Eloísa Fernández
Los amantes de la literatura nos movemos en un inmenso
laberinto de caminos infinitos en el que se esconden, en medio de mil y una
baratijas, espléndidos tesoros que nos llevan a la felicidad. Algunos de esos
tesoros están aparatosamente señalizados y es casi obligatorio, inevitable,
llegar a ellos: son los clásicos, que nos reclaman sin aspavientos desde su
posición de atalayas incuestionables. Otras veces todos los caminantes acudimos
en procesión al mismo lugar atraídos por el ruido mediático de un gran éxito de
ventas, que no siempre es sinónimo de literatura superficial o mediocre (ahí
tenemos el ejemplo reciente de Patria).
En muchas ocasiones nuestros pasos son conducidos por la recomendación, directa
o bloguera, de un amigo de cuyo criterio nos fiamos: esos descubrimientos son
doblemente gozosos porque refuerzan los lazos de la amistad. Pero hay otras
veces en que empezamos a leer un libro sin saber exactamente por qué lo
hacemos, por qué, entre la multitud de lecturas posibles, hemos escogido
precisamente esa. Esto es lo que me ha ocurrido con el libro que hoy os
comento: deambulaba sin rumbo por uno de esos templos de la literatura que
siguen siendo, contra viento y marea, las librerías, ojeando y hojeando libros
aquí y allá, sin tener claro qué buscaba, cuando un volumen atrajo
poderosamente mi atención. Desde la cubierta, el medio rostro de una chica
joven y triste, retratada en blanco y negro, me invitaba a descubrir a una
autora para mí totalmente desconocida, Elizabeth Strout, de la que se me
anunciaba que tenía nada menos que el premio Pulitzer. El edulcorado mensaje
publicitario que los editores habían incluido en la propia portada (“Una novela
que ilumina nuestras relaciones más tiernas”) estuvo a punto de echarme para
atrás, pero afortunadamente abrí el libro y la lectura del primer capítulo
(breve, como todos los demás) me hizo comprender que tenía que acompañar a Lucy
Barton durante sus nueve semanas de postración en un hospital de Nueva York.
Porque ese es el
arranque de la novela: la narradora, a raíz de una complicación tras una
operación de apendicitis, se ve obligada a permanecer más de dos meses en un
hospital, en el que va a recibir la visita inesperada de su madre, a la que
lleva más de dos años sin ver. La madre,
que trae pegada a ella la vida del diminuto pueblecito de Illinois donde Lucy
pasó su infancia y adolescencia, solo permanecerá cinco días con su hija, acompañándola
y velando su sufrimiento de enferma febril, sola (su marido, dedicado al
cuidado de las hijas pequeñas, apenas la visita, lo que no deja de
inquietarnos), sometida a continuas pruebas médicas y a la incertidumbre de no
saber qué es lo que realmente va mal.
Toda la novela
se construye en torno a ese encuentro entre una madre fría, dura, que parece
afectada por una suerte de bloqueo emocional que le impide mostrar sus
sentimientos, y una hija que se siente reconfortada y llena de gratitud por la
mera presencia de su progenitora. “Que estuviera allí (…) me dio una sensación
cálida, como de estar llena de líquido, como si toda mi tensión hubiera sido
algo sólido y ya no”. En los capítulos se van alternando los que reproducen las
conversaciones entre madre e hija en esos cinco días de hospital y aquellos en
que la narradora recuerda, de manera un tanto impresionista y desordenada,
distintos aspectos de su vida, desde su infancia pueblerina hasta su éxito como
novelista en Nueva York, pasando por sus estudios universitarios, su
matrimonio, maternidad, amistades… A través de esos fragmentos minimalistas
vamos descubriendo una infancia tremendamente triste, incluso desgraciada,
marcada por la pobreza, la humillación,
el aislamiento, el miedo y algo oscuro y terrible que nunca se llega a revelar
del todo pero que podemos intuir.
Con ese pasado, podríamos esperar que el reencuentro con
la madre se convirtiera en un largo y doloroso ajuste de cuentas, en un
escarbar en los recuerdos en busca de respuestas y culpas, pero nada de esto
nos vamos a encontrar: las conversaciones entre madre e hija giran en torno a
toda una galería de personajes del pueblo, de los que la madre, apremiada por
Lucy, desgrana un sinfín de chismorreos y anécdotas. Es así como conoceremos a
la valiente Kathie Nicely, a la infortunada prima Harriet y a sus hijos Abel y
Dottie, a la joven y bellísima Marilyn, a Evelyn, a Mary Mississippi… De sus
vidas solo sabremos pequeños jirones, a veces cómicos, a veces trágicos,
envueltos en las brumas de la memoria, pero son fragmentos con tal fuerza y
están contados con tal maestría que quedamos atrapados por la necesidad de
saber más de ellos, de conocer más a fondo el devenir de sus humildes y con
frecuencia humilladas vidas.
Sorprendentemente,
o quizá no, madre e hija pasan como de puntillas por todo lo que tiene que ver con
su propia familia: al padre casi no lo mencionan, aunque llegaremos a saber de
él que es un hombre profundamente traumatizado por su experiencia durante la
Segunda Guerra Mundial; del hermano, que con treinta y seis años aún no se ha
emancipado, sabemos que lee una y otra vez las novelas juveniles de La casa de la Pradera y que pasa la
noche con los cerdos que van a sacrificar al día siguiente; la hermana es un personaje
aún más borroso. Lo realmente sorprendente es cómo, a través de muy pequeños
detalles, sin subrayados, más bien con elusiones, la autora (y eso solo está al
alcance de los grandes) consigue retratarnos a una familia tremendamente infeliz,
trágica. Por este lado, la novela es una sublime historia de amor, de un amor
madre-hija lleno de imperfecciones y zonas oscuras que pocas veces se ha
tratado con esta profundidad y sensibilidad en la ficción.
Pero la novela
es también la historia de una luminosa y salvífica vocación literaria. En las
tardes de invierno, Lucy se queda en alguna aula de su colegio, aprovechando el
calor residual de los radiadores para hacer sus tareas escolares y leer. Esas
lecturas “hacían que me sintiera menos sola. Eso era lo importante para mí. Y
pensaba: ‘Escribiré y la gente se sentirá menos sola’ ”. A partir de entonces,
su empeño literario va tomando forma a base de tesón, siempre guiado por el
afán de “dar a conocer la condición humana”, con el ejemplo iluminador de Sarah
Payne, la escritora ya consagrada a la que conocerá casualmente en Nueva York y
que se convertirá para ella en una auténtica maestra.
No se agota con
esto la novela: es también una desgarradora historia de soledad, una reflexión
sobre las heridas del pasado, un elogio de la amistad (maravillosos los
personajes de Jeremy y Molla) y la amabilidad de los extraños (impagable el
médico que la atiende con devoción durante su estancia hospitalaria: todos
querríamos un doctor así), una denuncia certera del clasismo (del manifiesto y
del soterrado, quizá más peligroso), una conmovedora descripción de las miserias
y grandezas de la América rural (sí, todo un tópico de la literatura
estadounidense que aquí mantiene su vigor)… pero, por encima de todo, una
desgarradora declaración de amor a la vida, a esa vida que nunca pierde la
capacidad de asombrarnos.
Es tanto el
asombro y tanta la felicidad que me ha traído este descubrimiento casual
(aunque quizá nada es casual y me condujo a él mi querida Alice Munro, que
recomendaba a la autora en la contraportada como de “una integridad radiante”)
que me he permitido, si os dejáis, llevaros hasta él por este jardín de senderos
que se bifurcan en que nos movemos, incansablemente, los amantes de la
literatura.
Hola,
ResponderEliminarPensaba contribuir a este blog con una reseña de este novela. Tu comentario me ha gustado mucho; creo que transmites la profundidad y delicadeza de los sentimientos de Lucy Barton y de su autora. Todo es posible, la siguiente entrega de Elizabeth Strout nos desvela historias ya comenzadas o apuntadas en Me llamo Lucy Barton. Es también una gran novela.
Hola,
EliminarEfectivamente, Todo es posible es también una novela magnífica y nos da el placer de descubrir más cosas sobre muchos de los personajes de Me llamo Lucy Barton. Me encantaría conocer tu opinión sobre esta novela y me alegro de compartir contigo el amor por esta autora.
¿Y por qué no nos mandas tu comentario sobre ese libro? ; )
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