miércoles, 8 de julio de 2020

EL JUGADOR (Fiodor M. Dostoyevski, 1866)


       José Miguel García de Fórmica-Corsi

En el curso de 25 días, entre el 4 y el 9 de octubre de 1866, Fedor Dostoyevski dictó (a la joven estenógrafa Anna Snitkina, que poco después se convertiría en su segunda esposa) las cerca de doscientas páginas de su novela El jugador. La razón de este inusual método de escritura estriba en la prisa infernal que tenía el escritor por entregarla. Roído por las deudas y las necesidades económicas —la reciente muerte de su querido hermano Mijaíl lo había impulsado a hacerse cargo tanto de su familia como de la ruinosa revista que ambos dirigían, La Época—, Dostoyevski, a cambio de los necesario anticipos, había firmado unas condiciones draconianas con su editor, que le obligaban a entregar una novela inédita en un plazo breve so pena de perder los derechos sobre sus obras anteriores. No puede ser casualidad que El jugador esté organizada en torno a la prisa y la impaciencia de los personajes centrales. Son dos atributos, lógicamente, de la pasión por el juego, tan bien descrita en la novela, pero no creo que sea licencia poética del lector pensar que el escritor, acuciado por los plazos de entrega, trasladara a la ficción su propia ansiedad por acabar a tiempo.
Como bien se sabe, otra circunstancia justifica la atmósfera angustiosa de la novela. Se trata de un libro especialmente atravesado por circunstancias autobiográficas. En años anteriores, el escritor se había arrastrado por esas ciudades-balneario alemanas al estilo de la que aquí, bajo el nombre fingido de Rulenteburgo, alberga la acción (Wiesbaden, Baden-Baden), enclaves concebidos, en teoría, para la curación del cuerpo, pero que a su vez encierran la tentación de esa enfermedad del espíritu que es el juego, al contar todas con atractivos casinos.
Dostoyevski planteó su obra como uno de sus habituales estudios sobre la degradación, si bien, en un escritor tan instintivo como él, el término estudio destila una cerebralidad que en poco describe las sensaciones que despierta. Él mismo se proyecta en el personaje que narra la acción en primera persona, ese preceptor llamado Alexei Ivanovich al que nunca veremos ejercer esa función en el círculo del general Zagorianski, su empleador, sino toda una serie de actuaciones que lindan entre el siervo de confianza y el secretario que conoce demasiados secretos, y que solo obtiene de sus «amos» reproches y desprecio.
El general es uno de estos tipos patéticos, al borde de la abyección moral, que frecuentan la literatura del autor: un hombre atrapado entre su pasión por una aventurera de la que se ha enamorado sin remedio y un falso marqués que lo tiene atrapado por la firma de varios pagarés. Dos aventureros que confían en que el general herede una enorme cantidad de dinero si se confirma la noticia de la rica y anciana pariente que, supuestamente, agoniza en San Petersburgo (y que, por supuesto, acabará haciendo acto de presencia en Ruletenburgo, cayendo ella también fascinada por el juego, protagonizando un episodio en exceso enfático sobre el papel, pero francamente sugestivo por el talento con que Dostoyevski lo narra).
Ahora bien, lo único que importa a Alexei de ese entorno es la hijastra del general, Polina, personaje que el escritor moldeó, sin disimulo alguno (hasta mantuvo su nombre) sobre la amante que lo acompañó en sus andanzas por las ciudades-casino. La pasión, entendida antes como fetichismo sensual que como ensueño romántico, que Alexei siente por esa mujer es reflejo de la que Dostoyevski no pudo evitar que lo arrastrara por media Europa, en un momento en que su primera esposa se consumía de tisis en San Petersburgo. El más malsano sadomasoquismo impregna unas páginas que hoy no serían nada correctas, sobre todo cuando el protagonista le declara febrilmente su deseo de «golpearla, de dejarla tullida, de estrangularla», aun sabiendo que una sola mirada, una mera insinuación de la muchacha (como se demuestra en más de una ocasión) es capaz de arrastrarlo a la situación más humillante. La misma y ambigua relación que Polina mantiene con el francés es motivo de especial tortura para Alexei, que ilusamente se lanza a las mesas creyendo que, de ganar, la conseguirá para siempre: de ahí su tremenda rabia cuando la joven le arroja a la cara ese dinero que, cree él, le otorga su liberación, sin advertir que ella solo verá una nueva y más firme cadena en torno a su talle.
Por cierto que los dos aventureros franceses le sirven al autor (como el ambiente alemán) para volcar ese radical rechazo que, a esas alturas de su vida, sentía por Europa. De hecho, El jugador es un ejemplo especialmente desagradable del virulento misticismo nacionalista de Dostoyevski, con su inevitable componente de xenofobia, que no se explica como mera característica de un personaje, puesto que su Alexei no es sino portavoz de sí mismo. Es más, si uno teme releer a Dostoyevski después de no haberlo frecuentado durante mucho tiempo, es justo por todo aquello que abunda en El jugador: el temor al exceso en todos los sentidos (sordidez, mezquindad, degradación…) o la rabia incontenible con que las oraciones parecen escupirse, sin que este caso se vea templada por esa piedad infinita que un hombre tan místico también era capaz de sentir. En El jugador todo es horrible, y sin embargo, está escrito en tal estado de gracia que acaba obligando a devorar sus páginas como si la misma prisa de sus personajes, y del escritor, se nos contagiara a los lectores. Apenas es posible un mínimo descanso, y es que, gracias a su extensión breve, en comparación con sus grandes novelones, el relato posee un genial sentido de la síntesis. No extraña que sea una de las mejores puertas de entrada al mundo del hombre que escribirá El idiota o Los hermanos Karamázov.
Decía que El jugador no consiguió ser ese bálsamo simbólico que el autor tanto deseaba para su afición al juego. Al año siguiente partió de nuevo para Wiesbaden, apenas recién casado con su segunda esposa, para intentar hacer justo lo mismo que su personaje: cubrir milagrosamente sus necesidades económicas, consiguiendo únicamente ser desplumado de nuevo. Ahora bien, tal vez él mismo, al escribirla, intuía que no le serviría para nada. ¿O acaso no lo expresa sobradamente su final? Después de descubrir, de labios de un inglés que fue testigo meses atrás de su odisea en Wiesbaden (los ingleses sí le merecían respeto a Dostoyevski), que Polina, a su modo tortuoso, sí le amaba, así como la indicación de dónde encontrarla y el dinero justo para el viaje, el escritor se despide de Alexei, este no puede sino mirar al casino y pensar, como mil veces antes, que «en una hora puede cambiar todo mi destino».

domingo, 28 de junio de 2020

LA AMANTE DE WITTGENSTEIN (David Markson, 1988)


Benito Arias

   Con ese título, es imposible no interesarse por la novela. Aunque es un tanto enigmático, ya se sabe que Ludwig Wittgenstein (el filósofo del siglo XX) era homosexual y mistress no es el término apropiado para designar a una mujer supuestamente enamorada del filósofo. Sin embargo, la obra se titula Wittgenstein's Mistress, se publicó en 1988 y su autor, David Markson (1927-2010), sabía muy bien lo que hacía al elegir el título. Mistress es una amante dominadora, que violenta con sus acciones o con sus palabras al otro. También es una maestra. Kate, la voz de la novela, ejerce violencia sobre las obras de Wittgenstein, en concreto sobre el Tractatus, para enseñarnos un mensaje postmodernista y también muy claro, que todo es diverso, meramente aproximado y muy confuso. Si algo puede resumir la impresión general de esta novela es que Samuel Beckett ha decidido contarnos el Tractatus a su manera. En frases cortas y en párrafos breves de una sola o de pocas frases asistimos al monólogo escrito en máquina de escribir por una mujer de unos 50 años, tal vez 47 (no lo sabe), que dice estar sola (literalmente, no hay nadie más) en el mundo, que viaja constantemente aunque en esos momentos se encuentra en una casa escribiendo sus ocurrencias, una especie de memorias y un recuento de sus recuerdos y conocimientos. En este proceso, marcado por el duelo y la pérdida de sus seres queridos, al borde mismo de la locura, si no inmersa en ella, surgen preguntas filosóficas, siendo la más importante qué relación hay entre el lenguaje y el mundo, el lenguaje con el que recordamos o con el que expresamos lo que percibimos y con el que nos explicamos las cosas, el mundo del que somos parte indisoluble, que sentimos y del que hablamos.
   No extrañará que la novela fuera rechazada 54 veces antes de ser publicada. Ahora sin embargo es un clásico de la literatura experimental de fines del XX, incluso se tradujo al castellano y conoció dos ediciones en la editorial Destino (1989 y 1995), antes de pasar al limbo de los libros agotados e inencontrables. El responsable de su fama, no en España evidentemente, sino en su país de origen, es David Forster Wallace, quien le dedicó un largo ensayo titulado "La plenitud vacía", original de 1990 y editado en castellano en el volumen En cuerpo y en lo otro. Como Wallace, Markson se sitúa entre la filosofía y la literatura, es decir, en eso que los filósofos llaman "escritura", muy contenida en el caso de Markson, desbordante en el caso de Wallace. Ambos representan una muy digna continuación del postmodernismo norteamericano que tiene en William Gaddis un antecedente respetado por los dos. Sin embargo, el tratamiento de esos intereses comunes no puede ser más opuesto. Si DFW tiende a la verborrea, Markson aspira a la concisión de la cita. Sus novelas posteriores a la del giro inaugurado con esta obra, son de hecho amontamientos de párrafos en los que el argumento se reduce casi a la nada. De todas ellas, me permito recomendar Esto no es una novela (2001), con un título que remite al cuadro de Magritte y a Foucault, y que en su más claro hilo argumental reúne anécdotas tenuemente entrelazadas acerca de la muerte, especialmente la muerte de todo tipo de personajes históricos. Tal vez sea un guiño a la muerte de la novela.
   En La amante de Wittgenstein asistimos perplejos a una obra que lo mismo podría tener cien páginas más que menos. Tal y como el minimalismo nos da a escuchar composiciones repetitivas que se acaban, sospechamos, porque en algún momento han de acabar, también esta novela propone un discurso atomizado y confuso, repleto de rectificaciones y datos falsos o erróneos, de contradicciones y ambivalencias que podrían extenderse o acortarse sin menoscabo de su valor estético. Ese valor, en mi opinión, es muy grande. En pocas ocasiones asistimos al nacimiento de algo verdaderamente original en literatura, y la obra de David Markson es el equivalente literario de la música culta de fines del siglo XX, cuyo traslado a la literatura ha tenido que esperar a que hayamos digerido el serialismo, la música electrónica y atonal, los ruidos y las estridencias hasta llegar a la calma del bucle lógico-minimalista.
   En el plano filosófico, la duda, la pregunta constante, las comparaciones entre pintura y escritura. el imperio de los signos sin significado para el que desconoce las reglas de composición, sobrevuelan el desarrollo de una conciencia obligadamente solipsista, que no tiene en el apoyo de los otros una puerta para salir de su cárcel. El lenguaje no es copia del mundo, sino el mundo que hay, y se identifica con la conciencia. Tal y como Berkeley dejó claro que "ser es ser percibido", aquí hemos llegado a la convicción de que el lenguaje no copia el mundo sino que hace el mundo. Si lo que no se puede decir no es, o es silencio, tendrá que ser de algún modo todo lo que se puede decir. Tantos siglos para volver a Parménides (Ser es Pensar), pero no a su contraposición de lo Verdadero/pensable frente a lo Falso/impensable, sino al otro posible corolario de ese punto de partida, es decir, la diversificación y el despliegue de la conciencia lingüística (la única que hay) en las voces de lo múltiple, la lógica borrosa y las infinitas posibilidades. En resumen, Wittgenstein II contra Wittgenstein I, valga la osadía... Recuérdese que la ruptura del paradigma que pone al lenguaje como copia, espejo o pintura de la naturaleza fue consumada por el llamado segundo Wittgenstein contra su propio Tractatus, de lo cual se nutre Markson en su digamos novela, que a su modo se sirve paradójicamente del Tractatus como escalera simbólica antes de dejarse caer en el deslumbrante mundo de las posibilidades del lenguaje/realidad. Como experimento, la propuesta de Markson es fascinante. La amante de Wittgenstein nos deja ver de un modo fantástico que no hay puntos de partida privilegiados, ni axiomas metafísicos, ni divisiones claras. Los párrafos remiten unos a otros, y las divisiones o vacíos son también partes del todo, los olvidos sostienen los recuerdos y los errores son el camino a la verdad.
   Dicho esto, no hay que tener miedo a su lectura, ni siquiera es preciso terminarla, ya que 50 o 100 páginas dan perfectamente la medida del conjunto. El fragmento en este caso podría ser incluso superior a la totalidad, son las paradojas del postmodernismo extremo.

sábado, 1 de febrero de 2020

CUANDO SEAS MAYOR (Miguel Gane, 2019)


Mayte Padilla

    Cuando seas mayor es la primera novela del joven poeta Miguel Gane, nombre españolizado que éste adoptó, como cuenta en el libro (“autobiográfico en un 70-80%”), tras emigrar desde Rumanía y advertir que su nombre real, Gheorghe Mihaita Gane, era mal pronunciado y provocaba burla e incomprensión.

    Se trata de una novela de planteamiento y estructura extremadamente sencillos, que toma como protagonista a un niño de nueve años y nos muestra la vida de su insignificante vecindario en un pueblecito de montaña transilvano, y las peripecias de la familia cuando deciden emigrar a España.

    ¿Qué interés puede tener una novela como esta? Desde luego, no la originalidad de su planteamiento, ni formal ni temático, con un desarrollo cronológico sin artificios. Gane comienza su historia en la mañana de Navidad, en un inicio que no he podido dejar de asociar a Mujercitas, ya que su familia, que hace equilibrios entre la clase baja y la pobreza declarada, tampoco le puede ofrecer el regalo que el inocente niño ha pedido a Papá Noel. El padre, empleado en una fábrica y siempre a disposición de domnul director hasta el punto de descuidar a su familia; la madre, que se emplea de forma irregular como cocinera en casas ajenas, mientras a duras penas mantiene saciado a su hijo, conforman una pareja unida hasta que la adversidad, en forma de enfermedad de ella, les lleva a endeudarse sin remedio.

    Toda la primera mitad de la novela, estructurada en breves capítulos, se dedica a trazar con precisión las relaciones sociales en el pueblo: la escuela, donde el inteligente niño está no obstante condenado a la marginación en una clase “fácil”, para pobres; la iglesia, donde la madre se refugia en busca de esa suerte que parece haberlos abandonado, al coste de dejarse manejar por la beata del pueblo; las referencias a las prácticas corruptas de médicos, profesores y en general empleados con alguna responsabilidad, sutiles pero a la vez asumidas como un mecanismo de funcionamiento tan natural como la vida misma; el bar, que el padre empieza a frecuentar cuando su voluntad de superación flaquea; y sobre todo el jardín, y la valla que delimitan la casa del niño y Eduard, su mejor amigo, que tiene una posición económica desahogada y que sin embargo ellos atraviesan con naturalidad, resistiéndose a que su amistad se vea condicionada por el dinero.

    Interesante es el fuerte contrapunto que se plantea en la novela entre la vida un tanto asilvestrada del niño en el pueblecito de los Cárpatos, por donde corretea a pesar del frío, y lo que luego va a ser su confinamiento en un piso de una ciudad dormitorio como Leganés, cuando no se atreva a salir a las calles, supuestamente civilizadas pero muy peligrosas para un “sin papeles”.

    En la segunda mitad de la novela el niño se ve obligado a salir de su, a pesar de todo, idealizado entorno natal, para vivir la aventura de la emigración. Escenas que de alguna manera nos suenan conocidas se suceden con un ritmo fluido, cuajadas de personajes tanto entrañables como odiosos, pero siempre con el márchamo de lo realmente vivido: los compañeros de viaje en el autobús que atraviesa Europa; el impacto de visitar los bien surtidos supermercados españoles o los cristalinos aseos públicos franceses; los viejos conocidos que dan alojamiento a la familia a su llegada a Madrid; los voluntarios de la ONG; los primeros maestros que introducen al niño en el nuevo idioma; los nuevos compañeros de clase para los que es “el rumano”; el miedo de vivir “sin papeles”;,…

    A los que nos gusta flagelarnos un poco analizando las carencias de los servicios públicos españoles esta novela nos ofrece una visión enternecedoramente positiva. El niño, impulsado por su madre desde pequeño a estudiar para “ser alguien”, va a encontrar en las escuelas españolas una dura prueba de adaptación, pero una cuya superación sí depende de él, y no de una estructura social rígida como la de pueblo natal. Acostumbrado a los castigos corporales, la corrupción y el clasismo de la escuela de su pueblo, los conatos de bullying y la xenofobia que sufre en las aulas de ese colegio de barrio que podría ser cualquiera, en el que los niños pueden hablar y moverse en las aulas (sic) hieren, pero no matan.

    Así mismo la madre, más flexible que el padre, encuentra en la sociedad española espacios de libertad que le permiten vivir una vida diferente, más autónoma, a diferencia de la subordinación (económica, social) en la que había vivido antes. Una cierta ingenuidad sobre el “sueño europeo” recorre toda la novela, y nos obliga a recordar lo importante que es mantener vivo ese sueño de una Europa solidaria y próspera.

    En suma, como decía al principio, no hay nada demasiado sorprendente, nada original: es una historia sobre la emigración mil veces leída o vista en cine. Y sin embargo la historia me atrapó por completo, ya que tiene la fuerza de lo real, elaborado con un lenguaje directo y una honestidad muy refrescante: se trata de una historia personal, con la que el autor no intenta establecer generalizaciones ni defender ninguna tesis, ni siquiera hacer una crítica concreta, y desde luego no tiene pretensiones de explicar las causas del fenómeno migratorio ni las consecuencias en los que se van y en los que se quedan, sino contar el impacto que sobre él, como niño, tuvo dejar la Rumanía rural por la gran ciudad española. Una microhistoria que, a mi entender, encuentra en esa sencillez y sinceridad desarmante su punto fuerte: es una historia cualquiera de las que todos los días ocurren a personas a nuestro alrededor.

viernes, 24 de enero de 2020

LOS ERRANTES (Olga Tokarczuk, 2007)


  Benito Arias

   Recordaremos muchas veces que hemos leído Los errantes de Olga Tokarczuk, y siempre agradeceremos la posibilidad de releerlo. Quién iba a decir que el Nobel volviera de su crisis renovado y cumpliendo por fin con su principal obligación: descubrirnos talentos consolidados pero poco difundidos, como es el caso de la polaca, así como reconocer talentos indiscutibles, al margen de su corrección política, como en el caso de Peter Handke. Teniendo en cuenta que venía de premiar a Bob Dylan y no a Don DeLillo, a Ishiguro y no a McEwan, bienvenido sea el cambio de rumbo.
   El nombre de Olga Tokarczuk, al que cuesta acostumbrarse, no es la segundona de estos premios, sino la ganadora del Nobel correspondiente a 2018, y hay que tratarla como lo que es: una escritora singular y de sorprendente calidad. ¿Pero qué tenemos para sustentar esta opinión? Por fortuna, su obra más reconocida, que se encontraba en proceso de edición en España cuando le fue concedido el Premio. Se halla ya editada, y también disponemos de un par de novelas (una de ellas agotada); pero acerca de Sobre los huesos de los muertos, por ejemplo, no me puedo pronunciar aún, ya que estoy viciado por la mediocre película que adapta su trama al cine (El rastro, 2017, dirigida por Agnieszka Holland) y en realidad acabo de empezar a leerla; pero en todo caso el libro que pasa por ser su obra principal hasta el momento, Los errantes, premio Man Booker Internacional, es un muestrario extraordinario de las muchas capacidades de Tokarczuk para construir un libro que llama al ditirambo: original, reflexivo, poético, postmoderno, interesante, arriesgado... Y así podríamos seguir con adjetivos referidos al estilo, a la estética o la técnica y en todos ellos habría que ser laudatorio, porque Tokarczuk puede estar orgullosa de ser una irónica hija de su tiempo, que al parecer demanda libros para los aeropuertos y los viajes en autobús, para las esperas hospitalarias o los momentos previos a quedarse frito en la cama. Lo curioso es que estos libros de fragmentos, misceláneas y anotaciones son los que nos acompañan con más empecinamiento, y aunque parecen destinados a solucionar una emergencia lectora terminan rellenando un espacio mucho más minucioso y dilatado. 
   Los errantes es una miscelánea, una colección de "entradas" que agrupa relatos, ensayos, pasajes autobiográficos, páginas de diario, reflexiones periodísticas, mapas y otros materiales en torno a los viajes o, mejor dicho, a la errancia. "Ser errante" es una categoría algo más compleja que "ser viajero", ya que califica una forma de ser en el mundo, más que de estar en él (vamos a aprovecharnos de que tenemos esta distinción entre "ser" y "estar" en castellano). Podríamos decir que quien ocasionalmente cambia de sitio es el viajero; pero quien ocasionalmente se establece en alguno es el errante. La narradora de Los errantes entraría en esta segunda categoría, la del que se despierta y no sabe ni dónde está, pero le da igual. Hay otro tema que vertebra la colección: el cuerpo humano. Los gabinetes de curiosidades y los museos naturales que pueden visitarse en tantas ciudades, con sus frascos de órganos, sus rarezas y malformaciones, atraen a nuestra filósofa y la llevan a imaginar fantasías sobre maestros conservadores y lecciones de anatomía. Las cartas de Joséphine Soliman a Francisco I, emperador de Austria, solicitando que le devuelva el cuerpo embalsamado de su padre, Angelo Soliman, no dejarán indiferente a nadie y recuerdan el patético lamento de Lichtenberg ante el cadáver de un niño negro preservado en formol.
   Hay relatos desmembrados que una vez unidos dan para nouvelles o relatos largos, otros son más pequeños, pero no menos artísticos, ramificaciones a veces de alguno anterior, y como en la Gestalt perceptiva los elementos adoptan un nuevo sentido por contacto y reestructuración. La autora está en medio, visible como ojo errante que sólo repara en lo que le interesa, anotadora y oyente, también se nos confiesa al principio: critica su especialidad (la Psicología) y advierte que le atrae la malformación y lo roto. Su libro no está roto, es un ensamblaje donde cada pieza vale por sí misma y el conjunto es de una riqueza inaudita. Hay una enorme generosidad en este libro, que igual podría haber tenido doscientas páginas y no casi cuatrocientas. Al final se nos recompensa con un final para la historia flotante de Kunicki y su esposa e hijo desaparecidos, y como regalo extraordinario el cuento dedicado a un dios menor, Kairós, encarnado en un frágil erudito y su atenta compañera. En la despedida, Olga mira a todos los anotadores, los enfermos de grafomanía y anima a seguir llenando libretas entre avión y avión. Como ella misma hace, mirando a hurtadillas al próximo motivo para un relato que insertará entre un mapa, una nota rescatada de periódico y una lista de curiosidades o extravagancias.
   Borges, que tanto los cultivó, desaprobaba los libros de brevedades, esos libros de restos, pre-póstumos, que sólo se justificarían si se los rescata post-mortem. Ahora que los diarios se escriben para publicarlos anualmente y las mezclas de géneros parecen dar la medida del talento contemporáneo más que de la época, digamos lo obvio, que las selvas y los florilegios pueden ser tan sublimes como la mayor de las grandes novelas, que toda novela es también un fragmento grande, y que un solo poema puede iluminar el sentido de una vida. La disparidad de calidades o tamaños en la miscelánea no la invalida más que la variedad de pasajes y tonos invalida a una novela, y el criterio de demarcación estética ha de ser común a todos los géneros, incluido el de las mezclas. La silva de Tokarczuk no es una novela ni falta que le hace, es uno de los libros más estimulantes de nuestro siglo.

miércoles, 8 de enero de 2020

MUJERCITAS (Louisa May Alcott, 1868)


  José Miguel García de Fórmica

Mujercitas es un clásico del entretenimiento «burgués» cuya lectura atenta no hace sino dejar bien claro que se sustenta en una contradicción: por un lado, es una historia llena de buenos sentimientos que parece sancionar con gusto el tranquilizador sistema social organizado en torno a la familia y la mujer como ángel del hogar; por otro, está escrita por una mujer que no dudó en dibujar el universo femenino como un espacio donde cabe de todo, incluido el cuestionamiento de ese modelo, de la mano de su personaje protagonista, Jo, esa muchacha que lamenta no haber nacido un hombre y que se propone no casarse nunca y mantener siempre su libertad). No en vano la autora, Louisa May Alcott (1832-1888) se había criado en un hogar de ideas avanzadas, frecuentado por los escritores de la llamada «escuela trascendentalista», como Emerson o Thoreau, y fue firme defensora tanto del abolicionismo como del sufragismo. Escritora desde muy corta edad, el gran éxito de su vida, Mujercitas, lo publicó en 1868. Al año siguiente dio a la imprenta su continuación, Good Wives, rebautizada en Europa como Aquellas mujercitas, si bien, en la actualidad, suelen editarse de modo conjunto bajo el primer título.
Sin duda, lo primero que hay que reconocerle a la novela es la fortuna con que Alcott plasma el objetivo que perseguía: transmitir que el universo hogareño de los March (lo que es lo mismo que decir el suyo propio, que utilizó como modelo) es un auténtico paraíso. La empatía que despierta con el lector es evidente, pues invita a creer que uno gozó de lo mismo en su propia infancia. De ahí lo interesante que resulte el personaje de Jo, la hermana que esconde a la misma Louisa May: aunque su carácter odia el convencionalismo de la buena sociedad y anhela convertirse en alguien independiente y de vida distinta a los demás, lo cierto es que, a lo largo de toda la historia, es quien más se esfuerza para que nada cambie. Es el guardián de las esencias de ese paraíso en la tierra, y para ello pretende un imposible: que ninguna de las hermanas crezca. Mucho antes de que J. M. Barrie escribiera el más triste cuento jamás escrito, Peter Pan, Jo March ya consiguió transmitirnos la idea de que el crecimiento es la más terrible condena a que puede ser sometido el ser humano.
Bajo este punto de vista, el personaje de Beth —que de otro modo no parecería sino una concesión al sentimentalismo— resulta el más estremecedor. Porque Beth, en efecto, es la hermana que no crece. Es la única que, significativamente, nunca hace planes para el futuro, la única que carece de una evolución personal, que de hecho en la segunda novela (que narra el acceso de las hermanas a la madurez) sigue siendo la misma Beth de la primera parte, pero diríase que convertida en una suerte de espectro o fantasma que al final acaba desvaneciéndose literalmente. Y es que, por supuesto, la forma mediante la cual triunfa en su propósito de no crecer es la única que, hasta el momento, se conoce para luchar contra esa «imperfección» humana: la muerte.
Mujercitas es también el relato edulcorado y bienpensante que tanto se le reprocha. Sin embargo, no lo es tanto por causa de las cuatro hermanas, por supuesto todas ellas estupendas pero no cargantemente perfectas, a cada una de las cuales la escritora consigue diferenciar de modo excelente (si bien me permito preferir a la deliciosa Amy, que es la que acaba convirtiéndose en la mujer más real de las cuatro: la que ejecuta mejor el tránsito desde la inconsecuente vanidad infantil a la lucidez de la edad adulta). El rol moralizante corre más bien por cuenta de la pluscuamperfecta señora March, Marmee, que resulta un pepito grillo de lo más molesto, y no tanto porque se empeñe en dar consejos a diestra y siniestra, sino porque la autora traiciona su saludable propósito de dejar que sus hijas cometan sus propios errores (total, nunca son tan graves) al contarnos hasta la última motivación de la buena señora: sermoneando, pues.
Ahora bien, el mejor personaje de la novela, para mí, en este relato femenino, es paradójicamente un muchacho: Laurie, el joven vecino de las March, con el cual la novelista consiguió un estupendo retrato de la alegre inconsciencia de la juventud. Que mis dos personajes favoritos, Laurie y Amy, acaben enamorándose, siempre me pareció un premio a mi «osadía» por leer, y varias veces, un libro que en teoría era «para niñas».
La primera parte de la novela, Mujercitas propiamente dicha, se desarrolla a lo largo de un año justo, de una navidad a la siguiente —de ahí que suponga uno de los cuentos navideños por excelencia de la llamada literatura juvenil—, con el hogar de los March sorprendido por la ausencia del padre, que está en la guerra, y contiene los episodios más famosos que asociamos a la historia. La segunda parte comienza tres años después y se extiende a lo largo de un tiempo mayor para contar el paso a la edad adulta de todas las hermanas (salvo Beth, claro). La primera parte es más equilibrada y posee un mayor encanto; la segunda contiene tal vez los mejores momentos pero es mucho más irregular. La alegría del primer libro cede a una honda melancolía en buena parte de las páginas del segundo, sobre todo desde el punto de vista de Jo, que acaba llenándose de la sensación de vivir un enorme fracaso. Por ello, supone una decepción que la solución a su pesar existencial sea encontrar ella también al esposo que la hará felizmente convencional. O tal vez nos equivoquemos y, con lucidez, Louisa May Alcott, aun disimulándolo para sus bienpensantes lectores, decidiera que ese es el final triste que la historia merecía. Por si acaso, ella nunca se casó.