miércoles, 28 de noviembre de 2018

FORTUNATA Y JACINTA (Benito Pérez Galdós, 1887)



José Miguel García de Fórmica

La posible reticencia que podamos sentir hacia ella solo porque en los manuales de literatura es calificada (por aquellos que es dudoso que hayan leído otra cosa que literatura «seria») como la novela más grande del siglo XIX español queda vencida solo con aplicar el único método para salir de dudas: leerla. Fortunata y Jacinta no sé si será la mejor novela de esa centuria, ni siquiera si la más destacada de Galdós, pero desde luego es una obra grandiosa, excepcional, inolvidable.
Sorprendido justo en mitad del camino de su vida, el escritor canario la escribió con el convencimiento pleno de estar ejecutando una novela culminante en su trayectoria: como Auto de fe o Cien años de soledad o Los hermanos Karamázov, es una de estas que se llaman novelas-mundo, por ambición, por extensión, por el propósito de incluir en ella una completísima expresión del universo humano. Un universo encarnado en una ciudad, Madrid, más que nunca un personaje fundamental de la literatura galdosiana, cuya descripción revela al incansable paseante de sus calles y rincones, y cuya voz (plasmada a través de un riquísimo sentido del diálogo) delata al hombre que forjó su oído para el habla popular en esa escuela de literatos que en España fue el café. Un Madrid, además, sorprendido en un momento socio-histórico especialmente convulso (el Sexenio Revolucionario y la llegada de la Restauración), que permite a Galdós efectuar un irónico paralelismo con las trayectorias de sus personajes, también sometidas a trances revolucionarios que alteran sus vidas y a restauraciones sentimentales que devuelven un precario regreso al orden doméstico.
Más de mil páginas, según las ediciones, tiene esta novela y, como parece de rigor en obra tan extensa, en ella parecen abundar las digresiones, los remansos, las demoras del autor en torno a algún personaje, diríase que más porque le ha caído en gracia su propia inventiva que por su aportación a la trama. Sin embargo, a medida que avanza hacia su inexorable final, el lector, sobrecogido, advierte que todos esos tipos acaban aportando algo a la historia, que todos esos rumbos inciertos confluyen armoniosamente hasta obligarnos a admitir que Galdós nunca ha perdido de vista el tema central de su historia: una exposición de insondable tristeza acerca de la desdicha.
La infelicidad es lo que une a los personajes principales de su novela: por supuesto, a las dos protagonistas, a esas dos mujeres en apariencia dispares pero unidas por la misma sensación de fracaso (en el caso de Jacinta, por la maternidad frustrada; en el de Fortunata, por su pasión por un hombre venal y banal). Pero también a ese ser absolutamente inolvidable que es Maximiliano Rubín, uno de los más grandes desdichados de la historia de la literatura, y a muchos otros que, desde una posición en principio más secundaria, unen su pequeño (para ellos, grande) fracaso personal al de Fortunata y Jacinta: la pobre desgraciada Mauricia la Dura o don Manuel Moreno-Isla, ese personaje episódico al que Galdós dota, admirablemente, del protagonismo absoluto en una sección de su novela, para narrar la crónica de su muerte anunciada, y todo ello porque ha cometido el mismo error que los principales (de los que deviene, por tanto, espejo): enamorarse de alguien que no puede amarle.
La abigarrada galería de tipos que Galdós hace desfilar por sus páginas es increíble, porque todos ellos dejan un recuerdo excepcional. No puedo sino destacar a Estupiñá, esa hechura del «hombre de la multitud» poeano, que busca en todo momento la compañía de sus semejantes para proteger su pobre y desvalida insignificancia dentro del gregarismo de la conversación. O a doña Lupe la de los Pavos, la tía de los Rubín, agiotista de infalible ojo para los negocios, cuyo retrato inicial despierta verdadera repulsión pero que acaba hinchiéndose de una inesperada entraña humana, como testigo más cercano de la desgraciada relación de su sobrino con quien desde el principio sabe que es demasiado mujer para él. O a don Benito Feijoó, trasunto del mismo escritor según los críticos, el primer hombre que trata a Fortunata con verdadero cariño y ecuanimidad, sin sentirse superior o intentar aprovecharse de ella (y al que, en esta novela donde no parece posible otra cosa que la tristeza, Galdós reserva una triste y senil decadencia final: la bondad no parece existir en este mundo).
Ante tanta criatura imborrable, que Juanito Santa Cruz, el ángel malo de las dos protagonistas, parezca un personaje dibujado de modo tan mediocre y tan superficial, obliga a pensar que es una evidente elección por parte de Galdós, que persigue con ello dos fines: primero, ratificar lo fácil es que provocar la desgracia (es decir, sin mérito profundo alguno: basta con una buena apariencia y la más alegre insustancialidad) y, segundo, castigar todas sus trastadas, al hacerlo el más olvidable, el más despreciable en sentido artístico y no solo moral de todos sus tipos.
Hubo un tiempo en que fue de buen tono denigrar el estilo de Galdós («don Benito el garbancero» le llamó Valle-Inclán) y la falta de estructura de sus novelas. Una vez más, Fortunata y Jacinta desmiente ambos tópicos. En cuanto a esto último, es de admirar la inteligencia con que el autor mide la disposición de sus peripecias. Así, llama la atención que Fortunata, fuera de su encuentro inicial con su seductor, constituya una presencia opaca, apenas esbozada mediante referencias, durante casi la mitad de la novela. Es Jacinta quien en primer lugar domina el escenario de modo absoluto, para después, a modo de espejo invertido, desaparecer prácticamente de escena durante la segunda parte, convirtiéndose en una presencia lejana, incluso deformada al verse mediatizada, ahora, por el punto de vista de su rival, que sardónicamente la llama la «mona del cielo».
Ahora bien, no quepan dudas: es Fortunata la auténtica protagonista del libro. Si Galdós tarda en entronizarla dentro de su ficción es, precisamente, porque así ilustra mejor su sentido simbólico. Como ese pobre pueblo menospreciado por burguesitos como Santa Cruz, Fortunata es una sombra a la que se convoca según las conveniencias de aquellos (simbólicamente, nunca llegaremos a conocer su apellido), pero de quien acabaremos conociendo hasta el más íntimo de sus pensamientos. A través de ella, Galdós plantea una genial representación de un tipo popular de mujer inculta, simple, incluso poco inteligente, pero envuelta en una nobleza sencilla y nada ostentosa, pese a la baja estima que siente por sí misma (impelida a ello, claro, por el rechazo social a su figura de pecadora), condenada a sufrir, a caer y luego a levantarse: dueña de una inmaculada honradez incluso cuando parece hundida en la degradación.
Esta mujer nacida para dar vida y dar amor, sin embargo, habrá de chocar con la mediocridad, primero, del individuo que nunca podrá estar a la altura de la adoración que inspira, el pollo Santa Cruz, y segundo, de su propia indefensión ante la pasión, que acaba desquiciando su mente y destruyéndola por último. La intensidad de la Fortunata de las últimas cien páginas del libro asusta (cuando, hasta entonces, lo que habíamos conocido de ella eran los posos, tristes y apagados, de ese amor desmesurado que siempre transcurre fuera de escena), hace que el personaje se nos meta en los rincones del alma y ya no podamos desprendernos nunca de ella. Y aun así, Galdós reserva el cierre de su novela, de nuevo a la melancolía, al rescoldo de la más honda desdicha, dejando que quien nos despida de sus páginas (siendo conducido al manicomio, que acepta con resignada mansedumbre) sea el más patético de sus infelices personajes, el más digno de lástima, el más quijotesco: el pobre Maximiliano Rubín.

sábado, 3 de noviembre de 2018

QUERIDO MIGUEL (Natalia Ginzburg, 1973)



  Benito Arias

   Primera novela que leo de Natalia Ginzburg, una de esas autoras invocadas al calor de la llamada literatura femenina, no sé si es momento de plantearnos qué es eso, si tiene rasgos propios o si es un invento de las revistas... A muchos lectores les suelen incomodar las etiquetas porque quieren creer que la literatura es una sucesión de obras únicas; y los críticos por su parte caen a menudo en el dogmatismo de confundir sus revelaciones con ideas platónicas. El caso es que si la literatura escrita por mujeres y según el tópico suele tratar temas relacionados con la intimidad, esta novela de Natalia Ginzburg sería literatura femenina canónica. Naturalmente, ni todas las mujeres que escriben son iguales ni este tema es privativo de ellas; pero por lo que he ido comprobando al leerla, no estaría en mala compañía junto a Edith Wharton, Doris Lessing, Paula Fox, Anita Brookner, Ann Tyler, Elena Ferrante y tantas otras magníficas escritoras que, como la Ginzburg, han dirigido sus textos hacia el interior de sus personajes, mediante un sutil examen de ese "entredós" que cose a las pequeñas relaciones, el de las parejas, los amigos o las relaciones familiares. 
   Esta novela de 1973, con poco más de doscientas páginas, se lee con agilidad porque está muy bien escrita, así como traducida por Carmen Martín Gaite, a la que podría haber incluido con todo derecho en la enumeración anterior de "almas gemelas" de la Ginzburg. Se trata de una novela casi epistolar con algunos tramos narrativos que contextualizan las cartas. En éstas se profundiza en el carácter de tres personajes principales: Adriana, la madre de Miguel, Angélica, hermana de Miguel, y Mara, una chica que ha tenido un hijo que podría ser o no de Miguel. Hay bastantes personajes más, algunos incluso escriben también cartas; pero éstos son los más destacados. Los otros son referidos y narrados por los escribientes o por la narradora, y los conocemos indirectamente, a veces con distintas perspectivas. El personaje central es Miguel, un joven de veintipocos años que ha dejado Italia en circunstancias algo turbias para instalarse en Inglaterra. Tiene un pasado de activismo político de izquierdas, una sexualidad dudosa (la hipótesis de la homosexualidad o la bisexualidad salta de carta en carta) y un atractivo tan fuerte que enamora de una u otra manera a casi todos los que llegan a conocerlo: favorito del padre, de la madre, de las hermanas, de amigos y amantes, deja una profunda herida en todos ellos, ya que por su parte sólo va de un lado para otro llevado de inclinaciones pasajeras. Para compensarlo, lee a Kant: nada menos que la Crítica de la razón pura.
   Uno de los rasgos más curiosos de la novela es que los sucesos más impactantes, las grandes revelaciones, nos caen sin avisar y como a traición. Teniendo en cuenta que la mayor parte del relato consiste en un análisis de la cotidianidad de distintos personajes, cada uno con sus manías y un carácter que se define por enumeración y comentario de pequeños sucesos, conviene estar sobre aviso, no se nos vaya a escapar por ejemplo que Miguel atropelló en una ocasión a una monja y la dejó muerta, como cuenta en un momento dado la mezquina Mara. Es un ejemplo; pero hay muchos más.
   La novela transmite una profunda tristeza, y a la vez inteligencia. Son las dos cualidades más respetadas por los personajes valiosos de la novela, y seguramente traducen una inclinación de la propia autora, que demuestra un gran arte al urdir el relato, un conocimiento sorprendente de la psicología humana y una melancolía por desgracia insuperable.

sábado, 15 de septiembre de 2018

EL HOMBRE QUE CAYÓ EN LA TIERRA (Walter Tevis, 1963)



José Miguel García de Fórmica

Acabo de pasar la última página de la novela y la dejo sobre la mesa, me siento a escribir en el ordenador y me entran ganas de servirme una ginebra (y no me gusta la ginebra) como homenaje al desdichado protagonista de El hombre que cayó en la Tierra (1963). La literatura es irónica: esta novela, que compré hace varios años sin mayor inquietud por leerla (lo hice por eso que llamamos «completismo», porque tenía un vago recuerdo de la película que inspiró con David Bowie de protagonista), y que he cogido al azar en estos días indolentes entre el final del verano y el comienzo de las clases, me ha proporcionado la más triste y melancólica reflexión sobre la soledad, cósmica en su sentido más literal, que he leído en mucho tiempo.
Un conocimiento rutinario de su trama podría inducir a engaño: a creer que lo que va a contarnos el libro es la enésima historia del contacto que establece el representante de una raza del espacio con nuestro siempre codiciado planeta, a modo de cabeza de puente para una futura invasión. Su protagonista procede de un mundo llamado Anthea que se muere por falta de recursos, sobre todo de agua, y que pertenece a una especie de la que apenas quedan unos trescientos representantes. Enviado a la Tierra en un cohete individual que agota las últimas reservas de combustible que quedan en el planeta, ese ser llega con el propósito de construir aquí la nave espacial que poder enviar de regreso a Anthea y así traer a los suyos a la Tierra. Irónicamente, las armas que utilizará para sus fines son las del capitalismo: funda una empresa para gestionar las patentes de la fabulosa tecnología de que dispone, con la que se convierte en uno de los hombres más ricos del mundo y consigue así poner en marcha la construcción de la nave espacial.
Pues bien, aun manteniendo el desarrollo ortodoxo que podía esperarse de dicho planteamiento —incluida la intervención final del ejército y las autoridades—, lo que menos importa de esta novela es el curso lógico de esa peripecia. El hombre que cayó en la Tierra es, sencillamente, una fábula existencial sobre ese implacable destino del hombre (perdón, del ser pensante) que es la soledad. En primer lugar, porque pese a que la similitud morfológica entre las dos especies le permite disfrazar sus más notorias divergencias (la falta de uñas, las pupilas felinas), al notable conocimiento de las criaturas entre las que se va a mezclar (las ondas televisivas que escapan al espacio han permitido al antheano aprender cuanto precisaba sobre los terrestres) y, en consecuencia, la identidad humana que asume, bajo el nombre de Thomas Jerome Newton, aun así su adaptación al medio dista de ser completa: cualquier brusca alteración (aun cuando sea subirse a un ascensor demasiado rápido) supone un riesgo para su vida. Y su misma presencia, con sus cabellos blancos, su alta y escuálida figura y la extrema parsimonia de sus movimientos, despierta una incómoda sensación de extrañeza en quienes lo contemplan.
El gran hallazgo de la novela es que si a su protagonista le resultará imposible mimetizar del todo la anatomía física del hombre, tendrá un completo, y doloroso, éxito al interiorizar la anatomía de la melancolía humana. Exiliado a una distancia sideral de un hogar y una familia que acaban convirtiéndose en borrosos ensueños, embarcado en un objetivo cuya feliz consecución pronto empieza a causarle indiferencia (aun manteniéndose fiel al mismo hasta el final), Thomas Jerome Newton, el hombre más solitario del universo, irá adoptando todos los atributos del hombre inteligente al que embarga la insatisfacción: el ensimismamiento, el escepticismo, el refugio en la sensibilidad hacia el arte y la literatura (la música, en cambio, le estará vedada), y sobre todo el viejo consuelo del alcohol. Al principio inveterado bebedor de agua, esa sustancia tan valiosa en su mundo, Newton acabará descubriendo los placeres del vino y la ginebra el camino hacia la necesaria ataraxia. Es lógico que las únicas personas con las que entabla una mínima relación sean otros dos solitarios, también dipsómanos como él, con los que le vinculará un sentimiento de comprensión y solidaridad, pero desde luego no de amistad: Betty Jo, la mujer a la que convierte en su ama de llaves solo porque lo cuida con mimo (aunque ella necesita algo más) y Nathan Bryce, un profesor de química que, consciente de la imposibilidad de que nadie en la Tierra pueda crear semejante tecnología con los medios a su disposición, enseguida especula con que sea un extraterrestre, pero que acabará trabajando para él, irresistiblemente atraído por su mera existencia.
Walter Tevis —cuya otra novela conocida es, insólitamente, El buscavidas— dibuja con enorme delicadeza a su infeliz criatura, a ese ser dotado de una inteligencia y una madurez inmensamente superior a las de cuantos le rodean, y que sin embargo, no es nada más que un niño indefenso al que es fácil dañar. La sobria melancolía que impregna sus páginas (a la medida del ascetismo emocional de Newton) consigue identificarnos de modo íntimo con su desdichado recorrido por la Tierra.
No es la primera vez que un escritor, para expresar su pesimismo sobre la condición humana, utiliza un personaje «exterior» al hombre, pero pocas veces ha conseguido que este lector sienta el horror insoslayable de no poder evitar participar de aquella. «Trabajé duro para convertirme en la imitación de un ser humano», señala Newton hacia el final del relato, añadiendo con tambaleante orgullo, mientras se aferra a su copa: «Y lo conseguí». El hombre que cayó en la Tierra es como uno de esos días húmedos en que no queremos saber nada de la vida exterior y sin embargo la vida, pegajosa, se empeña en enfriarnos por dentro. Es un libro que debiéramos esconder en el fondo de nuestra más poblada estantería o vender a la primera ocasión en una librería de saldo. O recomendar su lectura para una noche en que nos abrume la soledad. Con un vaso de ginebra.

sábado, 25 de agosto de 2018

EL ÚLTIMO ENCUENTRO (Sándor Márai, 1942)

Benito Arias

   A inicios del nuevo siglo, todos (o casi todos) nos pusimos a leer a un autor hasta entonces desconocido, húngaro que nunca renunció a su lengua materna, ni siquiera en el exilio, y con nombre felizmente memorable: Sándor Márai. La novela que inició el enganche es la que nos ocupa hoy, El último encuentro, original de 1942 y con un título original más críptico: "Arden las velas" o "A la luz de los candelabros" (algo así). Me pregunto si la elección del título castellano tuvo algo que ver con el fenómeno editorial. Se sucedieron las traducciones de sus novelas, largas y cortas, casi en orden cronológico, hasta llegar a sus memorias y diarios. Leímos después de ésta La herencia de Eszter y Divorcio en Buda, sin que el hechizo disminuyera, y con la última parte de La mujer justa (innecesariamente añadida por el propio autor a la versión original) y, sobre todo, con La amante de Bolzano, el encanto (en mi caso) se rompió. Desde entonces, nada más. La estructura de estas novelas solía girar en torno a elegantes monólogos que evocaban una historia de amor trágico, pues la relación era presentada como un destino ineluctable pero marcada por la traición de una u otra parte. El ejemplo arquetípico, tal vez el más logrado también, es El último encuentro.
   Algo curioso de esta novela es que no se olvida en lo esencial, si ya fue leída en su día se recuerda enseguida que un militar ya septuagenario se dispone a recibir después de unos cuarenta años de ausencia a su amigo de la infancia y juventud. Mientras lo espera se nos detalla la historia de su amistad y sus familias, el uno rico y vanidoso, el otro pobre y enfermo de orgullo. La amistad estará siempre por encima de todo, como en aquella otra joyita emparentada con ésta, Reencuentro de Fred Uhlman. Se nos llega a decir que la amistad es un fenómeno masculino, y uno se acuerda de Grupo salvaje, pero también de Aristóteles o Montaigne, y tiende a estar de acuerdo (aunque sea una falsedad). No se sabe qué pesa más sobre el general resentido, si la traición del amigo o la de su esposa. Es una situación trágica, también, porque no tiene salida: nadie puede ganar en un triángulo donde todos se quieren y en el que el desequilibrio fatal se compensa con la deuda, el deber y el respeto. Como en Pan de Knut Hamsun hay una escena de caza muy relevante, cuyo sentido se trata en la novela de aclarar. Todos sabemos que esa aclaración no supera los límites de la ambigüedad, y que tampoco es necesario más.
   Lo que encanta de Márai, aparte del tema tan traído del amor imposible, es la forma de sus monólogos. Son voces un tanto parecidas, cultas, que narran mientras reflexionan. Siempre hay artistas (músicos, escritores o pintores) en sus tramas, burgueses adinerados y señoras elegantes y muy bellas. De fondo, la descomposición del imperio austrohúngaro o las consecuencias de la Gran Guerra. Todo muy emparentado también con el mundo de Stefan Zweig, en todos los sentidos, porque estar en un bando es no estar en otro. Ni Márai ni Zweig se pueden comparar con Mann, Musil o Kafka. Son de otra corriente, menos experimentales, más clásicos y caducos, pero también exquisitos y algo solemnes, pesimistas y envejecidos. Los dos eligieron el mismo final para sus vidas. Recorrer sus novelas es volver a un mundo rígico, encorsetado, donde la burguesía y la nobleza adoptan un aire de resignada autoinmolación ante el fin de sus días. Sobre muchas de estas novelas flota la gigantesca sombra del príncipe de Salina, el primero de la estirpe y su mejor representante, aunque sea el último en el orden de la escritura. De vez en cuando gusta volver a respirar estos aires tan decadentes, a pesar de que sus personajes sean tan ajenos a nosotros como un militar húngaro de alto rango o un músico de ascendencia polaca, y es que, más allá de sus peculiares contextos e historias, da gusto escucharlos.

viernes, 20 de julio de 2018

LA EDAD DE LA INOCENCIA (Edith Wharton, 1920)



Benito Arias
 
   Una novela no tiene que ser perfecta para encantarnos. Tampoco es preciso que sea muy original, es más, esto podría incluso ser un inconveniente. Para que nos guste, una novela tiene que parecernos bien escrita e interesante. "Bien escrita" (es decir, con un estilo que nos envuelva) e "interesante" (porque cuenta cosas que nos mantienen atentos), son términos muy subjetivos, y conviene ilustrarlos con ejemplos concretos. La obra más conocida de Edith Wharton (1862-1937), publicada en 1920 y Premio Pulitzer al siguiente, es un buen ejemplo de novela poco original e imperfecta; pero muy bien escrita y adictiva. Me parece imperfecta porque aun buscando el equilibrio matemático entre sus dos partes, la segunda se pierde en demasiados episodios sin trascendencia, y porque en general se detiene en detalles menores tanto de personajes (un escándalo financiero recorre de modo inútil la novela entera, sin afectar apenas a la trama principal) como de indumentaria y costumbres. Por otro lado, es poco original porque a pesar de la admiración de Wharton por Henry James, no se atreve a seguir su técnica del punto de vista y más bien retoma la de Jane Austen o Dickens, aunque los temas sí sean de esos que despertaban la imaginación de su mentor norteamericano.
   En el curioso retrato de Henry James que Edith Wharton realiza en sus memorias (Una mirada atrás, Eds. B, 1994) no deja de recordar una sola de las veces en que éste minusvaloró a sus ojos  alguna de sus producciones literarias, nunca de un modo ofensivo, pero sí manifestando la diferencia estética entre ellos. Por su parte, ella destaca el impacto que le provocó a él cuando le preguntó por qué había erigido La copa dorada "en el vacío", queriendo decir despojada de "flecos humanos", es decir, sin un contexto vital que arrope a los cuatro personajes principales. Henry James quedó desconcertado con la crítica, y ella atribuye su embararazo a un punto débil al fin desvelado. En mi opinión, el desconcierto de Henry James responde a todo lo contrario, y seguramente el novelista no podía esperar que una falta tal de entendimiento le llegara precisamente de su declarada admiradora. Sin embargo, todo se explica si comprendemos que el modelo para Wharton no es la Gran Trilogía jamesiana, sino las novelas del periodo de madurez, el Retrato o Daisy Miller. No pasa nada, es un buen modelo, a su vez montado sobre la estela de Balzac y Turgueniev, entre otros. Pero al doblar el siglo, la propuesta del Maestro implica una radicalización de su estética, hasta el punto de dar por caducos los modelos novelísticos del XIX, que siguen siendo los de Edith Wharton. Sería largo hablar de ello, pero recogiendo otra anécdota de estas memorias en que se enorgullece la autora de haber reconocido el genio del recién editado Marcel Proust, y de cómo le manda un ejemplar de Du côté de chez Swann (1913) a James, deparándole "la última y una de las más fuertes emociones artísticas" (pág. 282), cabe concluir que el legado de Henry James encontraba continuidad (no digamos "continuación") por vía francesa (además de, por supuesto, Virginia Woolf, pero eso será más adelante). En suma, no hay complicidad profunda entre Henry James y Edith Wharton, aunque comparten el interés por los mismos temas y hay un cierto tono común en los diálogos.
   La edad de la inocencia no es original, no es radical, pero es una buena novela. Si logramos manejar la telaraña de familias de la alta sociedad neoyorkina y sus múltiples representantes y parentescos, o si a falta de ello nos centramos en la historia de amor imposible que plantea, es incluso una emocionante novela que aún se lee con gran placer. Además, incluye una crítica digamos "feminista" a la minoría de edad perpetua de la mujer en la época (la segunda mitad del XIX) y sus dificultades para llevar una vida independiente del protectorado masculino. Un personaje tan tradicional como es Newland Archer (sí, "Archer", como Isabel) será de hecho capaz de recapacitar y volverse un defensor de los derechos de la mujer, y ello sólo por amor, que desde luego es la manera más noble de cambiar de opiniones. Al final también descubrimos que la joven en la edad de la inocencia, la bella pero insustancial esposa May, es igualmente capaz de penetrantes intuiciones y de un enorme sacrificio simultáneo al de los otros dos amantes, Newland y la condesa Olenska. Pero esto es mejor descubrirlo con una lectura del libro, ya que aun contando con dos buenas adaptaciones a la gran pantalla (la del director Martin Scorsese es la más conocida, así como la más literal), sin embargo, y como suele advertirse, es mejor la novela. De hecho, merece la pena comprobar cómo una gran maestra de la narrativa en sentido tradicional dosifica la información, la deja intuir o la explica hasta dejar a los lectores presos y en la red de un artificio tan bien construido.

viernes, 13 de julio de 2018

EL MONARCA DE LAS SOMBRAS (Javier Cercas, 2017)


Mayte Padilla 
 
   Me gusta mucho lo que escribe Javier Cercas y me gusta mucho cómo lo escribe. Con El monarca de las sombras vuelve a cumplirse esta doble afirmación. Su última novela narra la historia de su tío-abuelo, Manuel Mena, que siendo adolescente se afilió a Falange Española y murió a los dicinueve años, combatiendo como alférez provisional del ejército franquista durante la batalla del Ebro.
   Como en varias de sus obras más reconocidas (en Anatomía de un instante fue Adolfo Suárez; en Soldados de Salamina, Rafael Sánchez Mazas), Cercas vuelve a tomar a un personaje real, que se enfrenta a un momento decisivo en su vida o en la historia, e intenta indagar en su pasado para aclarar las motivaciones que explican dicha decisión. De ese modo, el libro se convierte en una historia real con apartados imaginados, o en una ficción con (documentadísima) base real: el autor ha explicado a menudo que no concibe la escritura sin esta mezcla.
   Esta forma narrativa me fascina: la manera en que el escritor deviene en periodista, historiador, psicólogo, cuentista,... confiere al libro una amenidad impensable. Cercas baila entre las fuentes escritas, haciendo parecer fácil lo que no lo es (como sabe cualquiera que haya intentado investigar en un archivo), y las fuentes orales, y hábilmente, se van entremezclando la Historia y las historias de un galería de personajes que reflejan lo que es y ha sido España, a nivel sociológico, en las últimas décadas: esa madre emigrada obsesionada por lo que pasará con la casa de su infancia, esos nietos juguetones que saben ir a lo suyo sin perder de vista a los mayores, ese rústico vecino que ha construido una vida sin hablar nunca de la muerte de su padre, esos pueblos moribundos del interior, esa contradicción catalana,...
   No caigamos en el error de pensar que es otra novela sobre la guerra civil. Al igual que ocurre con Anatomía de un instante o El impostor, el marco histórico y cronólógico, exhaustivamente recreado, es sólo una excusa para que Cercas escriba, fantasee sobre el papel de la memoria y la figura del héroe. No por casualidad saca sus títulos de la literatura griega clásica (y además los explica, cosa que los lectores no-tan-cultos, como yo, le agradecemos profundamente). Su auténtica preocupación es moral: ¿qué hace que una persona sea un héroe?, ¿hasta qué punto acomodamos los recuerdos a nuestra conveniencia?, ¿hasta qué punto un ideal puede dirigir nuestra vida?, ¿existe diferencia entre el bien y el mal?, ¿se puede hacer el bien desde el lado equivocado?
   La indagación más compleja sobre el asunto, a mi entender, la realizó en su novela sobre Enric Marco, el falso superviviente de Mauthausen, un personaje que, por motivos personales, me resulta perturbador. ¿Se puede ser un mentiroso por el bien común? En esta novela la disyuntiva es menos compleja, pero más polémica por tratarse de los temas de los que se trata, y ha llevado incluso a que se acuse a Cercas de revisionista: ¿había franquistas “buenos”?, ¿hubo perdedores en el bando franquista?, y sobre todo, en último término, ¿qué es más importante, estar en el bando correcto o actuar éticamente de acuerdo a tus valores personales? El criterio que usa Cercas para responder a esta pregunta me parece correcto: Mena, a diferencia de Marco, no consiguió beneficio personal por estar en el bando ganador de la guerra, ergo, su comportamiento sí puede ser ético.
   Efectivamente, Manuel Mena pertenece al bando que inició la guerra, se dejó manipular por el falangismo, y manipuló a otros (interesantísimo el manuscrito de su intervención ante camisas viejas), se alzó contra el gobierno republicano y murió matando a otros jóvenes como él, contribuyendo así a la instauración de la dictadura. Sin embargo, como Cercas averigua (o quiere hacernos ver que ha averiguado, porque en ese punto el testimonio es frágil, tanto como la memoria de un nonagenario), Manuel no se beneficia de nada de esto, y de hecho no va a la guerra (o al menos no a la batalla del Ebro, cuando ya es un soldado experimentado y sabe a lo que va) por unos ideales (erróneos), o por querer ser un héroe, un Aquiles victorioso. Va a la guerra por obligación, para evitar que vaya su hermano, y no presume de heroísmo alguno, sino sólo del amor familiar que, parece decir al final Cercas, vale más que cualquier medalla.

viernes, 6 de julio de 2018

LOS EMBAJADORES (Henry James, 1903)


Benito Arias

    Los embajadores (1903) es la novela intermedia de la Gran Trilogía de Henry James, justo entre Las alas de la paloma (1902) y La copa dorada (1904), siendo considerada por el propio novelista (así lo manifiesta en el prólogo a Retrato de una dama) su mejor obra, la más "proporcionada" y "redonda". Sería su obra cumbre, por tanto, dentro de la que suele considerarse también mejor etapa de su autor, claro que en esto hay división de opiniones, y aunque algunos comentaristas, como F. R. Leavis, votan por el Retrato (que el propio autor sitúa a este respecto justo después de Los embajadores) y otras novelas previas a este estallido final, son más lo que optan por el periodo difícil, entre otros Percy Lubbock. Personalmente, creo que no estamos obligados a elegir, aunque en este caso tiendo a dar la razón a la mayoría. Por lo demás, es admirable la vastedad del legado de Henry James, y la altura de tantas de sus obras. Prácticamente no hay un solo volumen malo ni mediocre en la selección en 24 tomos que preparó para la llamada Edición de Nueva York, al menos con respecto a lo que uno conoce, que nunca será todo. Recuerdo un repaso de Ezra Pound a la obra del gran americano, apenas tenía espacio más que para decir "esto sí, esto no", poco más. Por su parte, Pietro Citati antes de alabar una de sus grandes desconocidas, La musa trágica (1888-1890), deja este comentario con el que todos los jamesianos nos sentiremos retratados: "Uno de los mayores placeres de mi vida es no haber leído todavía todas las novelas y cuentos de Henry James. Siempre me falta alguno" (El mal absoluto, p. 485).
    Pues bien, el aficionado que se reconozca como tal (y en este blog lo somos mucho, como se está viendo) debe cruzar tarde o temprano por la Gran Trilogía, y en esas estamos. En mi caso, después de haber leído casi en éxtasis Las alas de la paloma. en una espléndida versión de Miguel Temprano, y antes de dirigirme a La copa dorada, he retomado un volumen poco vendido y más bien clandestino con la segunda traducción que me reservaba de su gran clásico. Aquí creo que es pertinente advertir del engorro de las ediciones de Los embajadores en España. La primera traducción fue la de Antonio-Prometeo Moya, editada en Montesinos en 1981 y luego retocada para la reedición en Debolsillo y Penguin Clásicos. Esta versión corregida mejora aquí y allá la ilegible tentativa inicial, pero no logra convencernos, porque el esforzado traductor simplemente no empatiza con el estilo de Henry James. Es un caso similar al de Fernando Jadraque, desafortunado intérprete de muchas obras de James, que por desgracia tal vez ya nunca se retraduzcan. Ambos traductores, a los que no niego conocimientos (puede incluso que los tengan en exceso), son tan alambicados en sus elecciones lingüísticas que parecen no sé si irónicos o vengativos. Digo esto no como experto en la materia, sino como lector frecuente de James en castellano, ya que he comprobado cómo en manos de sus buenos intérpretes, que los hay, el muy peculiar estilo del americano puede ser intrincado, porque ciertamente lo es, pero nunca amanerado o gratuitamente rebuscado. Estoy pensando en las buenas soluciones que encuentran  María Luisa Balseiro, Soledad Silió, José Bianco o el ya mencionado Miguel Temprano, este último además nos ha revelado la transparencia y solidez de una novela en un nivel de complejidad muy similar al de Los embajadores. Afortunadamente, tampoco hubo de satisfacer el trabajo de Antonio-Prometeo Moya a sus editores, ya que en 2011 pusieron en circulación una nueva traducción, firmada por Carles Llorach. Me temo que es algo desconocida, como digo, pero la verdad es que se sigue mucho mejor, y al menos respeta el ritmo, la sintaxis y el vocabulario del original. Por desgracia, menudean en ella las erratas de edición y alguna que otra mala interpretación del original, algo en lo que no podemos detenernos aquí. Con todo, Llorach no cae en la pretensión ni de suavizar ni de elevar las dificultades del texto inglés, al que sigue con suficiente fidelidad y rigor, casi de un modo literal. En fin, esta es la edición que he leído, y la que recomiendo con total convencimiento después de fracasar con la otra.
    Los embajadores plantea una anécdota mínima como hilo argumental: Lewis Lambert Strether (sí, como la "mala novela" de Balzac) se encamina a París con una embajada o encargo: devolver a su tierra y a sus responsabilidades de adulto a un joven de 28 años, hijo de la viuda, empresaria y protectora del propio Lewis Lambert, la Sra. Newsome. Strether pone en juego su reputación de hombre serio y responsable, en aras de una posible vida en común con esta señora, un poco menor que él. En principio, el fracaso en la embajada supondría un peligroso hundimiento para este hombre que ha alcanzado ya los 55 años de edad y ha sobrevivido a la muerte de su primera mujer y de su hijo de diez años sin tener nada sólido en su vida. Como ayudantes, Strether encuentra en Inglaterra a una señorita rondando la madurez (unos 35 años) llamada Maria Gostrey, un prodigio de perspicacia que a menudo cumplirá un papel similar al del coro en las tragedias antiguas, como intérprete de la acción; y también va a "contar" con un amigo de la infancia, el antieuropeo Sr. Waymarsh, que salvo vigilancia y una imponente figura, no va a aportarle mucha ayuda en realidad.
    Se sospecha que el joven Chad se halla retenido en París por una mujer, y se teme por su reputación, urge por tanto devolverlo a América. He aquí uno de los temas más queridos de James: el tema internacional, el enfrentamiento de las dos culturas y los dos continentes, aparte del sempiterno conflicto amoroso. En esta ocasión cabe decir que el tema internacional, la contraposición de la ingenuidad y el puritanismo norteamericano con la cultura, el refinamiento y el libertinaje europeo, se enfoca de un modo sumamente filosófico, tal y como se relaciona con la técnica y la psicología del punto de vista. En efecto, la novela gira en torno a las ideas de Strether, a su capacidad de entender correctamente lo que le rodea, de captar el ambiente en su tono, a las personas en su ser, y de obrar en consecuencia. Estamos ante una novela que ejemplifica como pocas el progreso del punto de vista, siempre enfocado desde el oscilante pensamiento de Strether, desde su socratismo inicial a un vitalismo casi diríamos revolucionario, que se revelará por desgracia con pies de barro. En el fondo, Henry James es un empirista y un fenomenista, a la larga también un escéptico: sólo contamos con el espectáculo fruto de una conciencia inmersa en el cuenco de la vida, no podemos salirnos de ella. Vemos, interpretamos, cotejamos y aspiramos a una síntesis que nunca alcanzaremos del todo. En el camino se cruzan los otros, que tanto ayudan como confunden, a partes iguales, y a la postre hacemos lo que podemos. El error o el fracaso son más frecuentes que los aciertos, pero en todo hay un poco de todo, y el error también reserva algo de sabiduría, un poco de conocimiento. El mayor de los fracasos es no intentar siquiera entender lo que nos rodea.
    Strether siente que ha fallado mucho. Es algo que comprueba con dolor a medida que da cumplimiento a su encargo. Ya en París, paseando por sus calles, siente que ha desperdiciado un impulso que sintió nacer en su primera estancia en la ciudad, encarnación de la vieja Europa. Unos libros aún sin encuadernar dejados en el otro continente dan testimonio de la naturaleza de ese impulso y el resultado actual. Sin embargo, ese fracaso no ha sido demoledor, de hecho dirige una desconocida revista de provincias que no vende pero en la que aparece su nombre en la portada porque así lo ha querido la Sra. Newsome. En contraste, ahí está París, que representa las posibilidades de la vida, de la bohemia literaria, de la libertad y la vida intensa. Ahí están sus nuevos amigos, los destinatarios de la embajada: Chad y su círculo de artistas, todos encantadores y talentosos, jóvenes y educadísimos; y, amparándolos, una señora separada, con una encantadora hija casadera, que muestran ser todo lo que se quiera (en positivo) menos la encarnación del libertinaje. Dos damas refinadas y un joven admirable, que todo lo entiende y promete hacer lo debido, aunque aspira también a mostrar y justificar qué lo retiene... Y Strether, placenteramente engullido por el espectáculo de la vida y la juventud, termina proponiéndose salvar y apoyar a su alter-ego, a su yo ideal. Para ello, se ve obligado a reformular las proporciones (al fin y al cabo todo es cuestión de proporción), a abrazar la causa europea contra el prejuicio americano. No quiere que se repita la historia, su propia historia.
    Esta deserción trae consecuencias y una nueva embajada con la hermana de Chad, el cuñado y una adolescente casadera, que llegan a París para asegurarse de que se cumpla lo que es debido. A partir de ahí los enredos amorosos afectan a varios emparejamientos y combinaciones, la vida de todos se transforma. El arte de James para sugerir la sutileza de estas relaciones es portentoso. La base del conflicto se enquista: Strether ha tomado partido por los jóvenes, y cree que el emparejamiento de continentes es positivo porque ha obrado maravillas en Chad. Sin embargo, tal vez no sea consciente de hasta qué punto ha equivocado los términos de la relación y sus propios motivos para enfrentarse a América. El error quedará patente en una memorable escena campestre, la única fuera de la ciudad de toda la novela, donde al fin comprende lo que todos hemos estado viendo desde el principio a través de su conciencia, todos menos este perspicaz pero ingenuo y sentimental caballero, que en famoso comentario en las últimas páginas se declara derrotado y sin ideas: "No tengo ideas, las temo. He terminado con ellas".

    Quisiera terminar con un comentario sobre el estilo de James. Es famosa la ironía de H. G. Wells según la cual éste le recordaba a un elefante queriendo coger un guisante con la trompa. Resulta gracioso, sí, y a veces da esa impresión en sus escritos; pero veamos un párrafo que puede pasar por tortuoso y perogrullesco:

Mrs Newsome era en esencia presión moral en toda su persona, la presencia de esta cualidad era casi idéntica a su propia presencia. (pág. 366)

¿Es enrevesado, gratuito..., elefantino? ¿O un prodigio de precisión? Si somos jamesianos optaremos por lo segundo, ¡sin dudarlo!

miércoles, 13 de junio de 2018

EL RETRATO DE UNA DAMA (Henry James, 1881)


José Miguel García de Fórmica

 Acabemos antes con los datos que figuran en cualquier entradilla sobre esta novela: El retrato de una dama es la primera gran novela larga de Henry James, excelentemente acogida en su momento, y la obra fundamental del llamado «tema internacional» que el autor trató tantas veces, sobre todo en la parte inicial de su carrera. Este gira en torno al conflicto que surge entre la inocencia y la corrupción, o cuando menos la ambigüedad moral, representadas una por la joven América y la otra por la vieja Europa. Lo había ensayado en varias obras, una de las cuales le había otorgado su mayor triunfo comercial hasta la fecha: Daisy Miller (publicada en 1878, dos años antes que El retrato). En la presente novela, es una joven llamada Isabel Archer la que se presenta en Europa al ser descubierta por parientes ya instalados en el viejo continente. Convertida de la noche a la mañana en beneficiaria de una enorme herencia, Isabel va siendo envuelta lenta pero implacablemente en la sutil tela de araña que urden dos compatriotas aclimatados desde mucho tiempo atrás en Italia (la acción transcurre casi por completo en tierras transalpinas, pero la práctica totalidad de los personajes son americanos). Quien clava sus ojos en ella es madame Merle, una dama cuya principal cualidad es su perfecto conocimiento de las reglas del trato en la buena sociedad. Pero la presa la reserva para su viejo amigo Gilbert Osmond, viudo, con una hija adolescente, un exquisito diletante sin fortuna alguna que para la fácilmente fascinable Isabel adopta los trazos de un egregio saboreador de la verdad profunda de las cosas, sin ambición alguna por los oropeles de la vida social. Demasiado tarde comprenderá Isabel que ella misma se ha metido en su propia prisión.
Aunque no figure en el panteón de las más conocidas heroínas atribuladas del siglo  XIX (al lado de Ana Karenina, madame Bovary o la Regenta), Isabel Archer es uno de los mayores logros femeninos que ha dado la literatura. Llama la atención que un autor que siempre pareció mayor (pese a que no llegaba a los cuarenta cuando escribió este libro), supiera componer semejante encarnación de la juventud. Isabel posee la frescura del ser que se abre al mundo con ansia voraz de libertad y conocimientos, y con el encanto de una personalidad sin doblez ni mojigatería; además, para algunos, el atractivo añadido de su fortuna. Pero sobre todo, James comprende bien que, para una criatura que se cree tan fuerte y tan independiente, el peligro radica en su engañosa convicción (¿cuántos no la han sentido a la misma edad?) de que juventud y omnisciencia, cuando no omnipotencia, son sinónimos. Isabel no concibe, hasta que es demasiado tarde, que quienes parecen brindarle, con su mayor edad, una gozosa oportunidad de beneficiarse de su superior experiencia, son en realidad seres infinitamente viejos que ven en ella al ser de cuya vida y bienes (pecuniarios, pero también espirituales) han de apropiarse para su propia renovación. No es mi eterna debilidad por hallar la impronta de lo fantástico en obras bien ancladas en lo real lo que me lleva a señalar que madame Merle y Gilbert Osmond tienen mucho de vampiros.
Las virtudes de esta obra magna, culminación de la gran novela psicológica del siglo XIX, son tantas que es difícil destacar unas sobre otras, pero confluyen, ante todo, en el memorable trazado de personajes, a cada uno de los cuales se le concede el tiempo en escena suficiente como para dejar huella. Es más, ninguno de la decena larga de importantes es superfluo: todos aportan algo a la trama, todos influyen de un modo u otro en el destino de la protagonista (para bien o para mal: para desgracia de Isabel, incluso quienes pretenden lo contrario participan de un modo u otro en su sometimiento al genio oscuro de Gilbert Osmond… aunque sea por poner en sus manos los bienes monetarios necesarios para poner en marcha su asedio).
De entre la maravillosa galería creada para la novela, mi favorito —podría decir incluso que mi favorito de entre toda la obra jamesiana— es el noble Ralph Touchett, el primo de Isabel, el único hombre que, aun siendo tal vez quien más la quiera en el mundo, sabe que no puede ni debe aspirar a ella (desde el inicio del relato, se sabe condenado a muerte prematura: padece tuberculosis en estado avanzado), y que es quien pone en sus manos la fortuna que cree que una joven con sus aspiraciones necesita (sin que ella se entere, renuncia para ello a buena parte de su herencia paterna). Con su buen humor teñido de una inevitable pátina de melancolía, con su facilidad para comprender a todo el mundo, con su elegancia moral, con su agudeza, y sobre todo su bondad natural, Ralph Touchett resulta inolvidable. Su fácil discernimiento del interior de las personas lo lleva a comprender enseguida que, por debajo de todas sus pretensiones de fineza intelectual y refinamiento ascético, en Gilbert Osmond se esconde, ante todo, un hombre con una pose: un monstruoso ególatra que no hará sino agostar el espíritu de Isabel al descubrir que no podrá reducir bajo su entera voluntad la poderosa independencia intelectual de la muchacha. Aun cuando apenas aparece en un tercio del libro, diríase que su presencia impregna cada una de sus páginas, tratando inútilmente de proteger, de alertar, a su querida prima Isabel. Pobre y desdichado Ralph, finalmente patético pero siempre conmovedor y noble, pues sus poderes no consisten en salvar del peligro sino en hacer más habitable el mundo.
El entrecruzamiento de tantas trayectorias acaba convirtiendo El retrato en la novela más folletinesca de Henry James: hay abundante agitación sentimental (puede decirse que hasta cuatro hombres se enamoran de Isabel, de los cuales tres llegan a pedirla en matrimonio), odios y pasiones, idas y venidas, cambios súbitos de la acción, considerable peso del pasado que lleva incluso a revelaciones sensacionales, propias de una historia de Dickens… Ahora bien, también es cierto que el tempo del relato es tan suave, y los acontecimientos parecen siempre tan elusivos, que la novela responde, de modo eminente, a la habitual acusación de los detractores del autor: que las páginas se dilatan y dilatan sin que los personajes hagan otra cosa que hablar sin que nada pase.
Ah, pero qué diálogos. Pocos autores han sabido crear conversaciones más brillantes que James, por mucho que uno tenga en todo momento la sensación de que nadie ha hablado nunca así: la famosa suspensión de la incredulidad de que hablaba Wordsworth tiene un ejemplo eminente en el autor, en cuanto que las palabras que se cruzan sus personajes (en las más de las veces, con tantos sentidos implícitos que acaban utilizándose entre ellos como un arma más poderosa que la esgrima más hábil) componen un mosaico arrebatadoramente artificial, que sin embargo mientras lo leemos nos parece completamente natural. La novela, por otro lado, y pese a sus centenares de páginas (según la edición, se acerca más a las mil o se queda cerca de las quinientas), no solo no aburre jamás sino que nada en ella parece superfluo; es más, deja siempre con ganas de saber más. Aunque El retrato es una obra con mucho menos opacidad que otras como La copa dorada —puesto que, desde el primer momento, los personajes que van a ser inquietantes ya dan motivos para la inquietud—, el lector, abrumado ante la inteligencia que envuelve la trama y a sus pobladores, se siente atrapado por una deliciosa desorientación.
James envuelve a todos los personajes, tanto a los positivos como a los negativos, con esa gran característica de su novelística: su sentido de la ecuanimidad. Gilbert Osmond, sin duda, es un ser odioso pero despierta una fría fascinación que hace muy comprensible la caída de Isabel en sus manos. Ahora bien, el mayor fruto de ese trato ecuánime es el desarrollo de los dos caracteres en principio más antipáticos de la historia, los dos americanos que se niegan a dejar de ser americanos y permanecen incontaminados de principio a fin: Henrietta Stackpole, la joven periodista que intenta todo el tiempo alejar a Isabel de la tentación de la europeidad, como una verdadera pesada, y Caspar Goodwood, el firme y tosco pretendiente local que se niega a aceptar (sin pasarse jamás de los límites propios del hombre honrado —sin pizca de imaginación y, por tanto, de flexibilidad, pero honrado—) que Isabel no vaya a casarse con él, como se había figurado antes de que la joven se abriera al mundo.
Pues bien, en la parte final, y tal vez porque el autor acaba haciendo de la americanidad (la auténtica, no la «contaminada» de Osmond y madame Merle) una visión del mundo cuyo principal valor es la lealtad, Henrietta y Caspar resultan ser quienes mejor comprenden la profunda infelicidad de Isabel. En el caso de ella, es la única persona a la que la protagonista se confía; en el de él, la inmutabilidad de carácter con que regresa ante Isabel supone para esta el pequeño consuelo de que el tiempo no lo tuerce todo. Y ambos, además, serán los únicos personajes que rindan la justicia debida al imborrable Ralph Touchett, ya a las puertas de la muerte, además de brindarle los servicios que Isabel, demasiado sujeta por Osmond, no tiene libertad para prestarle más allá de la amistad y la comprensión. Confieso que, entre las múltiples y placenteras sensaciones que me ha sido dado disfrutar en los más de veinte años de amistad que llevo con Henry James, nunca había encontrado, como aquí, la de provocar mi emoción. No es la mayor de las virtudes de esta novela admirable, pero no la he encontrado en ninguna otra de las suyas no menos admirables.

miércoles, 23 de mayo de 2018

SIETE CUENTOS MORALES (J. M. Coetzee, 2018)

Benito Arias

   Tenemos una novedad de Coetzee en primicia mundial. Se ha publicado antes en Argentina; pero ha aparecido también en España por un acuerdo entre El Hilo de Ariadna y Penguin pocos meses después. La traducción es de Elena Marengo, muy buena, con algunos argentinismos que se entienden sin problemas. El autor, que mantiene una buena relación con la Argentina, ha decidido que se edite antes en español y en tierras sudamericanas que en inglés. Una novedad de Coetzee es siempre una buena noticia. Si se trata además de una continuación de su novela Elizabeth Costello, mucho más, porque esa fue una de las cumbres de la impresionante cordillera en que se ha convertido su obra, todas de considerable altura, desde la primera novela publicada hasta esta pequeña colección de obras maestras del cuento.
   Al parecer Elizabeth Costello es un trasunto del autor; pero no al modo de su alter-ego autobiográfico en las Escenas de una vida de provincias, sino de un modo aún más distanciado y ficticio. En primer lugar por ser mujer y madre de dos hijos, aunque también es novelista, conocida por una novela donde recrea la historia de Molly Bloom, mientras que el propio Coetzee ha recreado a su vez temas de Robinson Crusoe y ha tomado a Dostoievski como personaje en otras novelas suyas. En estos cuentos, muy cultos, metaliterarios y filosóficos, también asoman otras referencias queridas de Coetzee, como Musil o Chéjov.
   El cuento más antiguo, "Una mujer que envejece", fue escrito entre 2003-2007 y ya era conocido, supongo que otros lo serán también, pero de un modo muy restringido, ya que Coetzee no da conferencias al uso, sino que suele leer algún texto de ficción en sus escasas apariciones públicas. Los más recientes abren ("El perro) y cierran ("El matadero de cristal") la colección. Este último, por cierto, lo dio a conocer en Madrid y es el que continúa más claramente la novela de Costello.
   Personalmente, no puedo minimizar la importancia de Elizabeth Costello, ya que es uno de esos diez libros que llevaría a cualquier sitio, y uno de los que más influencia han tenido en mi vida. A esta influencia en general alude por cierto su hija Helen cuando la percibe en horas bajas; pero ella elude ese intento de reconfortarla comparando su trabajo con el de la mosca patilarga de agua (pág. 51) que traza bellas figuras en el agua aunque sólo está cazando.
   Entre los cuentos los hay muy breves y episódicos. No por ello son peores, simplemente no han sido desarrollados. "El perro" narra los encuentros de Elizabeth con un agresivo animal tras una verja y el fallido intento de reconciliación con él a través de sus amos intratables. "Vanidad" gira alrededor de una debilidad de la protagonista, que se cambia el peinado, y la reacción que ocasiona en su familia. "Una historia" es un relato de infidelidad, que se supone alude a un episodio de la vida de Elizabeth, y es uno de los más estremecedores. Mantiene un magnífico diálogo con La consumación del amor de Musil, a pesar de los deliberados equívocos introducidos con el nombre de su protagonista (¿"Celeste"? ¿la "Clarisse" de El hombre sin atributos? No, en realidad, Claudine), lo que es la clave del relato.
   "La anciana y los gatos", seguido de "Mentiras", componen un pequeño ciclo sobre los últimos días de Elizabeth Costello. Se halla instalada en una aldea casi despoblada castellana, San Juan Obispo, y se ha convertido en una extranjera que acumula gatos en su casa. También cuida de un hombre del lugar, exhibicionista y con algo de retraso. Su razonable hijo John intenta convencerla de que abandone el lugar y consienta vivir en una residencia de lujo. Naturalmente, no lo consigue. En "Mentiras" explica por carta cómo no ha sido capaz de hacerla enfrentarse a la verdad que todos ellos conocen.
   El último cuento moral, "El matadero de cristal" recopila una serie de escritos diversos de Elizabeth Costello sobre los animales, así que entronca directamente con el hilo conductor de la novela homónima. El personaje, que a lo largo de este libro de cuentos se encontraba mayormente en sus últimos años, siempre en crisis, da muestras de una enfermedad neurológica, pierde la memoria y tiene ausencias. Le manda a su fiel interlocutor, su hijo John, algunos escritos que no querría se perdiesen. De nuevo tenemos reflexiones sobre los mataderos, el alma de los animales, la frialdad racional de los filósofos con respecto a la vida animal (Descartes y Heidegger), las paradojas de la razón, la empatía y la compasión. Las escenas narrativas son impactantes; los diálogos, con sus reflexiones, totalmente necesarios. Un libro no se mide por la cantidad de páginas que posee, ni por la coherencia, ni por el género. En todos esos aspectos, la nueva aportación de Coetzee podría ser minusvalorada, ya que los cuentos no son precisamente el género más valorado, y tampoco se trata de relatos en el sentido canónico (es decir, al modo de Chéjov o Quiroga) sino que más bien se construyen por acumulación de fragmentos y retazos. Encima, el libro es muy pequeño, apenas 100 páginas. Aun así, no creo que haya nada mejor en las mesas de novedades de este mes de mayo, o en los meses pasados, o en los venideros.

jueves, 26 de abril de 2018

EL ARTE DE LA FICCIÓN (James Salter, 2016)

Benito Arias

   Tiene frases para grabarlas en piedra:

   Nunca he llegado a tener afinidad ni a sentirme realmente cómodo con personas que no leen o que nunca han leído. Para mí es un requisito esencial. (pág. 20)
  Leo los cuentos de Bábel una y otra vez. (...) Es como un puñado de radio, un fulgor que nunca habrías imaginado. (págs. 27 y 26)
   La filosofía es una cura de efectos lentos (pág. 28)
   El estilo es el escritor en su totalidad (pág. 37)
   Reescriben sin cesar: Bábel, Flaubert, Tolstói, Virginia Woolf. Ser escritor es estar condenado a corregir. (pág. 38).
   Los escritores que me gustan son los que tienen un don para observar de cerca. Todo está en los detalles. (pág. 45)
   Hay muchos intentos fallidos, al tratar de arrancarse de dentro algo que a veces es inexpresable. (pág. 51)
   Todo lo que no está escrito desaparece, salvo por ciertos momentos que perduran, ciertas personas, días concretos. (pág. 87)

   Es curioso que Salter retome el título de uno de los más famosos artículos de crítica de Henry James para abarcar tres conferencias impartidas en la Universidad de Virginia poco antes de morir. Los temas son el arte de la ficción, la escritura de novelas y la relación entre vida y arte, todo muy jamesiano. Es raro, por tanto, que no mencione ni una vez al gran compatriota de un siglo atrás, tan viajero y cosmopolita como el propio Salter. Uno está convencido de que en el fondo los autores que le gustan se gustan entre sí. En Quemar los días sí lo cita una vez, pero se limita a recoger una idea de su amigo y guía literario Robert Phelps. Con eso basta. La lista de admiraciones por parte de Salter en estas páginas es larga, y abarca no sólo a clásicos indiscutibles sino a novelas y cuentos menos laureados. Están Balzac y Flaubert, Hemingway y Faulkner, sus amigos Saul Bellow o James Jones; pero también nos dirige la vista hacia John O'Hara, Theodore Dreiser o, especialmente, Isaak Bábel. Eso en cuanto al arte de la ficción en manos ajenas. Cuando reflexiona sobre su propio trabajo, reconoce que no se puede enseñar a escribir novelas, pero sí se puede describir la experiencia de escribirlas. En el caso de Salter queda resumida en una frase: "Has de escribir en lugar de vivir" (pág. 51), aunque luego matiza: se obtiene muy poco, es vedad, casi nada a cambio de todo..., y, sin embargo, también se escribe por placer y por amor, para hacerse valer, para que algunos nos quieran. En la tercera conferencia tenemos otra vez el contenido y lírico tono-Salter, el de las memorias pero también el de sus dos grandes novelas, Años luz y Todo lo que hay. Como si hubiera sintetizado y mejorado los Diners en ville de sus memorias, nos vuelve a contar lo que ya sabíamos: que el escritor sólo escribe autobiografía. Se refiere a sus diarios (y no deja claro si esa colección de notas que le decepcionan ha sido eliminada), así como a los de Paul Léautaud o Bertolt Brecht; nos cuenta cuáles son sus principales referencias: Nabokov, Faulkner, Bellow e Isaac B. Singer; algunas novelas salen con frecuencia a colación: Adiós a las armas, El gran Gatsby, Bajo el volcán, A sangre fría... En una ocasión, su amigo Ben Sonnenberg lo deja unos minutos con su carga de libros y periódicos mientras va al lavabo y le da tiempo a leer "cinco páginas extraordinarias" de V. S. Naipaul. Toda la conferencia está llena de estos detalles. Son los fulgores de la luz que como en sus ficciones iluminan las vidas de sus personajes y también las cosas: el rayo de sol que entra en el salón, la mesa puesta para la cena...
   He leído el librito de Salter y he corrido a anotarlo en mi cuaderno de lecturas, en el mes de abril. Tengo la costumbre de ponerles una nota, y no he dudado en irme al máximo. Quiero advertir que no suelo llegar a esas cumbres, de hecho tengo que remontarme al pasado agosto para ver otro diez al lado de El paseante solitario, de Sebald. Uno de los que más lo han defendido en España ha sido Antonio Muñoz Molina, y uno de sus artículos en la prensa sirve como magnífico prólogo a esta edición; pero también acierta, desde la faja, George Saunders:

"Un último y generoso regalo del gran James Salter. El lector palpa su devoción por la literatura en cada página, así como su legendaria minuciosidad. Todo aspirante a escritor debería leer este libro".

miércoles, 18 de abril de 2018

LA FLECHA NEGRA (Robert Louis Stevenson, 1883)


  José Miguel García de Fórmica

 Tengo por mi guerra «favorita» una contienda de la que no tengo mayores conocimientos que los que me han dado dos obras literarias (y, por tanto, también cinematográficas). Una, claro, es el Ricardo III de Shakespeare (y de Laurence Olivier); la otra, una novelita de Robert Louis Stevenson que no suele figurar entre lo más conocido de su autor pero que es seguro que quien la haya leído habrá de recordarla siempre con el mayor de los placeres. La contienda es la Guerra de las Dos Rosas (que ya de por sí diríase un nombre inventado por un literato). La novelita, La flecha negra.
El autor la publicó inicialmente en 1883, por entregas, en la misma revista y con el mismo seudónimo (el alias de Capitán George North) donde poco antes había hecho lo propio con la historia que por siempre le hizo ganar la inmortalidad, La isla del tesoro. No es casualidad, por tanto, que en ambas brille el mismo ímpetu narrativo, la misma alegría por el mero arte del relato, la misma facilidad para hacer desfilar un buen número de personajes secundarios, cada uno de los cuales, con breves pinceladas, depara un tipo imborrable… y la misma capacidad para hacer que, al lado del rutilante juego de la aventura, quede siempre el espacio para dar cabida, también, a la dimensión más sombría que se esconde detrás de aquella.
Otro escocés, Walter Scott, abordó el medievo inglés para construir sus fábulas, pero nada más lejos de la trascendencia del autor de Ivanhoe que la ligereza narrativa de Stevenson, en cuyas manos el escenario histórico diríase que ha sido directamente inventado por su pluma. Así, el conflicto real que enfrentó durante medio siglo a dos nobles familias por el trono de Inglaterra, los Lancaster y los York, cuyos emblemas respectivos eran una rosa roja y una rosa blanca, diríase que existe solo porque sus intrépidos personajes necesitan un escenario adecuado donde derramar su energía. Es más, tomándose la libertad de alterar la cronología real, Stevenson no se priva del placer de incluir en su novela al joven Ricardo de Gloucester (todavía no Ricardo III), impregnando toda la parte en que aparece —la final, además— de su poderosa presencia, tan carismática como maligna, tan intrépida como siniestra. Asimismo, y como bien indica su título, La flecha negra entronca con el mito de Robin Hood al hacer aparecer a otro justiciero, apodado Juan Arreglalotodo, que comanda una cuadrilla de infalibles arqueros en lucha contra la tiranía. Un ensueño medieval.
La trama narra las trepidantes peripecias que vive un muchacho llamado Richard Shelton al descubrir que su tutor, sir Daniel Brackley —tan valiente como mendaz, navegando continuamente entre dos aguas y sin dudar un momento en cambiar de bando si eso lo favorece: otra especie de Long John Silver—, el hombre que lo ha criado y educado desde la muerte de su padre, en realidad fue el responsable del asesinato de éste. El enfrentamiento entre Shelton y Brackley tiene lugar justo cuando el mocetón acaba de descubrir el amor, en la persona de otra joven huérfana y de buena cuna, asimismo pieza indefensa de su malvado tutor, y el autor reúne a su pareja protagonista mediante un ingrediente propio de un folletín pulp o de una película de la entrañable serie B de Hollywood: el muchacho conoce a Joanna Sedley disfrazada bajo ropas masculinas, huyendo ambos de múltiples peligros, sin que el atolondrado joven descubra el engaño durante un buen tramo de la historia.
Trato de resumir la novela y evocar las claves de la historia, y solo siento deseos de abandonar mi pluma (no seamos cursis: el teclado de mi ordenador) y lanzarme a recorrer de nuevo sus avatares. Porque La flecha negra hechiza por la que sigue pareciéndome, después de toda una vida de lector, la mayor virtud de cualquier escritor: hacer que el lector recorra cada página con la ansiedad de querer saber qué va a pasar a continuación. Ahora bien, y como señalaba renglones arriba, ligereza narrativa no equivale a trivialidad dramática. Como en La isla del tesoro, lo que hace Stevenson es dibujar un proceso de maduración personal a cargo de un muchacho un poco mayor que el Jim Hawkins de ese libro, pero al que caracteriza igualmente la firme insolencia y la egoísta intrepidez que nos caracteriza a los seres humanos cuando comenzamos nuestro asalto a la presunta edad adulta. Como un dios inexperto que considera que su voluntad ha de ejecutarse sin necesidad de reflexión, Richard Sheldon hará cuanto esté en su mano para conseguir a la bella Joanna y burlar los designios de sir Daniel, descubriendo (demasiado tarde, como suele suceder) que la violencia no es un juego inocuo: que sus actos, por nobles que sean sus motivaciones se han cobrado víctimas o arruinado vidas. En esa capacidad de Stevenson para hacer de la aventura una fiesta sin eludir su dimensión más oscura se halla la clave moral del autor y es lo que lo convierte en mucho más que un mero autor de gráciles peripecias.