José Miguel García de Fórmica-Corsi
Hay literaturas incómodas y hay literaturas confortables; cuidado: no
digo que un tipo a la fuerza haya de ser mejor que el otro. Pero para mí un
prototipo de la segunda ha sido siempre el muy british universo de Agatha Christie, en cuyas páginas siempre me he demorado
con gozosa familiaridad, como si hubiera nacido en uno de esos tranquilos
villorrios donde, entre reuniones para tomar el té y planear tómbolas
benéficas, se cuela una inesperada huella del pasado que conduce al crimen, o
como si viajara de continuo a uno cualquiera de esos escenarios cosmopolitas de
la vieja Europa (o de las colonias británicas) donde las clases altas alivian
su aburrimiento asistiendo a las deducciones, siempre hiperbólicas, de un
detective belga de escasa estatura, bigotes de chef parisino y cabeza con forma de huevo. No en vano, de pequeño
creía que la literatura se componía, ante todo, de dos nombres: el del francés
Julio Verne y el de esta novelista británica que, a día de hoy, creo que sigue
siendo la autora más vendida de todos los tiempos.
Asesinato en el Orient Express, ahora de actualidad por la reciente (y
excelente) adaptación al cine que acaba de dirigir Kenneth Branagh, es una de
sus obras más populares, pues no solo contiene la quintaesencia de sus
características —el microcosmos internacional, el escenario exótico, la riada
de sospechosos cada uno de los cuales tiene un buen motivo para haber cometido
el crimen, la estructuración de la intriga por medio de largas escenas
dialogadas en las cuales sus inteligentísimos indagadores tratan de sorprender
cualquier cabo suelto en sus interlocutores, la escena final en que todos los
personajes son reunidos para asistir a la exhibición de una brillante mente
deductiva— sino que ofrece una de las soluciones criminales más originales de
una carrera que abunda en ellas, y de la cual no se puede anticipar nada so
pena de destruir su principal interés a quienes no la han leído (o, aunque no
lo vayan a hacer nunca, tampoco hayan visto la película).
Por supuesto, el interés de la novelista no radica tan solo en su
intriga (aunque, justo es decirlo, sea lo principal) sino en esa atmósfera que
sus incondicionales reconocemos al instante: una atmósfera de confortabilidad que nos permite introducirnos
sin dificultad alguna en ambientes que nos son tan ajenos (es decir, tan
familiares) como la Tierra Media de Tolkien o el Londres de Sherlock Holmes. Ese
incondicional sabe bien que ninguna de las palabras que Hércules (perdón, ahora
es Hercule) Poirot extrae de sus sospechosos es gratuita, y que ninguna
reacción, por casual que parezca, carece de sentido: después de todo, es una de
las claves más entrañables de eso que los británicos llaman novela-enigma y que, no puedo evitarlo,
para mí sigue siendo el paradigma de la intriga policiaca (debo confesar aquí
que, a la misma edad que leía estas novelas, detestaba los capítulos de la
mítica serie Colombo —que luego, ya
adulto, he adorado— porque nos revelaba al criminal en la primera escena, y
maldita la gracia que me hacía asistir tan
solo al modo en que el destartalado teniente de policía los
desenmascaraba).
Es cierto que la densidad dramática de esta novela es mínima (lo cual
no quiere decir que todas las suyas lo sean: ahí está para desmentirlo la
espléndida y melancólica Telón,
famoso último caso de Poirot —que no última de sus novelas), pero poco importa
ante la ligereza con que se lee. En último extremo, la brillante intriga de Asesinato en el Orient Express contiene
(como otras de su autora: no desvelo por tanto ningún detalle de su resolución)
una apología del asesinato, en determinadas circunstancias, como un acto de justicia. Quien quiera ver cómo
es posible darle la vuelta a esta lectura, e incluso dotar al esquemático
Hércules (perdón, Hercule) Poirot de una inesperada profundidad dramática debe
complementarla, como he hecho yo, con la visión de la película de Branagh.
Ayer vi otra vez la versión de Lumet de la novela. Me entretuvo sin entusiasmo. Hay una cosa que me resulta incomprensible: la deducción de quién es cada cual. Empezando por el tal Ratchett-Cassetti.
ResponderEliminarDe acuerdo en todo. Sólo quiero reivindicar como la mejor versión cinematográfica de Christie la película “Testigo de cargo”, dirigida por Billy Wilder con una suprema Marlene Dietrich, el omnímodo Charles Laughton y la última interpretación de Tyrone Power. Nada que envidiarle a sir Alfred Hitchcock. La he visto subestimada últimamente, aunque me parece superior a ésta de Lumet. ¿La de Branagh? Veremos.
ResponderEliminarLa verdad, Franklin, es que tiendo a "olvidar" que "Testigo de cargo" está basada en un cuento y una pieza teatral de Agatha Christie, porque, primero, precisamente si la película no llega a ser especialmente interesante es por la falta de prestancia del original, muy limitado, y segundo, porque la personalidad de Billy Wilder oculta aquí totalmente la de la novelista. De hecho, lo mejor de esta película es lo que aporta el director y guionista, es decir, toda la enjundia relacionada con la decadencia física del brillante abogado y su relación con la enfermera. En cuanto a las películas, la de Lumet la tengo medio olvidada porque nunca me pareció gran cosa, y la de Branagh, como señalo en mi blog La mano del extranjero, es francamente interesante.
EliminarEs la primera vez que leo que la lectura de una novela que ha resultado muy placentera debe estar acompañada de la versión cinematográfica. Lo normal o típico es que se comparen y, por lo general, la novela gana.
ResponderEliminarBien, pues me han entrado ganas de leer y de ver.
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