Benito Arias
Desde que compré en una librería de lance, y leí, esta novela breve de Onetti, me vuelve a las manos cada quince años, así que la he degustado por tercera vez, comprobando que su poder permanece intacto. Sin duda, dentro de otros quince me volverá a dejar chispeando, y me preguntaré de nuevo por qué no soy más onettiano. De hecho, no lo soy demasiado. Cada vez, y tras Los adioses, me propongo leer más a Onetti, y nunca paso de unos cuentos, de unas páginas de La vida breve, de El astillero, fatigosamente terminado hace ya tiempo... Vuelvo al pozo de Onetti, entro en sus aguas, y me digo que a lo mejor tengo suerte y alguno de sus múltiples libros se deja leer como éste y no me importa que sea sórdido ni pesimista.
Es imprescindible para mí leer Los adioses en esta fea edición que ilustra la entrada, y que conservo llena de subrayados y fluorescencias. Sobre todo porque los libros se merecen una individualidad para ellos solos, aunque sean breves y pequeños. Ya se sabe (¿ya se sabe?) que en literatura la grandeza nada tiene que ver con la extensión; sin embargo, las ediciones de obras completas y novelas reunidas han de darnos la idea de que Los adioses es una obrita perdida en un río de narrativa más o menos uniforme. Mi experiencia no es ésa, como ya he sugerido antes, con el deseo de estar equivocado en los próximos días. Además, creo que se ha perdido en algunas compilaciones recientes el epílogo (muy importante leerlo después de la novela) del erudito alemán Wolfgang A. Luchting, personaje que parece inventado, aunque se trata de un profesor especializado en literatura hispanoamericana. También hay una importante nota de respuesta del propio Onetti a la interpretación de la novela, que en tono jamesiano tildan ambos de "vuelta de tuerca", Luchting da la suya para abrir boca y Onetti advierte de que queda por dar otra media vuelta. Para quien tenga curiosidad, Vargas Llosa apunta en su libro sobre el maestro uruguayo cuál debe ser el sentido de esa vuelta última; pero por desgracia, su interpretación es incompatible con las "vueltas" anteriores, y queda invalidada (como opción única y definitiva, no como interpretación posible). Para mí estaría incompleta la lectura de Los adioses sin esos añadidos. Se trata al fin y al cabo de desentrañar, a través de un punto de vista que por esencia está limitado, y que para colmo se manifiesta distante, cuál es el sentido de un triángulo amoroso que gira alrededor de un ex-jugador de baloncesto que pasea su desgana y su reserva por los alrededores de un sanatorio para tuberculosos. De recoger el conflicto se encarga el narrador, el dueño de la cantina o "almacén" a la que terminan llegando todos los personajes una y otra vez, siendo él sin duda la voz más interesante de la novela. Vale la pena ir aclarando las distintas capas del escándalo amoroso que se retrata en una obra de 1954, más truculenta de lo que parece a simple vista; pero no por ello deberíamos pretendender que hay una interpretación final. Onetti juega con nuestro deseo de alcanzar el desvelamiento de la ambigüedad; pero la lección de Henry James está aprendida y, al igual que el maestro norteamericano en su novela de fantasmas, el uruguayo ha dejado abiertos todos los parentescos y todas las relaciones en su misterioso trío de la sierra, se ha preocupado de dejarnos envueltos en el conflicto de las interpretaciones, sirviéndose para ello de los esfuerzos del erudito alemán y su modesto ensayo. Claro que también esto es sólo una posibilidad.
Más allá de la técnica jamesiana (no sólo por Otra vuelta de tuerca, sino por una nouvelle que mantiene bastantes puntos de conexión con esta de Onetti, En la jaula), me gustaría destacar el sorprendente estilo del escritor uruguayo. Decía Borges que cuando acababa una página, después de múltiples correcciones, introducía algún error para hacerla más natural; pues bien, para Onetti lo natural es la frase que capta y enuncia las cosas desde el ángulo más extraño (y ambiguo). El estilo de Onetti es peculiarísimo, inconfundible. Me gustaría dejar aquí algunas de las citas que más me sorprenden, para que se vea la fascinación que puede despertar el tono de la novela:
"... fingiendo creer, él, que había transformado la incredulidad en costumbre y en aliada recíproca." (pág. 20).
"... con la insinuación de sonrisa que le ahorraba el saludo" (pág. 36).
"... que había tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios" (pág. 52).
"... la placidez orgánica de estar viva, coincidiendo con la vida" (pág. 59).
"... me sonreía, parpadeando, autorizándome a vivir" (pág. 71).
"... me miraba sin que le importara verme" (pág. 114).
Y mi extracto favorita del libro, tal vez la única idea con algo positivo debajo de tanto pesimismo: "... que la existencia del pasado depende de la cantidad del presente que le demos, y que es posible darle poca, darle ninguna" (pág. 93).
Es una frase que se postula como fruto de la imaginación de la voz principal, a la postre un sosias del propio autor, y curiosamente plantea un remedio universal para el infortunio. Resulta llamativo, porque la falta de consuelo en la tremendista narrativa de Onetti es lo que puede alejarnos a algunos del conjunto de su obra; aunque no de esta novela soberbia.
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