domingo, 17 de diciembre de 2017

NADA DEL OTRO MUNDO (Antonio Muñoz Molina, 1993)


José Miguel García de Fórmica
 
Un oficinista con aspiraciones de literato rememora su vida de estudiante y al compañero de piso y amigo del alma con el que compartía noches de alcohol, tabaco y frustraciones sentimentales, y al que perdió cuando sucedió lo natural: se interpuso una mujer dispuesta a «regenerarlo». Un escritor que comienza a labrarse una reputación acude a un recóndito pueblo granadino a dar una conferencia, y comienza a pensar si no habrá cometido el mayor error de su vida. Dos argumentos que lo normal es que hubieran dado pie a dos relatos muy diferentes, pero que se funden para dar vida a un cuento de Antonio Muñoz Molina titulado Nada del otro mundo (1993), que no figura entre sus obras más conocidas, pero que a mí me parece de lo mejor y más equilibrado que ha escrito nunca.
El mismo escritor señala, en la nota introductoria de la vieja edición de Espasa Calpe en que lo he leído, que primero intentó escribir un cuento fantástico de breve duración, pero que poco a poco fueron colándosele digresiones que decidió seguir por pura curiosidad. Es muy evidente: el relato comienza con aspiraciones cómico-costumbristas y acaba desembocando, de modo inesperado, en un terreno muy diferente (que en realidad es el primero que quiso explorar). Durante muchas páginas, y aunque el autor no duda en incluir desde sus primeras líneas ciertos elementos de inquietud —el relato se inicia con el tremendo susto que al narrador le provoca la aparición inesperada, en plena Gran Vía granadina, de su antiguo amigo Funes y su mujer Juana Rosa—, la historia desborda de un sentido del humor pleno de ironía autocrítica (no cuesta nada reconocer que el personaje central está modelado por el escritor a partir de sí mismo y sus propias experiencias) que tiene mucho de revisionismo generacional, por supuesto también política. Un humor que, en ocasiones, incluso desemboca en la pura carcajada, y donde resulta fundamental la capacidad de reconocimiento del mismo lector para verse proyectado en ese mundo de destartalados apartamentos y de ingenuos estudiantes con ganas de sexo. ¿Qué universitario de los años 80 no tuvo trato íntimo con los muebles de formica, los sillones de skai, las vajillas duralex de color caramelo, los ducados e incluso aquel atroz cóctel llamado Lumumba, que osaba combinar batido de chocolate y brandy…?
Ahora bien, a partir del momento en que, invitado por esa pareja que reaparece inesperadamente en su vida, marcha hacia el apócrifo pueblecito de Pozanco en que, como progres irreductibles, aquellos han encerrado sus sueños misionales, una atmósfera de tensos presagios se va apoderando del relato. Aunque al principio uno tarda en admitir esta torsión del relato, más pronto que tarde hay que reconocer que nos estamos deslizando dentro de n cuento de terror nacido de la progresiva transformación de un escenario corriente y vulgar, incluso muy vulgar, en un espacio siniestro y ominoso. Los detalles son fundamentales: la gasolinera en mitad de la nada (y de la noche oscura) en que es recogido por la odiada Juana Rosa, el barro que ensucia los pasillos del sórdido centro cultural donde ha de dar la conferencia, el agua con grumos y filamentos que sale de los grifos, ese público de ojos inmóviles y acuosos que, sin saberse cómo, acaba multiplicándose en la destartalada sala de lectura… Me pueden llamar exagerado, pero a mí me parece una inesperadísima versión (con sabor a café amargo, eso sí) del clásico de Lovecraft La sombra de Innsmouth (y no pretendo, en absoluto, tomar a broma el cuento: igual que divierte cuando tiene que divertir, asusta cuando tiene que asustar).
¿Qué nos quiere contar Muñoz Molina? Teniendo en cuenta que la historia viene mediatizada por la narración subjetiva del protagonista (como dictan los cánones del cuento de terror), las posibilidades son amplias. La pesadilla que este vive en Pozanco puede muy bien haber tenido lugar solo en la mente perturbada del narrador (del mismo modo que, tal vez, solo sea ahí donde existan esas pretensiones de ser un escritor haciéndose un nombre), lo cual sería la explicación más confortable para el amante del género. También puede tratarse de una metáfora, muy freudiana, acerca del temor de toda persona a quedarse estancada, en este caso, por la nostalgia del pasado estudiantil siempre confortable, que por eso acaba deviniendo malsana (y peligrosa) caricatura. O por qué no, y teniendo en cuenta el momento temprano de su carrera en que el autor lo escribió, una traducción de otro miedo comprensible: el de Muñoz Molina por no ser ese gran escritor que todo aquel que se dedica a esto necesita creer que es. Sea como fuere, resulta oportuno asomarse a las páginas de este cuento, en el que la risa de pronto se congela en el rostro, para descubrir dimensiones poco transitadas después por el escritor.

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