracaso.
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