José Miguel García de Fórmica-Corsi
En el curso de 25 días, entre
el 4 y el 9 de octubre de 1866, Fedor Dostoyevski dictó (a la joven estenógrafa
Anna Snitkina, que poco después se convertiría en su segunda esposa) las cerca
de doscientas páginas de su novela El jugador. La
razón de este inusual método de escritura estriba en la prisa infernal que
tenía el escritor por entregarla. Roído por las deudas y las necesidades
económicas —la reciente muerte de su querido hermano Mijaíl lo había impulsado
a hacerse cargo tanto de su familia como de la ruinosa revista que ambos
dirigían, La Época—,
Dostoyevski, a cambio de los necesario anticipos, había firmado unas condiciones
draconianas con su editor, que le obligaban a entregar una novela inédita en un
plazo breve so pena de perder los derechos sobre sus obras anteriores. No puede
ser casualidad que El
jugador esté organizada en torno a la prisa y la impaciencia de los
personajes centrales. Son dos atributos, lógicamente, de la pasión por el
juego, tan bien descrita en la novela, pero no creo que sea licencia poética
del lector pensar que el escritor, acuciado por los plazos de entrega,
trasladara a la ficción su propia ansiedad por acabar a tiempo.
Como bien se sabe, otra
circunstancia justifica la atmósfera angustiosa de la novela. Se trata de un
libro especialmente atravesado por circunstancias autobiográficas. En años
anteriores, el escritor se había arrastrado por esas ciudades-balneario
alemanas al estilo de la que aquí, bajo el nombre fingido de Rulenteburgo,
alberga la acción (Wiesbaden, Baden-Baden), enclaves concebidos, en teoría,
para la curación del cuerpo, pero que a su vez encierran la tentación de esa
enfermedad del espíritu que es el juego, al contar todas con atractivos
casinos.
Dostoyevski planteó su obra
como uno de sus habituales estudios sobre la degradación, si bien, en un
escritor tan instintivo como él, el término estudio destila
una cerebralidad que en poco describe las sensaciones que despierta. Él mismo
se proyecta en el personaje que narra la acción en primera persona, ese
preceptor llamado Alexei Ivanovich al que nunca veremos ejercer esa función en
el círculo del general Zagorianski, su empleador, sino toda una serie de
actuaciones que lindan entre el siervo de confianza y el secretario que conoce
demasiados secretos, y que solo obtiene de sus «amos» reproches y desprecio.
El general es uno de estos
tipos patéticos, al borde de la abyección moral, que frecuentan la literatura
del autor: un hombre atrapado entre su pasión por una aventurera de la que se
ha enamorado sin remedio y un falso marqués que lo tiene atrapado por la firma
de varios pagarés. Dos aventureros que confían en que el general herede una enorme cantidad de dinero si se confirma la noticia de la rica y anciana pariente
que, supuestamente, agoniza en San Petersburgo (y que, por supuesto, acabará
haciendo acto de presencia en Ruletenburgo, cayendo ella también fascinada por
el juego, protagonizando un episodio en exceso enfático sobre el papel, pero
francamente sugestivo por el talento con que Dostoyevski lo narra).
Ahora bien, lo único que
importa a Alexei de ese entorno es la hijastra del general, Polina, personaje
que el escritor moldeó, sin disimulo alguno (hasta mantuvo su nombre) sobre la
amante que lo acompañó en sus andanzas por las ciudades-casino. La pasión,
entendida antes como fetichismo sensual que como ensueño romántico, que Alexei
siente por esa mujer es reflejo de la que Dostoyevski no pudo evitar que lo
arrastrara por media Europa, en un momento en que su primera esposa se consumía
de tisis en San Petersburgo. El más malsano sadomasoquismo impregna unas
páginas que hoy no serían nada correctas, sobre todo cuando el protagonista le
declara febrilmente su deseo de «golpearla, de dejarla tullida, de estrangularla»,
aun sabiendo que una sola mirada, una mera insinuación de la muchacha (como se
demuestra en más de una ocasión) es capaz de arrastrarlo a la situación más
humillante. La misma y ambigua relación que Polina mantiene con el francés es
motivo de especial tortura para Alexei, que ilusamente se lanza a las mesas
creyendo que, de ganar, la conseguirá para siempre: de ahí su tremenda rabia
cuando la joven le arroja a la cara ese dinero que, cree él, le otorga su
liberación, sin advertir que ella solo verá una nueva y más firme cadena en
torno a su talle.
Por cierto que los dos
aventureros franceses le sirven al autor (como el ambiente alemán) para volcar
ese radical rechazo que, a esas alturas de su vida, sentía por Europa. De hecho,
El jugador es un ejemplo
especialmente desagradable del virulento misticismo nacionalista de
Dostoyevski, con su inevitable componente de xenofobia, que no se explica como
mera característica de un personaje, puesto que su Alexei no es sino portavoz
de sí mismo. Es más, si uno teme releer a Dostoyevski después de no haberlo
frecuentado durante mucho tiempo, es justo por todo aquello que abunda en El jugador: el
temor al exceso en todos los sentidos (sordidez, mezquindad, degradación…) o la
rabia incontenible con que las oraciones parecen escupirse, sin que este caso
se vea templada por esa piedad infinita que un hombre tan místico también era
capaz de sentir. En El
jugador todo es horrible, y sin embargo, está escrito en tal estado de
gracia que acaba obligando a devorar sus páginas como si la misma
prisa de sus personajes, y del escritor, se nos contagiara a los lectores.
Apenas es posible un mínimo descanso, y es que, gracias a su extensión breve,
en comparación con sus grandes novelones, el relato posee un genial sentido de la
síntesis. No extraña que sea una de las mejores puertas de entrada al mundo del
hombre que escribirá El idiota o Los hermanos
Karamázov.
Decía que El jugador no
consiguió ser ese bálsamo simbólico que el autor tanto deseaba para su afición
al juego. Al año siguiente partió de nuevo para Wiesbaden, apenas recién casado
con su segunda esposa, para intentar hacer justo lo mismo que su personaje:
cubrir milagrosamente sus necesidades económicas, consiguiendo únicamente ser
desplumado de nuevo. Ahora bien, tal vez él mismo, al escribirla, intuía que no
le serviría para nada. ¿O acaso no lo expresa sobradamente su final? Después de
descubrir, de labios de un inglés que fue testigo meses atrás de su odisea en
Wiesbaden (los ingleses sí le merecían respeto a Dostoyevski), que Polina, a su
modo tortuoso, sí le amaba, así como la indicación de dónde encontrarla y el
dinero justo para el viaje, el escritor se despide de Alexei, este no puede
sino mirar al casino y pensar, como mil veces antes, que «en una hora puede
cambiar todo mi destino».