domingo, 24 de diciembre de 2017

ME LLAMO LUCY BARTON (Elizabeth Strout, 2016)


Eloísa Fernández

Los amantes de la literatura nos movemos en un inmenso laberinto de caminos infinitos en el que se esconden, en medio de mil y una baratijas, espléndidos tesoros que nos llevan a la felicidad. Algunos de esos tesoros están aparatosamente señalizados y es casi obligatorio, inevitable, llegar a ellos: son los clásicos, que nos reclaman sin aspavientos desde su posición de atalayas incuestionables. Otras veces todos los caminantes acudimos en procesión al mismo lugar atraídos por el ruido mediático de un gran éxito de ventas, que no siempre es sinónimo de literatura superficial o mediocre (ahí tenemos el ejemplo reciente de Patria). En muchas ocasiones nuestros pasos son conducidos por la recomendación, directa o bloguera, de un amigo de cuyo criterio nos fiamos: esos descubrimientos son doblemente gozosos porque refuerzan los lazos de la amistad. Pero hay otras veces en que empezamos a leer un libro sin saber exactamente por qué lo hacemos, por qué, entre la multitud de lecturas posibles, hemos escogido precisamente esa. Esto es lo que me ha ocurrido con el libro que hoy os comento: deambulaba sin rumbo por uno de esos templos de la literatura que siguen siendo, contra viento y marea, las librerías, ojeando y hojeando libros aquí y allá, sin tener claro qué buscaba, cuando un volumen atrajo poderosamente mi atención. Desde la cubierta, el medio rostro de una chica joven y triste, retratada en blanco y negro, me invitaba a descubrir a una autora para mí totalmente desconocida, Elizabeth Strout, de la que se me anunciaba que tenía nada menos que el premio Pulitzer. El edulcorado mensaje publicitario que los editores habían incluido en la propia portada (“Una novela que ilumina nuestras relaciones más tiernas”) estuvo a punto de echarme para atrás, pero afortunadamente abrí el libro y la lectura del primer capítulo (breve, como todos los demás) me hizo comprender que tenía que acompañar a Lucy Barton durante sus nueve semanas de postración en un hospital de Nueva York.
     Porque ese es el arranque de la novela: la narradora, a raíz de una complicación tras una operación de apendicitis, se ve obligada a permanecer más de dos meses en un hospital, en el que va a recibir la visita inesperada de su madre, a la que lleva  más de dos años sin ver. La madre, que trae pegada a ella la vida del diminuto pueblecito de Illinois donde Lucy pasó su infancia y adolescencia, solo permanecerá cinco días con su hija, acompañándola y velando su sufrimiento de enferma febril, sola (su marido, dedicado al cuidado de las hijas pequeñas, apenas la visita, lo que no deja de inquietarnos), sometida a continuas pruebas médicas y a la incertidumbre de no saber qué es lo que realmente va mal.
     Toda la novela se construye en torno a ese encuentro entre una madre fría, dura, que parece afectada por una suerte de bloqueo emocional que le impide mostrar sus sentimientos, y una hija que se siente reconfortada y llena de gratitud por la mera presencia de su progenitora. “Que estuviera allí (…) me dio una sensación cálida, como de estar llena de líquido, como si toda mi tensión hubiera sido algo sólido y ya no”. En los capítulos se van alternando los que reproducen las conversaciones entre madre e hija en esos cinco días de hospital y aquellos en que la narradora recuerda, de manera un tanto impresionista y desordenada, distintos aspectos de su vida, desde su infancia pueblerina hasta su éxito como novelista en Nueva York, pasando por sus estudios universitarios, su matrimonio, maternidad, amistades… A través de esos fragmentos minimalistas vamos descubriendo una infancia tremendamente triste, incluso desgraciada, marcada por la pobreza, la  humillación, el aislamiento, el miedo y algo oscuro y terrible que nunca se llega a revelar del todo pero que podemos intuir.
Con ese pasado, podríamos esperar que el reencuentro con la madre se convirtiera en un largo y doloroso ajuste de cuentas, en un escarbar en los recuerdos en busca de respuestas y culpas, pero nada de esto nos vamos a encontrar: las conversaciones entre madre e hija giran en torno a toda una galería de personajes del pueblo, de los que la madre, apremiada por Lucy, desgrana un sinfín de chismorreos y anécdotas. Es así como conoceremos a la valiente Kathie Nicely, a la infortunada prima Harriet y a sus hijos Abel y Dottie, a la joven y bellísima Marilyn, a Evelyn, a Mary Mississippi… De sus vidas solo sabremos pequeños jirones, a veces cómicos, a veces trágicos, envueltos en las brumas de la memoria, pero son fragmentos con tal fuerza y están contados con tal maestría que quedamos atrapados por la necesidad de saber más de ellos, de conocer más a fondo el devenir de sus humildes y con frecuencia humilladas vidas.
     Sorprendentemente, o quizá no, madre e hija pasan como de puntillas por todo lo que tiene que ver con su propia familia: al padre casi no lo mencionan, aunque llegaremos a saber de él que es un hombre profundamente traumatizado por su experiencia durante la Segunda Guerra Mundial; del hermano, que con treinta y seis años aún no se ha emancipado, sabemos que lee una y otra vez las novelas juveniles de La casa de la Pradera y que pasa la noche con los cerdos que van a sacrificar al día siguiente; la hermana es un personaje aún más borroso. Lo realmente sorprendente es cómo, a través de muy pequeños detalles, sin subrayados, más bien con elusiones, la autora (y eso solo está al alcance de los grandes) consigue retratarnos a una familia tremendamente infeliz, trágica. Por este lado, la novela es una sublime historia de amor, de un amor madre-hija lleno de imperfecciones y zonas oscuras que pocas veces se ha tratado con esta profundidad y sensibilidad en la ficción.
     Pero la novela es también la historia de una luminosa y salvífica vocación literaria. En las tardes de invierno, Lucy se queda en alguna aula de su colegio, aprovechando el calor residual de los radiadores para hacer sus tareas escolares y leer. Esas lecturas “hacían que me sintiera menos sola. Eso era lo importante para mí. Y pensaba: ‘Escribiré y la gente se sentirá menos sola’ ”. A partir de entonces, su empeño literario va tomando forma a base de tesón, siempre guiado por el afán de “dar a conocer la condición humana”, con el ejemplo iluminador de Sarah Payne, la escritora ya consagrada a la que conocerá casualmente en Nueva York y que se convertirá para ella en una auténtica maestra.
     No se agota con esto la novela: es también una desgarradora historia de soledad, una reflexión sobre las heridas del pasado, un elogio de la amistad (maravillosos los personajes de Jeremy y Molla) y la amabilidad de los extraños (impagable el médico que la atiende con devoción durante su estancia hospitalaria: todos querríamos un doctor así), una denuncia certera del clasismo (del manifiesto y del soterrado, quizá más peligroso), una conmovedora descripción de las miserias y grandezas de la América rural (sí, todo un tópico de la literatura estadounidense que aquí mantiene su vigor)… pero, por encima de todo, una desgarradora declaración de amor a la vida, a esa vida que nunca pierde la capacidad de asombrarnos.
     Es tanto el asombro y tanta la felicidad que me ha traído este descubrimiento casual (aunque quizá nada es casual y me condujo a él mi querida Alice Munro, que recomendaba a la autora en la contraportada como de “una integridad radiante”) que me he permitido, si os dejáis, llevaros hasta él por este jardín de senderos que se bifurcan en que nos movemos, incansablemente, los amantes de la literatura.


domingo, 17 de diciembre de 2017

NADA DEL OTRO MUNDO (Antonio Muñoz Molina, 1993)


José Miguel García de Fórmica
 
Un oficinista con aspiraciones de literato rememora su vida de estudiante y al compañero de piso y amigo del alma con el que compartía noches de alcohol, tabaco y frustraciones sentimentales, y al que perdió cuando sucedió lo natural: se interpuso una mujer dispuesta a «regenerarlo». Un escritor que comienza a labrarse una reputación acude a un recóndito pueblo granadino a dar una conferencia, y comienza a pensar si no habrá cometido el mayor error de su vida. Dos argumentos que lo normal es que hubieran dado pie a dos relatos muy diferentes, pero que se funden para dar vida a un cuento de Antonio Muñoz Molina titulado Nada del otro mundo (1993), que no figura entre sus obras más conocidas, pero que a mí me parece de lo mejor y más equilibrado que ha escrito nunca.
El mismo escritor señala, en la nota introductoria de la vieja edición de Espasa Calpe en que lo he leído, que primero intentó escribir un cuento fantástico de breve duración, pero que poco a poco fueron colándosele digresiones que decidió seguir por pura curiosidad. Es muy evidente: el relato comienza con aspiraciones cómico-costumbristas y acaba desembocando, de modo inesperado, en un terreno muy diferente (que en realidad es el primero que quiso explorar). Durante muchas páginas, y aunque el autor no duda en incluir desde sus primeras líneas ciertos elementos de inquietud —el relato se inicia con el tremendo susto que al narrador le provoca la aparición inesperada, en plena Gran Vía granadina, de su antiguo amigo Funes y su mujer Juana Rosa—, la historia desborda de un sentido del humor pleno de ironía autocrítica (no cuesta nada reconocer que el personaje central está modelado por el escritor a partir de sí mismo y sus propias experiencias) que tiene mucho de revisionismo generacional, por supuesto también política. Un humor que, en ocasiones, incluso desemboca en la pura carcajada, y donde resulta fundamental la capacidad de reconocimiento del mismo lector para verse proyectado en ese mundo de destartalados apartamentos y de ingenuos estudiantes con ganas de sexo. ¿Qué universitario de los años 80 no tuvo trato íntimo con los muebles de formica, los sillones de skai, las vajillas duralex de color caramelo, los ducados e incluso aquel atroz cóctel llamado Lumumba, que osaba combinar batido de chocolate y brandy…?
Ahora bien, a partir del momento en que, invitado por esa pareja que reaparece inesperadamente en su vida, marcha hacia el apócrifo pueblecito de Pozanco en que, como progres irreductibles, aquellos han encerrado sus sueños misionales, una atmósfera de tensos presagios se va apoderando del relato. Aunque al principio uno tarda en admitir esta torsión del relato, más pronto que tarde hay que reconocer que nos estamos deslizando dentro de n cuento de terror nacido de la progresiva transformación de un escenario corriente y vulgar, incluso muy vulgar, en un espacio siniestro y ominoso. Los detalles son fundamentales: la gasolinera en mitad de la nada (y de la noche oscura) en que es recogido por la odiada Juana Rosa, el barro que ensucia los pasillos del sórdido centro cultural donde ha de dar la conferencia, el agua con grumos y filamentos que sale de los grifos, ese público de ojos inmóviles y acuosos que, sin saberse cómo, acaba multiplicándose en la destartalada sala de lectura… Me pueden llamar exagerado, pero a mí me parece una inesperadísima versión (con sabor a café amargo, eso sí) del clásico de Lovecraft La sombra de Innsmouth (y no pretendo, en absoluto, tomar a broma el cuento: igual que divierte cuando tiene que divertir, asusta cuando tiene que asustar).
¿Qué nos quiere contar Muñoz Molina? Teniendo en cuenta que la historia viene mediatizada por la narración subjetiva del protagonista (como dictan los cánones del cuento de terror), las posibilidades son amplias. La pesadilla que este vive en Pozanco puede muy bien haber tenido lugar solo en la mente perturbada del narrador (del mismo modo que, tal vez, solo sea ahí donde existan esas pretensiones de ser un escritor haciéndose un nombre), lo cual sería la explicación más confortable para el amante del género. También puede tratarse de una metáfora, muy freudiana, acerca del temor de toda persona a quedarse estancada, en este caso, por la nostalgia del pasado estudiantil siempre confortable, que por eso acaba deviniendo malsana (y peligrosa) caricatura. O por qué no, y teniendo en cuenta el momento temprano de su carrera en que el autor lo escribió, una traducción de otro miedo comprensible: el de Muñoz Molina por no ser ese gran escritor que todo aquel que se dedica a esto necesita creer que es. Sea como fuere, resulta oportuno asomarse a las páginas de este cuento, en el que la risa de pronto se congela en el rostro, para descubrir dimensiones poco transitadas después por el escritor.

jueves, 14 de diciembre de 2017

LOS ADIOSES (Juan Carlos Onetti, 1954)


Benito Arias
 
   Desde que compré en una librería de lance, y leí, esta novela breve de Onetti, me vuelve a las manos cada quince años, así que la he degustado por tercera vez, comprobando que su poder permanece intacto. Sin duda, dentro de otros quince me volverá a dejar chispeando, y me preguntaré de nuevo por qué no soy más onettiano. De hecho, no lo soy demasiado. Cada vez, y tras Los adioses, me propongo leer más a Onetti, y nunca paso de unos cuentos, de unas páginas de La vida breve, de El astillero, fatigosamente terminado hace ya tiempo... Vuelvo al pozo de Onetti, entro en sus aguas, y me digo que a lo mejor tengo suerte y alguno de sus múltiples libros se deja leer como éste y no me importa que sea sórdido ni pesimista.
   Es imprescindible para mí leer Los adioses en esta fea edición que ilustra la entrada, y que conservo llena de subrayados y fluorescencias. Sobre todo porque los libros se merecen una individualidad para ellos solos, aunque sean breves y pequeños. Ya se sabe (¿ya se sabe?) que en literatura la grandeza nada tiene que ver con la extensión; sin embargo, las ediciones de obras completas y novelas reunidas han de darnos la idea de que Los adioses es una obrita perdida en un río de narrativa más o menos uniforme. Mi experiencia no es ésa, como ya he sugerido antes, con el deseo de estar equivocado en los próximos días. Además, creo que se ha perdido en algunas compilaciones recientes el epílogo (muy importante leerlo después de la novela) del erudito alemán Wolfgang A. Luchting, personaje que parece inventado, aunque se trata de un profesor especializado en literatura hispanoamericana. También hay una importante nota de respuesta del propio Onetti a la interpretación de la novela, que en tono jamesiano tildan ambos de "vuelta de tuerca", Luchting da la suya para abrir boca y Onetti advierte de que queda por dar otra media vuelta. Para quien tenga curiosidad, Vargas Llosa apunta en su libro sobre el maestro uruguayo cuál debe ser el sentido de esa vuelta última; pero por desgracia, su interpretación es incompatible con las "vueltas" anteriores, y queda invalidada (como opción única y definitiva, no como interpretación posible). Para mí estaría incompleta la lectura de Los adioses sin esos añadidos. Se trata al fin y al cabo de desentrañar, a través de un punto de vista que por esencia está limitado, y que para colmo se manifiesta distante, cuál es el sentido de un triángulo amoroso que gira alrededor de un ex-jugador de baloncesto que pasea su desgana y su reserva por los alrededores de un sanatorio para tuberculosos. De recoger el conflicto se encarga el narrador, el dueño de la cantina o "almacén" a la que terminan llegando todos los personajes una y otra vez, siendo él sin duda la voz más interesante de la novela. Vale la pena ir aclarando las distintas capas del escándalo amoroso que se retrata en una obra de 1954, más truculenta de lo que parece a simple vista; pero no por ello deberíamos pretendender que hay una interpretación final. Onetti juega con nuestro deseo de alcanzar el desvelamiento de la ambigüedad; pero la lección de Henry James está aprendida y, al igual que el maestro norteamericano en su novela de fantasmas, el uruguayo ha dejado abiertos todos los parentescos y todas las relaciones en su misterioso trío de la sierra, se ha preocupado de dejarnos envueltos en el conflicto de las interpretaciones, sirviéndose para ello de los esfuerzos del erudito alemán y su modesto ensayo. Claro que también esto es sólo una posibilidad.
   Más allá de la técnica jamesiana (no sólo por Otra vuelta de tuerca, sino por una nouvelle que mantiene bastantes puntos de conexión con esta de Onetti, En la jaula), me gustaría destacar el sorprendente estilo del escritor uruguayo. Decía Borges que cuando acababa una página, después de múltiples correcciones, introducía algún error para hacerla más natural; pues bien, para Onetti lo natural es la frase que capta y enuncia las cosas desde el ángulo más extraño (y ambiguo). El estilo de Onetti es peculiarísimo, inconfundible. Me gustaría dejar aquí algunas de las citas que más me sorprenden, para que se vea la fascinación que puede despertar el tono de la novela:
   "... fingiendo creer, él, que había transformado la incredulidad en costumbre y en aliada recíproca." (pág. 20).
   "... con la insinuación de sonrisa que le ahorraba el saludo" (pág. 36).
   "... que había tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios" (pág. 52).
   "... la placidez orgánica de estar viva, coincidiendo con la vida" (pág. 59).
   "... me sonreía, parpadeando, autorizándome a vivir" (pág. 71).
   "... me miraba sin que le importara verme" (pág. 114).
   Y mi extracto favorita del libro, tal vez la única idea con algo positivo debajo de tanto pesimismo: "... que la existencia del pasado depende de la cantidad del presente que le demos, y que es posible darle poca, darle ninguna" (pág. 93).
   Es una frase que se postula como fruto de la imaginación de la voz principal, a la postre un sosias del propio autor, y curiosamente plantea un remedio universal para el infortunio. Resulta llamativo, porque la falta de consuelo en la tremendista narrativa de Onetti es lo que puede alejarnos a algunos del conjunto de su obra; aunque no de esta novela soberbia.

martes, 5 de diciembre de 2017

PAS SON GENRE / LA FEMME INFIDÈLE (Philippe Vilain, 2011 / 2013)

 

Benito Arias
  
    No he encontrado ningún comentario ni reseña en español sobre este autor francés. Tampoco hay, que yo sepa, ninguna obra suya traducida, así que veo conveniente una pequeña introducción: se trata de un escritor nacido en 1969, doctor en Literatura con una tesis sobre Annie Ernaux, Es un ensayista  bastante prolífico, que ha publicado libros sobre la autoficción, la timidez o la literatura francesa actual. Sus novelas reposan sobre dos ejes: la autoficción y el análisis del amor. Lleva publicadas diez, siendo la última, La fille à la voiture rouge (2017), confesamente autobiográfica.
   He leído dos de ellas, y me gustaría aportar una impresión general y luego algunas oservaciones particulares.
   La impresión general es que las novelas de Philippe Vilain son ideales para los lectores extranjeros. Dejen por un momento a Fournier y a Camus en la estantería, y si están estudiando la maravillosa lengua de nuestros vecinos, busquen los libros de Philippe Vilain: les prometo que su autoestima crecerá exponencialmente. Van a comprobar que saben más de lo que creen, es más: que lo entienden practicamente todo. Sin embargo, no por ello se trata de libros limitados en el aspecto lingüístico, no estoy diciendo eso, ni mucho menos; lo que ocurre es que el lenguaje de Vilain gira alrededor de las emociones y los sentimientos, de las reflexiones abstractas. No encontrarán descripciones de bosques, catedrales ni ejércitos, no tendrán que descuajaringar los diccionarios buscando el término preciso para esas cajitas de rapé que se usaban en el XIX, tampoco se estamparán a cada línea contra expresiones locales que ni los propios franceses usan en la actualidad. Además, sus monólogos son sintácticamente muy fluidos y artesanales, sin experimentalismos, así que se leen con gran fluidez.
   El tema fundamental de Vilain es el amor y las mujeres desde el punto de vista masculino, el propio autor o un sosias muy cercano a su modo de ver la vida y las relaciones. No lo oculta. La forma es el monólogo en primera persona, punteado con diálogos reproducidos fielmente de memoria. Las descripciones serán las precisas, o quizás toda la novela es la descripción de un personaje, de un carácter. Hablamos, pues, de novelas psicológicas, muy legibles, de una sencillez encantadora y con propensión a la filosofía, a la meditación ensimismada.

   Pas son genre (2011) es la más conocida, y en mi caso la puerta de entrada a este autor. Fue la base para una película del mismo título, dirigida por Lucas Belvaux. Vi primero la película, que me gustó, y después leí la novela, que me gustó mucho más. ¿Podría un profesor de Filosofía, joven y ambicioso, multiempleado en un liceo de provincias y en la universidad de París, que lee habitualmente la Crítica del Juicio de Kant o a Hegel, enamorarse y mantener una relación perdurable con una madre soltera, peluquera, arraigada en esa ciudad de provincias donde puntualmente ha caído para dar clases? Si se quiere conocer la respuesta a la pregunta, basta con ver la película; pero para enredarse en los motivos, las tormentas interiores y las reflexiones del complicado mortal, hay que leer la novela.

   La femme infidèle (2013) es la obra posterior, y tiene una extensión similar, también se trata de una novela corta. En este caso, el tema es la infidelidad, pero desde el punto de vista del marido cornudo. De nuevo tenemos una situación que cae como un disparo, y viajes en tren, y escenarios que sirven de fondo a la revolución interna del marido. Empezamos con la sospecha, la investigación, seguimos con la melancolía, las reflexiones y una decisión final.
   En un momento de la novela, el personaje reconoce que sin mujeres se aburre ("Sans femmes, je m'ennui", p. 86), y añade que su gran pasión es estudiarlas. La admiración por las mujeres se transmite en las novelas de Vilain más allá de los conflictos de pareja, y en el fondo parece decirnos que las mujeres suelen adoptar posiciones más sabias, y que los hombres somos un poco infantiles en comparación con ellas (como hoy mismo leía en una bonita entrevista con António Lobo Antunes). Es así.

domingo, 3 de diciembre de 2017

SOLDADOS DE SALAMINA (Javier Cercas, 2001)


Benito Arias

   Leí esta novela en el 2002, un año después de su publicación, cuando acumulaba una o dos ediciones por mes. Al margen de los premios Planeta y similares, debe ser una de las novelas más vendidas del nuevo siglo en España. Tiene un cierto parecido con Patria, el fenómeno actual: las dos de autor español, editadas por Tusquets, con tema socio-político, accesibles para todo tipo de lectores y con una calidad muy alta. Ambas han sido superventas por recomendación directa del público, porque han sabido colocarse en esa intersección tan rara entre la calidad y el gusto masivo. Cabe preguntarse cuáles son las características concretas de este tipo de novelas, ya que más allá de lo anterior, las obras de Cercas y Aramburu no tienen mucho en común. Según creo, una de ellas es que la obra resulte legible, que ofrezca un buen ritmo de lectura con un lenguaje cuidado pero sin excesos barrocos; otra podría ser la capacidad para emocionar al lector sin caer en sentimentalismos. Son dos condiciones difíciles de conseguir, pero que Cercas concilia perfectamente en este libro, como Aramburu en el suyo.
   Soldados de Salamina sigue siendo, releída quince años después, un logro magnífico. No ha pasado el tiempo por ella, si acaso está algo más extendida la técnica del "relato real", como bautiza Cercas a la non-fiction novel que desde A sangre fría cuenta ya con una amplia nómina de ejemplos. Soldados se halla por derecho propio entre las cumbres del género. Sólo he leído El adversario de su paralelo francés, Emmanuel Carrêre, pero creo que Cercas tiene un estilo más rico, aunque tampoco he agotado toda su producción, por ahora me han gustado mucho El inquilino y La velocidad de la luz.
   Después de terminar Soldados he vuelto a ver la versión cinematográfica de David Trueba, con el gran acierto de ponernos a la guapa Ariadna Gil en sustitución del personaje masculino. Por lo demás, quitando otras licencias menores, es bastante fiel y mucho menos lograda que el original.
   La novela está dividida en tres partes, la central es el relato histórico de algunos sucesos en la vida del falangista Rafael Sánchez Mazas, la primera es el meta-relato de investigación para esa segunda parte, y la tercera un asombroso volcado de la ficción sobre la realidad. La parte documental, aun siendo interesante, no llega a captar tanto nuestra atención como la cotidianidad de ese sosias del escritor que investiga, charla con unos y otros y se va de vacaciones con su amiga Conchi; pero la parte final logra fusionar hechos e imaginación de una manera que roza la poesía. Se han elogiado estas últimas páginas con razón, ya que logran elevar hasta la cima el relato sin caer en la cursilería, entrelazando muchos de los motivos sembrados a lo largo de la novela con una pertinencia y una capacidad de asociación y síntesis extraordinaria.
   Me ha pesado algo la repetición de la anécdota central, de hecho recuerdo que al leerla por primera vez ya encontré algo redundante el relato del fusilamiento, y la documentación histórica tal vez sea algo opresiva, no sé. En todo caso, son detalles menores, ya que ni es una novela larga (poco más de 200 páginas) ni se hace larga en ningún momento. Seguramente se ha ganado ya un puesto importante en la historia de la novela española. Me propongo continuar más adelante con El monarca de las sombras, de la que he leído opiniones contrapuestas, y eso a pesar del terrible cansancio que me provoca el tema de la Guerra Civil.

viernes, 1 de diciembre de 2017

ASESINATO EN EL ORIENT EXPRESS (Agatha Christie, 1934)



José Miguel García de Fórmica-Corsi

Hay literaturas incómodas y hay literaturas confortables; cuidado: no digo que un tipo a la fuerza haya de ser mejor que el otro. Pero para mí un prototipo de la segunda ha sido siempre el muy british universo de Agatha Christie, en cuyas páginas siempre me he demorado con gozosa familiaridad, como si hubiera nacido en uno de esos tranquilos villorrios donde, entre reuniones para tomar el té y planear tómbolas benéficas, se cuela una inesperada huella del pasado que conduce al crimen, o como si viajara de continuo a uno cualquiera de esos escenarios cosmopolitas de la vieja Europa (o de las colonias británicas) donde las clases altas alivian su aburrimiento asistiendo a las deducciones, siempre hiperbólicas, de un detective belga de escasa estatura, bigotes de chef parisino y cabeza con forma de huevo. No en vano, de pequeño creía que la literatura se componía, ante todo, de dos nombres: el del francés Julio Verne y el de esta novelista británica que, a día de hoy, creo que sigue siendo la autora más vendida de todos los tiempos.
Asesinato en el Orient Express, ahora de actualidad por la reciente (y excelente) adaptación al cine que acaba de dirigir Kenneth Branagh, es una de sus obras más populares, pues no solo contiene la quintaesencia de sus características —el microcosmos internacional, el escenario exótico, la riada de sospechosos cada uno de los cuales tiene un buen motivo para haber cometido el crimen, la estructuración de la intriga por medio de largas escenas dialogadas en las cuales sus inteligentísimos indagadores tratan de sorprender cualquier cabo suelto en sus interlocutores, la escena final en que todos los personajes son reunidos para asistir a la exhibición de una brillante mente deductiva— sino que ofrece una de las soluciones criminales más originales de una carrera que abunda en ellas, y de la cual no se puede anticipar nada so pena de destruir su principal interés a quienes no la han leído (o, aunque no lo vayan a hacer nunca, tampoco hayan visto la película).
Por supuesto, el interés de la novelista no radica tan solo en su intriga (aunque, justo es decirlo, sea lo principal) sino en esa atmósfera que sus incondicionales reconocemos al instante: una atmósfera de confortabilidad que nos permite introducirnos sin dificultad alguna en ambientes que nos son tan ajenos (es decir, tan familiares) como la Tierra Media de Tolkien o el Londres de Sherlock Holmes. Ese incondicional sabe bien que ninguna de las palabras que Hércules (perdón, ahora es Hercule) Poirot extrae de sus sospechosos es gratuita, y que ninguna reacción, por casual que parezca, carece de sentido: después de todo, es una de las claves más entrañables de eso que los británicos llaman novela-enigma y que, no puedo evitarlo, para mí sigue siendo el paradigma de la intriga policiaca (debo confesar aquí que, a la misma edad que leía estas novelas, detestaba los capítulos de la mítica serie Colombo —que luego, ya adulto, he adorado— porque nos revelaba al criminal en la primera escena, y maldita la gracia que me hacía asistir tan solo al modo en que el destartalado teniente de policía los desenmascaraba).
Es cierto que la densidad dramática de esta novela es mínima (lo cual no quiere decir que todas las suyas lo sean: ahí está para desmentirlo la espléndida y melancólica Telón, famoso último caso de Poirot —que no última de sus novelas), pero poco importa ante la ligereza con que se lee. En último extremo, la brillante intriga de Asesinato en el Orient Express contiene (como otras de su autora: no desvelo por tanto ningún detalle de su resolución) una apología del asesinato, en determinadas circunstancias, como un acto de justicia. Quien quiera ver cómo es posible darle la vuelta a esta lectura, e incluso dotar al esquemático Hércules (perdón, Hercule) Poirot de una inesperada profundidad dramática debe complementarla, como he hecho yo, con la visión de la película de Branagh.

jueves, 30 de noviembre de 2017

EL DUEÑO DEL SECRETO (Antonio Muñoz Molina, 1994)


Benito Arias

   De la abundante producción de Muñoz Molina, me pido las novelas cortas. Sus novelas normales me resultan largas, y a menudo he tenido que dejarlas (El invierno en Lisboa, Plenilunio o El jinete polaco, por ejemplo), con alguna excepción: me gustó mucho Beatus Ille, aunque no sé si la releeré algún día. En la media distancia, Muñoz Molina suele acertar para mi gusto: Nada del otro mundo, En ausencia de Blanca y, sobre todo, Carlota Fainberg. Llevado por esta impresión, me dispongo a leer El dueño del secreto por vez primera y en su edición de 1994. Ha sido una pérdida de tiempo, porque es una novela sin sustancia.
   La clave de El dueño del secreto es un juego con la memoria, inconsistentemente mantenido por el narrador del relato, que veinte años después retoma los sucesos de 1974 en que, siendo estudiante en Madrid, se le hace partícipe de una supuesta conspiración cívico-militar para derrocar a Franco, y él no sólo se la cree en esos momentos, sino que se creerá culpable de que fracase, y así hasta el presente, veinte años después. Como si la historia se tragara estas cosas.
   La inconsistencia o poca verosimilitud de la historia es un lastre importante. Se compensa un poco con la prosa ágil del autor, el monólogo directo, sin paréntesis ni circunloquios, de tintes claramente autobiográficos que sirve de apoyo a la ficción. En el estilo reside lo mejor. Por desgracia, la base de la ficción, la vida cotidiana del estudiante de periodismo en el Madrid de 1974, en línea con las penurias que suele contar Muñoz Molina de su infancia y juventud, resulta un tanto exagerada, y esas hambres caninas del estudiante, a pesar de manejar dinero para hartarse y de recibir paquetes de casa, así como la caracterización de miedica y pobre hombre con que el narrador se califica desde el principio al fin, terminan por llevar al naufragio este relato sobre las penurias de un joven provinciano en la capital de España. El final tampoco es muy estimulante, con ese triste casamiento y esa triste vida en el recóndito pueblo de origen. Sin embargo, el narrador maduro se acuerda todavía de una beldad apenas entrevista, de un cuerpo que se abrió apenas un segundo a su contemplación y aún le obsesiona como si estuviera a su lado. Veinte años después. No es imposible, pero sí ridículo, precisamente porque el simbolismo es demasiado evidente.
   El autor juega a la ambigüedad del punto de vista, nos hace comprender con pocas señales que el narrador no es de fiar y sí bastante mediocre; pero el retrato de esta mediocridad ha arrastrado a la propia novela, que sólo se salva un tanto por la buena prosa del autor.

domingo, 26 de noviembre de 2017

BAHÍA BLANCA (Martín Kohan, 2012)

Por B. Arias

   De los tres temas que Augusto Monterroso reconoce en la literatura (la muerte, el amor y las moscas), esta novela de Martín Kohan toca dos de ellos. Las moscas no se nombran, que yo recuerde, pero durante el primer tercio del relato, en forma de diario, asistimos a un preparatorio de los otros dos: la muerte primero, el amor después. Es deseable no saber más del argumento, pero si a pesar de todo uno es curioso, como yo mismo lo fui husmeando en otros blogs, se descubrirá en seguida que a pesar de la cotidianidad inicial se trata de una novela de amor obsesivo, de abandono, de venganza y de frustraciones.
   El protagonista no tiene ni nombre al principio, es un tipo abúlico que llega por un mes a la ciudad más olvidada de la Argentina con una excusa bastante peregrina: estudiar la obra de un ciudadano ilustre (pero preterido en la propia ciudad) como fue Ezequiel Martínez Estrada. La gran virtud de este escritor argentino según nuestro protagonista es que salta de un tema a otro como una rana sin memoria, y que igual escribe un libro sobre Paganini que otro sobre Guillermo Hudson, la pampa o  Nietzsche. Esa capacidad de saltar de un tema a otro como una mosca (aquí el tercer tema, ahora me doy cuenta) es lo que maravilla a nuestro profesor, tal vez porque envidia un carácter tan contrario al suyo, que es del tipo obsesivo. Ahora bien, una vez en Bahía Blanca, apenas si se interesa por la casa museo, ni siquiera llega a visitarla, se queda en la casa cedida por la Universidad, va a un locutorio telefónico para examinar a distancia su correo, flirtea con la chica más bien oscura del locutorio, aguanta a un vecino sumamente pesado... Poco más. Bueno, sí, como en sueños visita el pueblo de la chica del locutorio, entra en un bar de alterne, y allí es atendido por una mujer que es o no es la misma chica... Cuando quiere repetir la experiencia ve en la puerta a un amigo. Ahí empieza la crisis. No sabemos por qué, pero vuelve a toda prisa a Bahía Blanca, se encierra, decide no salir nunca más. Pero llega una becaria que debe ocupar la casa, así que está obligado a marcharse, y entonces se encuentra con el amigo, cómo no. Charlan. Él profesor le confiesa algo terrible, así por nada, porque están hablando... Y empieza propiamente la novela.
   Me gustan las novelas-diario, me gustan los diarios y también los relatos en primera persona, tal vez porque son variaciones de lo mismo. La novela-diario otorga una gran libertad al escritor, aunque al lector le parecerá algo deslavazada, por eso Kohan, a partir de la vuelta a Buenos Aires de su personaje, introduce pasajes más largos y las fechas pierden importancia. La acción se precipita, conoceremos a la mujer que lo tiene obsesionado y llegará un final digno de una road-movie
   Martín Kohan ha debido leer a Walter Benjamin, porque Mario, su personaje, es un flâneur, un paseante que busca liberarse de la idea que lo ronda sin descanso, una idea de carne y hueso. El lector lo acompañará con placer a través de sus vagabundeos y sus reflexiones y anécdotas (el tango, el boxeo, la cartera perdida...) hasta el inevitable fracaso.

viernes, 17 de noviembre de 2017

LA SEÑORA BOVARY (Gustave Flaubert, 1856-1857)


Benito Arias

   Vamos con Flaubert y su mejor libro. No lo había releído desde mi primera vez, allá por el 85. Va a ser verdad que hay lecturas según edades, como defendía Hume, y escritores también. Flaubert es para mayores; resulta demasiado frío para los jóvenes.
   Quiero aclarar que no me he enamorado de Emma, a diferencia de Vargas Llosa, del que también he repasado estos días su precioso ensayo "Una pasión no correspondida"; pero entiendo que despierte ensoñaciones calenturientas, es como esas mujeres que lo tienen todo y sin embargo no nos cuajan, con la diferencia de que Emma no lo tiene todo: es caprichosa, cursi, atolondrada y por supuesto manirrota; aunque también simpática y ardiente. Si es tan apasionada en el amor físico es porque vive para el amor, no separa el alma y el cuerpo, hace lo que puede para su época, se aprovecha de esa nulidad que tiene por marido y en general manipula a los hombres, menos a Rodolphe, que la deja en el último momento. Su marido Charles y Léon beben los vientos por ella, y el lector lo entiende por pasajes como éste: 

   Se desnudaba con violencia, arrancando la cinta estrecha del corsé, que le silbaba alrededor de las caderas como una culebra que pasara escurriéndose. Iba de puntillas a comprobar otra vez que la puerta estaba cerrada y, después, dejaba con un único ademán que toda la ropa cayera junta; y, pálida, callada, seria, se desplomaba contra el pecho de Léon con un prolongado escalofrío (pág. 323)

   He leído la traducción de María Teresa Gallego Urrutia en Alba. Es muy buena, aunque la edición de Alianza la sigo conservando por la selección de cartas, y porque fue la primera.
  Ya digo que Flaubert no es de mis autores predilectos. Algún día espero terminar su exasperante La educación sentimental, pero lo llevo con calma; los cuentos me dejan indiferente; la correspondencia me resulta monótona y obsesiva, sus otras novelas no llegan al nivel de la que le ha dado fama universal. El libro de Jordi Llovet con fragmentos selectos me gustó mucho, se llama Razones y osadías, y lo editó Edhasa en su colección de aforismos.
   ¿Está justificada la posición de Madame Bovary en la historia?  Por supuesto que sí, es todo un clásico: eso ya lo han dejado claro los críticos profesionales y sus iguales escritores, sobre todo el más autorizado (por adelantado, por extranjero, por altura artística) de entre todos ellos, Henry James. Para mí, es una novela admirable, aunque no me ha absorbido la atención como otras novelas objetivamente peores logran hacer a cada rato. La perfección formal, indiscutible, le resta quizás algo de pulso al relato, y en lugar de una novela sobre nada, parece más bien querer serlo sobre todo: social e íntima, costumbrista y psicológica, moralista y libertina... Eso provoca que uno rechace el aspecto que no le interesa tanto. Un ejemplo es el celebrado capítulo de la feria, que tanto antes como ahora me ha parecido una lata. A cambio, capítulos igualmente célebres como el del paseo en coche por las calles de Ruán me han parecido fantásticos. Mi última queja es el aspecto económico del relato, la detallada jerga legal sobre pagarés y herencias, deudas y temblores, es un apartado necesario, pero fatigoso, seguramente porque en el fuero interno me hallo más cómodo en el bando de los románticos que en el de los realistas. Lo mejor, lo más perdurable de todo, es el retrato de esa mujer que, mientras leía, se me antojaba tener al lado, inmersa en sus folletines y presa de la agitación, como si fuera a encontrarse al caer de la noche con su amante.