Benito Arias
De la abundante producción de Muñoz Molina, me pido las novelas cortas. Sus novelas normales me resultan largas, y a menudo he tenido que dejarlas (El invierno en Lisboa, Plenilunio o El jinete polaco, por ejemplo), con alguna excepción: me gustó mucho Beatus Ille, aunque no sé si la releeré algún día. En la media distancia, Muñoz Molina suele acertar para mi gusto: Nada del otro mundo, En ausencia de Blanca y, sobre todo, Carlota Fainberg. Llevado por esta impresión, me dispongo a leer El dueño del secreto por vez primera y en su edición de 1994. Ha sido una pérdida de tiempo, porque es una novela sin sustancia.
La clave de El dueño del secreto es un juego con la memoria, inconsistentemente mantenido por el narrador del relato, que veinte años después retoma los sucesos de 1974 en que, siendo estudiante en Madrid, se le hace partícipe de una supuesta conspiración cívico-militar para derrocar a Franco, y él no sólo se la cree en esos momentos, sino que se creerá culpable de que fracase, y así hasta el presente, veinte años después. Como si la historia se tragara estas cosas.
La inconsistencia o poca verosimilitud de la historia es un lastre importante. Se compensa un poco con la prosa ágil del autor, el monólogo directo, sin paréntesis ni circunloquios, de tintes claramente autobiográficos que sirve de apoyo a la ficción. En el estilo reside lo mejor. Por desgracia, la base de la ficción, la vida cotidiana del estudiante de periodismo en el Madrid de 1974, en línea con las penurias que suele contar Muñoz Molina de su infancia y juventud, resulta un tanto exagerada, y esas hambres caninas del estudiante, a pesar de manejar dinero para hartarse y de recibir paquetes de casa, así como la caracterización de miedica y pobre hombre con que el narrador se califica desde el principio al fin, terminan por llevar al naufragio este relato sobre las penurias de un joven provinciano en la capital de España. El final tampoco es muy estimulante, con ese triste casamiento y esa triste vida en el recóndito pueblo de origen. Sin embargo, el narrador maduro se acuerda todavía de una beldad apenas entrevista, de un cuerpo que se abrió apenas un segundo a su contemplación y aún le obsesiona como si estuviera a su lado. Veinte años después. No es imposible, pero sí ridículo, precisamente porque el simbolismo es demasiado evidente.
El autor juega a la ambigüedad del punto de vista, nos hace comprender con pocas señales que el narrador no es de fiar y sí bastante mediocre; pero el retrato de esta mediocridad ha arrastrado a la propia novela, que sólo se salva un tanto por la buena prosa del autor.
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