José Miguel García de Fórmica
Un oficinista con
aspiraciones de literato rememora su vida de estudiante y al compañero de piso
y amigo del alma con el que compartía noches de alcohol, tabaco y frustraciones
sentimentales, y al que perdió cuando sucedió lo natural: se interpuso una
mujer dispuesta a «regenerarlo». Un escritor que comienza a labrarse una
reputación acude a un recóndito pueblo granadino a dar una conferencia, y
comienza a pensar si no habrá cometido el mayor error de su vida. Dos
argumentos que lo normal es que hubieran dado pie a dos relatos muy diferentes,
pero que se funden para dar vida a un cuento de Antonio Muñoz Molina titulado Nada del otro mundo (1993), que no
figura entre sus obras más conocidas, pero que a mí me parece de lo mejor y más
equilibrado que ha escrito nunca.
El mismo escritor
señala, en la nota introductoria de la vieja edición de Espasa Calpe en que lo
he leído, que primero intentó escribir un cuento fantástico de breve duración,
pero que poco a poco fueron colándosele digresiones que decidió seguir por pura
curiosidad. Es muy evidente: el relato comienza con aspiraciones
cómico-costumbristas y acaba desembocando, de modo inesperado, en un terreno
muy diferente (que en realidad es el primero que quiso explorar). Durante
muchas páginas, y aunque el autor no duda en incluir desde sus primeras líneas
ciertos elementos de inquietud —el relato se inicia con el tremendo susto que
al narrador le provoca la aparición inesperada, en plena Gran Vía granadina, de
su antiguo amigo Funes y su mujer Juana Rosa—, la historia desborda de un
sentido del humor pleno de ironía autocrítica (no cuesta nada reconocer que el
personaje central está modelado por el escritor a partir de sí mismo y sus
propias experiencias) que tiene mucho de revisionismo generacional, por
supuesto también política. Un humor que, en ocasiones, incluso desemboca en la
pura carcajada, y donde resulta fundamental la capacidad de reconocimiento del
mismo lector para verse proyectado en ese mundo de destartalados apartamentos y
de ingenuos estudiantes con ganas de sexo. ¿Qué universitario de los años 80 no
tuvo trato íntimo con los muebles de formica, los sillones de skai, las
vajillas duralex de color caramelo, los ducados e incluso aquel atroz cóctel
llamado Lumumba, que osaba combinar batido de chocolate y brandy…?
Ahora bien, a
partir del momento en que, invitado por esa pareja que reaparece
inesperadamente en su vida, marcha hacia el apócrifo pueblecito de Pozanco en
que, como progres irreductibles,
aquellos han encerrado sus sueños misionales, una atmósfera de tensos presagios
se va apoderando del relato. Aunque al principio uno tarda en admitir esta
torsión del relato, más pronto que tarde hay que reconocer que nos estamos
deslizando dentro de n cuento de terror nacido de la progresiva transformación
de un escenario corriente y vulgar, incluso muy vulgar, en un espacio siniestro
y ominoso. Los detalles son fundamentales: la gasolinera en mitad de la nada (y
de la noche oscura) en que es recogido por la odiada Juana Rosa, el barro que
ensucia los pasillos del sórdido centro cultural donde ha de dar la
conferencia, el agua con grumos y filamentos que sale de los grifos, ese
público de ojos inmóviles y acuosos que, sin saberse cómo, acaba
multiplicándose en la destartalada sala de lectura… Me pueden llamar exagerado,
pero a mí me parece una inesperadísima versión (con sabor a café amargo, eso
sí) del clásico de Lovecraft La sombra de
Innsmouth (y no pretendo, en absoluto, tomar a broma el cuento: igual que
divierte cuando tiene que divertir, asusta cuando tiene que asustar).
¿Qué nos quiere
contar Muñoz Molina? Teniendo en cuenta que la historia viene mediatizada por
la narración subjetiva del protagonista (como dictan los cánones del cuento de
terror), las posibilidades son amplias. La pesadilla que este vive en Pozanco
puede muy bien haber tenido lugar solo en la mente perturbada del narrador (del
mismo modo que, tal vez, solo sea ahí donde existan esas pretensiones de ser un
escritor haciéndose un nombre), lo cual sería la explicación más confortable
para el amante del género. También puede tratarse de una metáfora, muy
freudiana, acerca del temor de toda persona a quedarse estancada, en este caso,
por la nostalgia del pasado estudiantil siempre confortable, que por eso acaba
deviniendo malsana (y peligrosa) caricatura. O por qué no, y teniendo en cuenta
el momento temprano de su carrera en que el autor lo escribió, una traducción
de otro miedo comprensible: el de Muñoz Molina por no ser ese gran escritor que todo aquel que se
dedica a esto necesita creer que es.
Sea como fuere, resulta oportuno asomarse a las páginas de este cuento, en el
que la risa de pronto se congela en el rostro, para descubrir dimensiones poco
transitadas después por el escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario