domingo, 14 de enero de 2018

BERTA ISLA (Javier Marías, 2017)

 
José Miguel García de Fórmica-Corsi

Javier Marías es uno de esos escritores que considera que la primera frase de una novela nunca puede parecer casual; bien al contrario, que debe definir un tono o actuar de motor argumental: en cualquier caso, no dejar indiferente al lector y estimular su interés desde el mismo comienzo. Berta Isla es buen ejemplo: «Durante un tiempo no estuvo segura de si su marido era su marido…». Ese hombre a quien se refiere es Tomás Nevinson, nacido y criado en España pero de padre inglés y con un completo dominio no solo de sus dos lenguas maternas sino de toda clase de idiomas y acentos, lo cual acabará revelándose una maldición. Reclutado en su juventud por los servicios secretos ingleses a causa de un turbio episodio sucedido durante sus estudios universitarios en Oxford, Tomás se casa con su novia de instituto, la Berta Isla del título, con la que tiene dos hijos, llevando siempre una doble vida de la cual su esposa apenas sabrá nunca nada, por cuanto él no puede revelar el menor secreto (es más, si ella descubre su condición de espía es por una desagradable experiencia personal en su propio hogar madrileño, en la que fue amenazado su hijo pequeño). Un buen día, Tomás marcha a realizar una de sus misiones, y se desvanece de la faz de la tierra, sin dejar la menor noticia, hasta el punto de que Berta es declarada oficialmente viuda. Ahora bien, el arranque del libro no ha dejado lugar a dudas: en algún momento, el desaparecido reaparecerá.
La última novela de Javier Marías entrecruza referencias que serán muy familiares a quienes frecuentan su obra, y asimismo remiten a creaciones suyas anteriores. La trama reelabora un argumento por el que siente devoción: la súbita ausencia de un hombre que parece desvanecerse en el aire. En su editorial Reino de Redonda, ha publicado dos de las mejores variantes de esa historia, que como es natural menciona en diversas ocasiones a lo largo de su propia novela, y que no es la primera vez que le ayudan a componer materia novelesca: El coronel Chabert, de Honoré de Balzac, y la menos conocida pero aún mejor El marido de Martin Guerre, de la estadounidense Janet Lewis. Si ya la primera (como publicitó ampliamente en su momento la editorial) tenía gran importancia en su previa novela Los enamoramientos, la última es ahora la principal fuente de inspiración de Berta Isla, por la importancia de la perspectiva del personaje que se queda, la esposa, es decir, aquella cuyo mundo, sin haberse movido del mismo escenario, se ve transformado por la ausencia, lo que tal vez sea la peor de la metamorfosis: cuando las circunstancias exteriores siguen siendo las mismas, pero aun así todo parece distinto.
Finalmente, Berta Isla tiene mucho que ver con el Ciclo de Oxford, y en especial con el tercero de los títulos que componen esta trilogía, Tu rostro mañana, de la cual se retoman ambientes (la ciudad universitaria donde Nevinson es captado) y personajes (sobre todo, su jefe, el inquietante manipulador Bertram Tupra, al que tantas páginas desbordantes de incómoda revulsión debe ese libro).
Al contrario que las otras dos nouvelles, Marías narra la historia desde ambas perspectivas, la masculina y la femenina. Esto supone un gran acierto, amén de una interesantísima forma de contraponer su planteamiento a los de Balzac y Lewis. Así, la doble estructura permite saludables cambios de tono y argumento cuando la historia parece incurrir en la falta de progresión, pero sobre todo permite mostrar las dos miradas diferentes sobre el mismo hecho. El escritor consigue equilibrar el interés de ambas narraciones, variando además con inteligencia la persona del relato cuando es Berta quien ocupa el primer plano, mediante la narración subjetiva, un buen recurso para mejor identificar al lector con la perspectiva más identificable, con el hiriente dolor que nos causa lo inexplicable. Berta Isla sufre por haber perdido sin saber; Nevinson, obligado a desaparecer, a dejar de vivir la vida que llevaba, sufre por todo lo contrario: sabe por qué ha perdido lo que tuvo pero no puede cambiarlo. En este sentido, la novela supone una estimulante vuelta de tuerca a la odisea que sufre el protagonista de otro relato que también aborda, de modo genialmente alucinatorio, el mismo planteamiento: Wakefield, de Nathaniel Hawthorne.
Berta Isla abusa menos de la devoción de Marías por la circunvolución (quien haya leído Tu rostro mañana sabe a qué me refiero), y por ello tal vez pueda decirse de ella eso tan resbaladizo de que es una novela más «accesible». Posee vaivenes de interés, es cierto, pero los compensa sobradamente con una soberbia parte final: Marías es un escritor que sabe cómo encaminar una historia hacia su conclusión. Y del mismo modo que su novela publicada en tres entregas, supone una triste reflexión sobre el envilecimiento y la degradación, que nos deja un profundo regusto de amargura. En suma, Berta Isla nos sitúa frente al perpetuo temor a que, un día cualquiera, cuando más satisfechos nos sentimos de nuestra existencia en apariencia inmutable, la pérdida pueda destruir ese espejismo que llamamos felicidad.

martes, 9 de enero de 2018

EL AMANTE DE LADY CHATTERLEY (primera y tercera versión) (D. H. Lawrence, 1926/7 y 1928)


Benito Arias

   Llego tarde a este clásico supuestamente erótico, al menos por lo que sugiere su famoso pleito (desgranado por Coetzee en Sobre la censura), aunque su erotismo es bastante moderado a ojos de nuestro tiempo. Según el más reputado de los comentaristas de Lawrence, su vocación era limpiar el lenguaje con que hablamos del sexo (buen intento, F. R. Leavis); pero el lenguaje es siempre lenguaje sobre las cosas, así que en todo caso el propósito sería limpiar la forma de ver la sexualidad en su época, los años veinte, ya que Lawrence dio a la imprenta la novela en 1928, después de dos versiones preliminares. Una vez pasada la prohibición, es esta tercera y última versión la que suele leerse, por ejemplo en la edición que he usado de Alianza Editorial, con traducción de Francisco Torres Oliver.
   El amante de Lady Chatterley es una buena novela, pero al parecer no se encuentra entre las obras mayores de Lawrence. El buen Leavis (y en general todos los que conocen su obra) recomienda El arcoiris y Mujeres enamoradas, que según él lo enlazan con la Gran Tradición de literatura inglesa liderada por Jane Austen, George Eliot y Henry James, a los que añade para la época contemporánea a Conrad y a Lawrence. No cesa de referirse a nuestro novelista tildándolo de genio, y justo después del célebre libro sobre el Gran Trío le dedicó un volumen en exclusiva, traducido en Barral Eds. Pues bien: en toda esa monografía apenas si hace alguna referencia de pasada a su Lady Chatterley, que no parece contar con una gran reputación literaria y ha quedado como una escandalosa obra erótica que, con el tiempo, ha perdido su fuerza. ¿Pero es así realmente?
   La tercera Lady Chatterley está desde luego repleta de ideas peregrinas, y cuesta ver la relación con la Gran Tradición invocada. Lawrence es un gran narrador, de eso no cabe duda, pero presenta algunos problemas: la coherencia, por ejemplo, no es uno de sus principios, de hecho un personaje puede tener ojeriza a otro y en la página siguiente morirse por sus huesos; o los sermones, esos estridentes idearios repletos de revelaciones... En cambio, los diálogos son fluidos, las descripciones poderosas, los personajes bien caracterizados y visibles. Lawrence se revela como un novelista al estilo clásico, pero cuando hablamos de profundidad de ideas, como las que encontramos en George Eliot o en James y Conrad, ahí pierde mucho en la comparación. Me he descubierto pasando los ojos por algunos párrafos repletos de palabrería seudofilosófica (como él mismo la califica), diatribas en favor del cuerpo frente al alma como si Nietzsche no hubiera abierto nunca la boca, o críticas al dios del dinero y a la alienación del trabajo como si tantos otros no hubieran escrito bibliotecas enteras sobre el tema; y cuando intenta ser original y recurre a los mitos, en fin, entonces es peor. 
   Tal vez la fuerza de Lawrence no esté en las ideas, que son pocas y banales, sino en la representación de la vida, y si bien el personaje del guardabosque y sus parlamentos soeces (en esta tercera versión) nos resultan cargantes, es verdad que su unión con Connie logra hacer que las páginas despidan chispas. Ahí reside para mí el encanto de la novela, en esos capítulos donde se describe el enamoramiento a través del cuerpo y del sexo, en las detalladas conversaciones de los amantes, y de un modo especial en la descripción de los modos de la sexualidad tanto masculina como femenina, pero especialmente femenina. Sin embargo, esta sexualidad femenina, que aparece como una revelación de puro feminismo hace ya casi un siglo, termina subyugada bajo el culto fálico del autor encarnado por el asilvestrado Mellors, que cuando toma la palabra... Mejor quedarnos con lo que hace, y de esa manera guardaremos un buen recuerdo de un personaje íntegro y austero, misántropo y apasionado como el teniente Glahn de Hamsun, al que se queda lejos de emular. Por fortuna, milady Chatterley sí es una mujer en progreso, que nos irá fascinando a medida que va descubriendo lo que desea y cómo lograrlo, si bien queda algo dominada en este nuevo conflicto entre el orgullo y el prejuicio de la novela inglesa.
   Son impresiones de la tercera versión, porque resulta que he leído también la primera, original de 1926/7, y el contraste es muy interesante. En la primera versión no aparecen todavía los detalles molestos de la versión larga (los personajes insulsos y los capítulos prescindibles), la acción va más rápida y hasta las conversaciones filosóficas están mejor planteadas desde el principio, con menos misticismo que en la tercera y girando con más claridad alrededor del dualismo alma/cuerpo representado en los dos hombres que condicionan a la joven Constance: Clifford, su marido, en esta versión aficionado a la filosofía platónica, no un novelista como en la tercera, y Parkin, nombre original del guardabosque, más sentimental y cariñoso que en la versión definitiva. He leído la versión de Federico López Cruz, originalmente publicada en Argentina en 1946 y reeditada en España por Edaf a partir de 1976, a la que se achaca poca calidad; pero a mí me ha parecido muy legible y ágil, puede que por estar más cerca del impulso original del autor. Por tanto, y recapitulando, hay menos crudeza y detalles eróticos en la primera Lady Chatterley; pero a cambio encontramos más lirismo y agilidad narrativa. Durante muchas páginas me ha gustado mucho cómo desarrolla el nacimiento y consolidación del amor apasionado entre los amantes, pareciéndome justificado el juicio de Leavis sobre Lawrence al situarlo en la estela de esa novela de tradición inglesa, y hasta el de todos esos que, según Anthony Burgess, consideran superior esta primera versión a la tercera y definitiva. Pero ha sido así sólo en sus tres quintas partes, ya que en un excesivo y dilatado final Lawrence se dedica a examinar con parsimonia el futuro de los amantes, discutiendo las posibilidades que conlleva la disparidad de clases sociales, como si el propio novelista se estuviera preguntando cómo acabar la novela.
   Con sus ventajas e inconvenientes, las dos versiones ofrecen la oportunidad de evaluar el proceso de gestación de una obra muy significativa del siglo XX. Lawrence rehizo en la versión definitiva el orden de los acontecimientos, podó o introdujo personajes, a algunos les cambió el carácter; también acentuó aspectos como la atracción sexual, mientras que otros, como el conflicto de clases, quedaron en la neblina de las abstracciones si comparamos con la primera versión, donde se representa de manera más detallada y realista. El aspecto ideológico está mejor expuesto en la primera, y los personajes son pocos, más coherentes y atractivos; también es la más romántica de las dos. Sin embargo, a la tercera versión hay que reconocerle un mayor equilibrio formal y una indudable originalidad e incisión al tratar el lado puramente sexual del amor.
   No veo con claridad cuál elegir, con cuál quedarme. Por fortuna, no tengo que hacerlo.