domingo, 25 de febrero de 2018

EL LIBRO DE LA RISA Y EL OLVIDO (Milan Kundera, 1978)


Benito Arias

   Milan Kundera es uno de mis autores favoritos, y aunque he llegado a él relativamente tarde, se ha instalado con fuerza en mis hábitos de relectura. Hay otros a los que también me he tomado de un trago, sin terminar agradecido hasta el punto de releerlos; pero Kundera, como Coetzee, Nooteboom o Musil es de los que están y espero que sigan estando siempre ahí, al alcance de mi mano.
   Dicho esto, me preocupa la suerte de sus novelas. Pasado el periodo de mayor fama, a finales de los ochenta y principios de los noventa del pasado siglo, y teniendo en cuenta su edad y la falta de novedades, podemos preguntarnos con Jonathan Coe cuán importante es su obra hoy en día, y tal vez prepararnos para un diagnóstico inestable como el sugerido por el novelista inglés, quien se hace eco de la crítica de misoginia en un ensayo de Joan Smith (el propio Coe le atribuye a Kundera un aire de "androcentrismo") que ataca a la novela que quiero comentar ahora.
   La califico de novela porque el propio autor así la defiende en su entrevista con Philip Roth (la más interesante de las pocas que ha concedido), pero en realidad es una sucesión de episodios con personajes y temas que ocasionalmente reaparecen en forma de variaciones sobre el tema que da título al libro. Se inspira para ello en la forma musical que tanto practicó Beethoven al final de su vida, y que Kundera sitúa magistralmente en el armazón de su propia obra, al tiempo que introduce reflexiones sobre su vida en forma de apuntes biográficos muy descarnados (especialmente el recuerdo de los últimos días de su padre, músico y pianista) y una propuesta metaliteraria no tan frecuente en 1978 como hoy en día. Se trata por tanto de una serie de relatos y al mismo tiempo un conjunto de ensayos sobre diversos temas (la política checa, el comunismo, la música, las posibilidades de la novela, el amor y el sexo) ejemplificados con historias picantes y trágicas, donde lo serio se ve siempre amenazado por la risa, lo solemne por lo ridículo. Las siete partes están compuestas por una serie de pequeños capítulos con un tono ligero en lo narrativo, aunque las reflexiones están muy pensadas. También los diálogos son tan ágiles que podrían parecer sencillos, y los asuntos tratados son los de siempre en Kundera, ya que esta novela es la primera de las consideradas obras mayores, la primera de la trilogía central (habría que unirla por tanto a La insoportable levedad del ser y a La inmortalidad), aunque yo la encuentro más cercana al espíritu de los cuentos sobre amores ridículos, y en concreto por el lado surrealista que prima en la sexta parte (tendencia que por fortuna es infrecuente en su obra) a La vida está en otra parte.
   Vayamos a la acusación de misoginia. Es sabido que la obra literaria de Kundera otorga mucho espacio al seductor, al varón que conquista y abandona mujeres o las mantiene para relaciones esporádicas, si bien puede caer preso de alguna de ellas, e incluso llegar a emparejarse y a la postre incluso permanecer fiel a una sola (como Tomás a Teresa). No todos los personajes varones son así, pero sin duda este es uno de los caracteres más llamativos. El donjuán de Kundera puede hacer sufrir a sus amantes, aunque no a conciencia, a menudo ni se entera de las consecuencias que desencandenan sus acciones sobre las mujeres. No se puede identificar a este arquetipo con el autor, obviamente; pero en la novela que nos ocupa relata un suceso en primera persona que ha llamado la atención de la crítica feminista. Gira alrededor de la situación personal de Kundera en Praga tras la invasión rusa y su caída en desgracia ante el aparato comunista. No podía publicar entonces, viéndose obligado a ejercer de ghost writer. Uno de sus trabajos, nos dice, lo consiguió gracias a su amiga R; pero cuando se descubrió el apaño ella lo cita para ponerse de acuerdo en las futuras declaraciones ante la policía política. Juntos en un apartamento prestado, la pobre amiga se descompone, literalmente, y empieza a visitar con frecuencia el servicio. En esos momentos, confiesa Kundera, lo poseyó "un furioso deseo de violarla" (pág. 103). Ese deseo no lo realiza, y de hecho lo califica de demencial y pasa a interpretarlo como una manifestación de la caída en la que estaba inmerso, como una forma de aferrarse a algo. Es normal que salten las alarmas leyendo el pasaje. Pero habría que relacionarlo con el curioso y muy literario catálogo de motivos de excitación sexual que en éste y en otros libros suyos nos encontramos (recuérdese la desopilante segunda parte de la novela, "Mamá"), y sobre todo con unos pasajes de la parte final del libro, donde interviene uno de sus seductores prototípicos, un tal Jan, que se prepara para emigrar a América y se está despidiendo también de su país. Las despedidas sentimentales son también sexuales, motivo por el cual aprovecha para acudir a una orgía privada en casa de una amiga, escena con la que se cierra el libro. Antes de este episodio, Jan reflexiona sobre la confrontación sexual del varón y la mujer, e introduce como rasgo extremo del impulso masculino el deseo de violación, y como respuesta femenina a la cosificación por parte del hombre, la capacidad de castración. El albañil, viene a decir muy gráficamente, usa al martillo para clavar clavos, puro símbolo del deseo masculino; pero puede ocurrir que el martillo se rebele y observe con dudas y sospechas el juego del albañil, llevando al hombre al otro lado de la frontera, y por tanto arruinando el encuentro. Jan confiesa haber vivido una época en que el "no" formaba parte del teatro de seducción; pero ese acuerdo tácito ya ha terminado, porque "la violación forma parte del erotismo, mientras que la castración es su negación" (pág. 275). En la ficción, dos oponentes distintos, un hombre y una mujer, combatirán esta tesis, lo que nos sugiere que Kundera es bien consciente tanto del extremismo de su personaje como de las réplicas posibles, y por lo demás estamos ahora en el terreno de la fábula. Pero si deja caer la bomba es porque desea advertirnos de que la solemnidad en el terreno de los encuentros eróticos (solemnidad que alcanza incluso a una orgía privada, conducida con reglas tan precisas que hacen estallar en risas al irónico Jan) podría llevar a que se pierda aquella libertad real de que se servían los amantes no adoctrinados en una libertad puramente formal. Si interpretamos la mirada del varón como cosificación, la rebelión de la cosa es la castración, y como resultado tenemos el fin del juego amoroso.
   Esto es sólo una intepretación, quizás benévola, de un declarado simpatizante. La verdad es que Kundera tiene muchos recovecos, sería una pena perdérselos sobrecargando la importancia de unos pocos pasajes, o peor, de unas líneas. La sospecha de misoginia pesa ya sobre toda la historia de la literatura occidental, y distinguir con cuidado los casos sin hundir reputaciones es una de las obligaciones de nuestra época.
   Hasta ahora había leído esta novela en la edición de Séix Barral; para esta nueva relectura he comprado la de Tusquets, revisada por Fernando de Valenzuela, su traductor del checo, a partir de la definitiva edición francesa revisada a su vez por el propio autor. Son muchos los cambios introducidos, que afectan tanto al estilo como por ejemplo a los títulos de los capítulos. Por lo demás, es una edición mucho más agradable y permite tener todas las novelas del autor en un elegante negro tusquetsino, como una mancha de perversión en el lateral de la biblioteca.

domingo, 18 de febrero de 2018

LA HISTORIA SIGUIENTE (Cees Nooteboom, 1991)

 Por B. Arias

   Lo más difícil al comentar esta pequeña joya de Cees Nooteboom es referirnos a ella sin desvelar el secreto de su argumento, que uno presiente en cierto modo a lo largo de la lectura, si bien podría permanecer oculto en un primer momento. Eso me parece un gran logro. No hay que dejarse embaucar por el tamaño del relato, sus apenas cien páginas, la economía de medios alcanza a todos los aspectos de la narración, y si un dato crucial se apunta en una sola línea y sin repeticiones, sólo cabe esperar que nos pille bien atentos. En caso contrario, siempre cabe la relectura. En mi caso, voy por la sexta, y cada vez me parece la primera. Como ya estoy sobre aviso, sé que tan importante como el relato de sucesos es el contexto desde el que se rememora la historia, pero este último es el que no se puede desvelar. De la historia del profesor de lenguas clásicas, "Sócrates", de su alumna Lisa d'India, de su compañera Maria Zeinstra, profesora de Biología, del marido de ésta, Arend Herfst, poeta y monitor de baloncanasta, en fin, de ese extraño instituto que parece más una Academia platónica que un instituto de secundaria, cabe decir que participan como contexto realista en la fantástica historia del primero, el posterior escritor de guías de viaje Doctor Estrabón, quien se ríe de los viajes en la misma dosis que el propio Nooteboom se los ha tomado en serio a lo largo de toda su vida.
   Herman Mussert es un apasionado de la lectura y un profesor solvente, aunque algo chapado a la antigua, feo como Sócrates, traductor de una nueva versión de las Metamorfosis de Ovidio que no llegará a terminar, y lo sabe. Su vida no tiene ningún misterio, es tan rutinaria como el encendido de la luz de lectura al lado de su sillón de orejas. Sus cuatro mil libros lo protegen del anodino mundo en torno. Hasta que llega Eros a ponerlo todo patas arriba. Pero no será la alumna perfecta, Lisa d'India, quien se comerá su vida, sino la compañera de Biología, una mujer de pelo rojo que busca venganza y actúa como una auténtica predadora. En realidad, nuestro albóndiga se beneficia y sufre las consecuencias de otra historia de engaños paralela: la del marido de su compañera con Lisa. Pero los personajes son más que un retablo. Imposible no admirar a la joven d'India, más adulta que ninguno de los adultos, imposible no despreciar al poeta que cada dos años publica un libro con "noticias de la tibia provincia de su alma" y que parece incapaz de soportar que los otros sigan el mismo camino que él.
   El tono del relato es elevado, muy intenso. La imbricación de la mitología con las reflexiones de Mussert es una necesidad, ya que es él quien habla, describe e intepreta; y hay mucho que interpretar, porque estamos ante una recapitulación, un balance y una despedida. Hay otros que vienen a asomarse al abismo, y servirán de contrapunto a la historia de Mussert, porque todos tienen, todos tenemos una historia que contar, y un ángel que nos podría conducir en la hora última, como creían los griegos clásicos. El demonio de Sócrates aparece en sentido literal y figurado, y podría ser también el ángel de Perdido el paraíso, otra de esas novelas magníficas de Nooteboom, con la que ésta guarda bastante relación. Si se añade Mokusei! completaremos su gran trilogía de amores imposibles (si es que eso existe: el amor está en el que ama, defiende Nooteboom, y es la forma que tenemos los mortales de tocar la divinidad, como viene a decir Platón). Aunque ahora que lo pienso, Una canción del ser y la apariencia o El día de todas las almas también podrían entrar por pleno derecho en este apartado, y Rituales o En las montañas de Holanda. Puede que este autor haya escrito siempre un único, maravilloso libro.

martes, 13 de febrero de 2018

CLIMAS (André Maurois, 1928)

 
Benito Arias 
 
   Hay un grupo de escritores de principios del siglo XX a los que ha arrastrado el tiempo más o menos injustamente, a pesar del éxito que disfrutaron en vida. Pienso en Knut Hamsun, Somerset Maugham, Hermann Hesse, Stefan Zweig  o André Maurois, entre otros. Son autores que esperan desde sus tomos de obras completas en las librerías de lance a que nuevos lectores vuelvan a apreciar sus esfuerzos ahora caducados en la novela. Reediciones puntuales y hasta nuevas traducciones, por ejemplo en el caso de Stefan Zweig, no invalidan el juicio de que son novelistas que han perdido la batalla contra el tiempo, primero porque representaron la versión más convencional de la novela del pasado siglo, una vez que se impuso la renovación de Joyce, Kafka o Faulkner; más tarde, en la actualidad, porque es imposible asumir su modo de encarar cuestiones políticas o morales, por ejemplo en lo relativo al amor y la mujer. Esto último llega incluso a indignar en el caso de Climas.
   No conocía esta novela de André Maurois, editada originalmente en 1928, pero la había imaginado muchas veces desde sus múltiples portadas en Plaza y Janés, todo un éxito editorial en su época, un auténtico best-seller. Hace ya tiempo Ediciones del Bronce la sacó con nueva y mejorada traducción, a cargo de Assumpta Roura. Y ahí estaba dormida, al lado de unos imponentes tomos en pasta dura, que apenas se pueden abrir porque enseguida se rompen. Este libro se lee en un par de tardes. La técnica es soberbia, inspirada en sus modelos declarados: Stendhal, Merimée, Turgueniev, Tolstoi... Pero en un tono más ligero. Está dividida en dos partes, cada una dedicada a un amor de Philippe, el personaje principal masculino: Odile en la primera, Isabelle en la segunda. En la primera emplea una larga carta de Philippe a su segunda esposa (Isabelle) para relatar su historia con la primera (Odile). En la segunda parte es Isabelle la que emula el recurso escribiendo sobre su amor a Philippe, mientras incorpora cartas y notas del diario de su marido.
   Philippe es un hombre entregado desde joven al amor, primero sin aceptar compromisos, hasta que se enamora perdidamente de Odile, se casa con ella y empieza de golpe a sufrir porque su Amazona es eso, una mujer con vida propia y no se pliega completamente a su deseo de posesión. Tendrá que sufrir la infidelidad y el abandono de su amada, así como su posterior suicidio (a todas luces, un simbólico castigo a su supuesta crueldad). Por su parte, Isabelle es todo lo contrario, una entregada y devota esposa que lo tranquiliza al principio, si bien llega a asfixiarlo en algunos momentos. Al final de sus días pierde la cabeza por Solange, que le recuerda el estilo de Odile, otra mujer inconstante pero vital, bella y autónoma, viéndose obligado a regresar herido de muerte a la tranquilidad de su paciente Isabelle.
   La trama, como se ve, no es gran cosa. La forma de desarrollarla sí lo es, porque no desfallece en ningún momento y nunca perdemos el interés por personajes tan limitados, tal vez porque el arquetipo tiene menos calado que la trama particular. A ello contribuye el buen uso de recursos muy concretos: la mezcla de géneros (relato con cartas, fragmentos de diario y cambios de punto de vista), el fraseo elegante y muy claro, los diálogos condensados, los capítulos cortos...
   El problema se presenta por el lado del contenido, sobre todo en la segunda parte, cuando la rancia valoración de las relaciones que hasta entonces habíamos atribuido a los prejuicios de la época, se convierte en abierta misoginia. Es verdad que narra la propia Isabelle, y que los peores insultos a la mujer los emiten las propias mujeres; pero resulta inaudito pasar los ojos por frases como éstas:

   "... Las mujeres somos poca cosa y podemos aportar menos" (p. 176)

   "- ¿La consideras inteligente?
    - Para ser una mujer sí que lo es..." (p. 180)

   "Mis mejores amigas -dentro de lo que una mujer puede ser amiga de otra- ..." (p. 183)

   "Un hombre no se entrega totalmente al amor: tiene su trabajo, sus amigos, sus ideas. En cambio una mujer como yo no puede sino vivir para amar." (p. 192).

   Sabemos que los autores no son responsables de las creencias de sus personajes; pero es curioso que la opinión generalizada de éstos confluya en una pintura tan poco favorable de las mujeres, frente a unos varones que cometen las mismas o peores faltas que ellas sin por ello merecer condena alguna. El dualismo excluyente que opone en la mujer un comportamiento alegre pero infiel y otro fiel pero celoso no encuentra más que reproches, y la novela peca de parcialidad. Parece que  no hay manera de ser mujer y amar al pueril Philippe sin ganarse sus reproches. Es una pena, porque la novela, repito, está muy bien escrita, y salvando ese ruido de fondo se disfruta bastante, si bien no podría superar la barrera de las reivindicaciones morales de nuestros días, y esta vez con total justicia.

   André Maurois es autor de otras novelas menos afamadas que ésta, y de ensayos y biografías que aún se pueden leer con gusto. Recuerdo con mucho agrado su biografía de Turgueniev, por ejemplo. Como autor de literatura de género merecería una revisión. Recomiendo una brevedad titulada "La casa", un maravilloso cuento de fantasmas, y de paso la película que mejor ha aprovechado la anécdota que relata, Al morir la noche (Dead of Night, 1945), colección de cortos fantásticos dirigidos por cuatro directores distintos con el hilo conductor del cuento de Maurois.

domingo, 4 de febrero de 2018

REBELIÓN EN LA GRANJA vs. 1984 (George Orwell, 1945 y 1949)

José Miguel García de Fórmica
 
«Cada renglón que he escrito en serio desde 1936 lo he creado, directa o indirectamente, en contra del totalitarismo y a favor del socialismo democrático», escribió George Orwell, el hombre que, haciendo honor a esas palabras, concibió las dos mayores diatribas antitotalitarias más conocidas de la literatura, Rebelión en la granja y 1984. Es decir, Orwell las dirigió contra esa variante del totalitarismo que durante gran parte del siglo XX tuvo visos de triunfar, el comunismo soviético (contra el totalitarismo fascista él ya había combatido personalmente, en la guerra civil española), que en el momento de redacción de esos libros emergía de la segunda guerra mundial en la cúspide de su prestigio. De hecho, y como él mismo denuncia en el prólogo que suele acompañar al primero de esos libros, le costó mucho trabajo encontrar un editor que publicara un panfleto tan evidente contra el ahora amigo soviético (uno de ellos le dijo que habría sido más fácil de no haber utilizado cerdos para caracterizar a los líderes de la revolución animal que narra).
Y es que Rebelión en la granja (título español de un libro que se llama, más sencillamente, Animal Farm) es una paráfrasis de la Revolución Rusa y de su deriva estalinista que se sitúa en el escenario señalado por el título y cuyos protagonistas son los animales tiranizados por el amo humano contra el cual se levantan, para crear una sociedad igualitaria que promete el paraíso a cambio del incondicional esfuerzo colectivo y que degenera en una dictadura controlada por una élite que se impone tanto por medio de la manipulación (es decir, la modificación del pasado, tema que siempre preocupó al autor) como del terror (las purgas periódicas).
Para sus fines, Orwell usó, a su manera, esa tradición tan británica de la literatura formalmente dirigida a niños pero especialmente disfrutada por adultos (adultos que aprendieron a amarla siendo niños, claro es) a la que pertenecen Lewis Carroll, J. M. Barrie o Richmal Crompton. En concreto, utiliza (y retuerce) la misma premisa sobre animales con comportamientos humanos de un libro muy querido en tierras británicas, El viento en los sauces (1908), de Kenneth Grahame. Así, desde el momento en que los animales de la Granja Solariega se rebelan contra su brutal dueño, aquellos conviven en el mismo «plano» que los hombres sin que parezca haber ninguna violentación de la realidad. Es decir, es el acto mismo de la revolución lo que los humaniza, acertada metáfora del ideal socialista de la liberación del proletariado, por mucho que luego la práctica real lo pervirtiera: a los seres humanos de la novela no les escandaliza que los animales hayan protagonizado un hecho increíble en seres irracionales… sino que hayan expulsado a su amo y parezcan administrar la granja mejor que este.
Ahora bien, descontando este buen planteamiento, el resto es una parvularia «novela de tesis», en la que cada situación diríase dictada no por la coherencia dramática sino por la sumisión a una idea. En especial, sus personajes carecen de personalidad en sí mismos puesto que ante todo sirven de expresión a una idea, encarnando avatares bien de seres reales (el malvado cerdo líder, Napoleón, sería Stalin; su inicial compañero de «revolución», Bola de Nieve, expulsado y satanizado con el tiempo, Trotski) bien de prototipos imprescindibles (el insidioso intelectual orgánico que traduce al rebaño de «fieles» las consignas del líder, como si siempre hubieran sido inmutables, los sicarios sin pensamiento propio, los fieles ingenuos que creen hasta el final en los ideales por los cuales se levantaron…). Rebelión en la granja olvida algo que toda obra literaria debe tener, sean cuales sean sus intenciones (y que, desde luego, posee El viento en los sauces): una poética propia que impida la caída en el mero sermón. Es una pena, pero hasta una frase tan estupenda y conocida como el siniestro eslogan «Todos somos iguales, pero unos somos más iguales que otros» pierde su sabrosa enjundia en medio de tanto énfasis parabólico.
Y sin embargo, tres años después, Orwell enmendó todos los errores de su novela previa, creando la distopía más terrible y convincente jamás soñada, 1984. Sin duda, también una obra de tesis, muchas de cuyas páginas diríanse obra antes del gran ensayista que también fue que del buen novelista que se propuso ser. Pero que triunfa por una razón fundamental: si ese mundo que ha alcanzado tal grado de control y manipulación de sus habitantes nos estremece tanto, es porque nos importan sus personajes, en especial su admirable y patético protagonista, Winston Smith, ese infeliz que, mucho antes de emprenderla, sabe que su resistencia es inútil pero aun así no renuncia a emprenderla.
En mi opinión, por tanto, si 1984 es un libro irrepetible, Rebelión en la granja es una novela mediocre. Ahora bien, es probable que en esta apreciación tenga mucho que ver el hecho de que, mientras que desde que lo descubrí con 18 años he releído y disfrutado 1984 una y otra vez, a distintas edades, en cambio Rebelión en la granja supone una lectura muy tardía. Está claro: con los autores del pasado, nuestra mirada «diacrónica» no siempre se produce en el orden en que fueron proponiendo sus escritos, y no es lo mismo asistir a una evolución artística hacia mejor, que comenzar por una obra fundamental… y descubrir que el resto no está a la misma altura.