Benito Arias
Los embajadores (1903) es la novela intermedia de la Gran Trilogía de Henry James, justo entre Las alas de la paloma (1902) y La copa dorada (1904), siendo considerada por el propio novelista (así lo manifiesta en el prólogo a Retrato de una dama) su mejor obra, la más "proporcionada" y "redonda". Sería su obra cumbre, por tanto, dentro de la que suele considerarse también mejor etapa de su autor, claro que en esto hay división de opiniones, y aunque algunos comentaristas, como F. R. Leavis, votan por el Retrato (que el propio autor sitúa a este respecto justo después de Los embajadores) y otras novelas previas a este estallido final, son más lo que optan por el periodo difícil, entre otros Percy Lubbock. Personalmente, creo que no estamos obligados a elegir, aunque en este caso tiendo a dar la razón a la mayoría. Por lo demás, es admirable la vastedad del legado de Henry James, y la altura de tantas de sus obras. Prácticamente no hay un solo volumen malo ni mediocre en la selección en 24 tomos que preparó para la llamada Edición de Nueva York, al menos con respecto a lo que uno conoce, que nunca será todo. Recuerdo un repaso de Ezra Pound a la obra del gran americano, apenas tenía espacio más que para decir "esto sí, esto no", poco más. Por su parte, Pietro Citati antes de alabar una de sus grandes desconocidas, La musa trágica (1888-1890), deja este comentario con el que todos los jamesianos nos sentiremos retratados: "Uno de los mayores placeres de mi vida es no haber leído todavía todas las novelas y cuentos de Henry James. Siempre me falta alguno" (El mal absoluto, p. 485).
Pues bien, el aficionado que se reconozca como tal (y en este blog lo somos mucho, como se está viendo) debe cruzar tarde o temprano por la Gran Trilogía, y en esas estamos. En mi caso, después de haber leído casi en éxtasis Las alas de la paloma. en una espléndida versión de Miguel Temprano, y antes de dirigirme a La copa dorada, he retomado un volumen poco vendido y más bien clandestino con la segunda traducción que me reservaba de su gran clásico. Aquí creo que es pertinente advertir del engorro de las ediciones de Los embajadores en España. La primera traducción fue la de Antonio-Prometeo Moya, editada en Montesinos en 1981 y luego retocada para la reedición en Debolsillo y Penguin Clásicos. Esta versión corregida mejora aquí y allá la ilegible tentativa inicial, pero no logra convencernos, porque el esforzado traductor simplemente no empatiza con el estilo de Henry James. Es un caso similar al de Fernando Jadraque, desafortunado intérprete de muchas obras de James, que por desgracia tal vez ya nunca se retraduzcan. Ambos traductores, a los que no niego conocimientos (puede incluso que los tengan en exceso), son tan alambicados en sus elecciones lingüísticas que parecen no sé si irónicos o vengativos. Digo esto no como experto en la materia, sino como lector frecuente de James en castellano, ya que he comprobado cómo en manos de sus buenos intérpretes, que los hay, el muy peculiar estilo del americano puede ser intrincado, porque ciertamente lo es, pero nunca amanerado o gratuitamente rebuscado. Estoy pensando en las buenas soluciones que encuentran María Luisa Balseiro, Soledad Silió, José Bianco o el ya mencionado Miguel Temprano, este último además nos ha revelado la transparencia y solidez de una novela en un nivel de complejidad muy similar al de Los embajadores. Afortunadamente, tampoco hubo de satisfacer el trabajo de Antonio-Prometeo Moya a sus editores, ya que en 2011 pusieron en circulación una nueva traducción, firmada por Carles Llorach. Me temo que es algo desconocida, como digo, pero la verdad es que se sigue mucho mejor, y al menos respeta el ritmo, la sintaxis y el vocabulario del original. Por desgracia, menudean en ella las erratas de edición y alguna que otra mala interpretación del original, algo en lo que no podemos detenernos aquí. Con todo, Llorach no cae en la pretensión ni de suavizar ni de elevar las dificultades del texto inglés, al que sigue con suficiente fidelidad y rigor, casi de un modo literal. En fin, esta es la edición que he leído, y la que recomiendo con total convencimiento después de fracasar con la otra.
Los embajadores plantea una anécdota mínima como hilo argumental: Lewis Lambert Strether (sí, como la "mala novela" de Balzac) se encamina a París con una embajada o encargo: devolver a su tierra y a sus responsabilidades de adulto a un joven de 28 años, hijo de la viuda, empresaria y protectora del propio Lewis Lambert, la Sra. Newsome. Strether pone en juego su reputación de hombre serio y responsable, en aras de una posible vida en común con esta señora, un poco menor que él. En principio, el fracaso en la embajada supondría un peligroso hundimiento para este hombre que ha alcanzado ya los 55 años de edad y ha sobrevivido a la muerte de su primera mujer y de su hijo de diez años sin tener nada sólido en su vida. Como ayudantes, Strether encuentra en Inglaterra a una señorita rondando la madurez (unos 35 años) llamada Maria Gostrey, un prodigio de perspicacia que a menudo cumplirá un papel similar al del coro en las tragedias antiguas, como intérprete de la acción; y también va a "contar" con un amigo de la infancia, el antieuropeo Sr. Waymarsh, que salvo vigilancia y una imponente figura, no va a aportarle mucha ayuda en realidad.
Se sospecha que el joven Chad se halla retenido en París por una mujer, y se teme por su reputación, urge por tanto devolverlo a América. He aquí uno de los temas más queridos de James: el tema internacional, el enfrentamiento de las dos culturas y los dos continentes, aparte del sempiterno conflicto amoroso. En esta ocasión cabe decir que el tema internacional, la contraposición de la ingenuidad y el puritanismo norteamericano con la cultura, el refinamiento y el libertinaje europeo, se enfoca de un modo sumamente filosófico, tal y como se relaciona con la técnica y la psicología del punto de vista. En efecto, la novela gira en torno a las ideas de Strether, a su capacidad de entender correctamente lo que le rodea, de captar el ambiente en su tono, a las personas en su ser, y de obrar en consecuencia. Estamos ante una novela que ejemplifica como pocas el progreso del punto de vista, siempre enfocado desde el oscilante pensamiento de Strether, desde su socratismo inicial a un vitalismo casi diríamos revolucionario, que se revelará por desgracia con pies de barro. En el fondo, Henry James es un empirista y un fenomenista, a la larga también un escéptico: sólo contamos con el espectáculo fruto de una conciencia inmersa en el cuenco de la vida, no podemos salirnos de ella. Vemos, interpretamos, cotejamos y aspiramos a una síntesis que nunca alcanzaremos del todo. En el camino se cruzan los otros, que tanto ayudan como confunden, a partes iguales, y a la postre hacemos lo que podemos. El error o el fracaso son más frecuentes que los aciertos, pero en todo hay un poco de todo, y el error también reserva algo de sabiduría, un poco de conocimiento. El mayor de los fracasos es no intentar siquiera entender lo que nos rodea.
Strether siente que ha fallado mucho. Es algo que comprueba con dolor a medida que da cumplimiento a su encargo. Ya en París, paseando por sus calles, siente que ha desperdiciado un impulso que sintió nacer en su primera estancia en la ciudad, encarnación de la vieja Europa. Unos libros aún sin encuadernar dejados en el otro continente dan testimonio de la naturaleza de ese impulso y el resultado actual. Sin embargo, ese fracaso no ha sido demoledor, de hecho dirige una desconocida revista de provincias que no vende pero en la que aparece su nombre en la portada porque así lo ha querido la Sra. Newsome. En contraste, ahí está París, que representa las posibilidades de la vida, de la bohemia literaria, de la libertad y la vida intensa. Ahí están sus nuevos amigos, los destinatarios de la embajada: Chad y su círculo de artistas, todos encantadores y talentosos, jóvenes y educadísimos; y, amparándolos, una señora separada, con una encantadora hija casadera, que muestran ser todo lo que se quiera (en positivo) menos la encarnación del libertinaje. Dos damas refinadas y un joven admirable, que todo lo entiende y promete hacer lo debido, aunque aspira también a mostrar y justificar qué lo retiene... Y Strether, placenteramente engullido por el espectáculo de la vida y la juventud, termina proponiéndose salvar y apoyar a su alter-ego, a su yo ideal. Para ello, se ve obligado a reformular las proporciones (al fin y al cabo todo es cuestión de proporción), a abrazar la causa europea contra el prejuicio americano. No quiere que se repita la historia, su propia historia.
Esta deserción trae consecuencias y una nueva embajada con la hermana de Chad, el cuñado y una adolescente casadera, que llegan a París para asegurarse de que se cumpla lo que es debido. A partir de ahí los enredos amorosos afectan a varios emparejamientos y combinaciones, la vida de todos se transforma. El arte de James para sugerir la sutileza de estas relaciones es portentoso. La base del conflicto se enquista: Strether ha tomado partido por los jóvenes, y cree que el emparejamiento de continentes es positivo porque ha obrado maravillas en Chad. Sin embargo, tal vez no sea consciente de hasta qué punto ha equivocado los términos de la relación y sus propios motivos para enfrentarse a América. El error quedará patente en una memorable escena campestre, la única fuera de la ciudad de toda la novela, donde al fin comprende lo que todos hemos estado viendo desde el principio a través de su conciencia, todos menos este perspicaz pero ingenuo y sentimental caballero, que en famoso comentario en las últimas páginas se declara derrotado y sin ideas: "No tengo ideas, las temo. He terminado con ellas".
Quisiera terminar con un comentario sobre el estilo de James. Es famosa la ironía de H. G. Wells según la cual éste le recordaba a un elefante queriendo coger un guisante con la trompa. Resulta gracioso, sí, y a veces da esa impresión en sus escritos; pero veamos un párrafo que puede pasar por tortuoso y perogrullesco:
Mrs Newsome era en esencia presión moral en toda su persona, la presencia de esta cualidad era casi idéntica a su propia presencia. (pág. 366)
¿Es enrevesado, gratuito..., elefantino? ¿O un prodigio de precisión? Si somos jamesianos optaremos por lo segundo, ¡sin dudarlo!
Se sospecha que el joven Chad se halla retenido en París por una mujer, y se teme por su reputación, urge por tanto devolverlo a América. He aquí uno de los temas más queridos de James: el tema internacional, el enfrentamiento de las dos culturas y los dos continentes, aparte del sempiterno conflicto amoroso. En esta ocasión cabe decir que el tema internacional, la contraposición de la ingenuidad y el puritanismo norteamericano con la cultura, el refinamiento y el libertinaje europeo, se enfoca de un modo sumamente filosófico, tal y como se relaciona con la técnica y la psicología del punto de vista. En efecto, la novela gira en torno a las ideas de Strether, a su capacidad de entender correctamente lo que le rodea, de captar el ambiente en su tono, a las personas en su ser, y de obrar en consecuencia. Estamos ante una novela que ejemplifica como pocas el progreso del punto de vista, siempre enfocado desde el oscilante pensamiento de Strether, desde su socratismo inicial a un vitalismo casi diríamos revolucionario, que se revelará por desgracia con pies de barro. En el fondo, Henry James es un empirista y un fenomenista, a la larga también un escéptico: sólo contamos con el espectáculo fruto de una conciencia inmersa en el cuenco de la vida, no podemos salirnos de ella. Vemos, interpretamos, cotejamos y aspiramos a una síntesis que nunca alcanzaremos del todo. En el camino se cruzan los otros, que tanto ayudan como confunden, a partes iguales, y a la postre hacemos lo que podemos. El error o el fracaso son más frecuentes que los aciertos, pero en todo hay un poco de todo, y el error también reserva algo de sabiduría, un poco de conocimiento. El mayor de los fracasos es no intentar siquiera entender lo que nos rodea.
Strether siente que ha fallado mucho. Es algo que comprueba con dolor a medida que da cumplimiento a su encargo. Ya en París, paseando por sus calles, siente que ha desperdiciado un impulso que sintió nacer en su primera estancia en la ciudad, encarnación de la vieja Europa. Unos libros aún sin encuadernar dejados en el otro continente dan testimonio de la naturaleza de ese impulso y el resultado actual. Sin embargo, ese fracaso no ha sido demoledor, de hecho dirige una desconocida revista de provincias que no vende pero en la que aparece su nombre en la portada porque así lo ha querido la Sra. Newsome. En contraste, ahí está París, que representa las posibilidades de la vida, de la bohemia literaria, de la libertad y la vida intensa. Ahí están sus nuevos amigos, los destinatarios de la embajada: Chad y su círculo de artistas, todos encantadores y talentosos, jóvenes y educadísimos; y, amparándolos, una señora separada, con una encantadora hija casadera, que muestran ser todo lo que se quiera (en positivo) menos la encarnación del libertinaje. Dos damas refinadas y un joven admirable, que todo lo entiende y promete hacer lo debido, aunque aspira también a mostrar y justificar qué lo retiene... Y Strether, placenteramente engullido por el espectáculo de la vida y la juventud, termina proponiéndose salvar y apoyar a su alter-ego, a su yo ideal. Para ello, se ve obligado a reformular las proporciones (al fin y al cabo todo es cuestión de proporción), a abrazar la causa europea contra el prejuicio americano. No quiere que se repita la historia, su propia historia.
Esta deserción trae consecuencias y una nueva embajada con la hermana de Chad, el cuñado y una adolescente casadera, que llegan a París para asegurarse de que se cumpla lo que es debido. A partir de ahí los enredos amorosos afectan a varios emparejamientos y combinaciones, la vida de todos se transforma. El arte de James para sugerir la sutileza de estas relaciones es portentoso. La base del conflicto se enquista: Strether ha tomado partido por los jóvenes, y cree que el emparejamiento de continentes es positivo porque ha obrado maravillas en Chad. Sin embargo, tal vez no sea consciente de hasta qué punto ha equivocado los términos de la relación y sus propios motivos para enfrentarse a América. El error quedará patente en una memorable escena campestre, la única fuera de la ciudad de toda la novela, donde al fin comprende lo que todos hemos estado viendo desde el principio a través de su conciencia, todos menos este perspicaz pero ingenuo y sentimental caballero, que en famoso comentario en las últimas páginas se declara derrotado y sin ideas: "No tengo ideas, las temo. He terminado con ellas".
Quisiera terminar con un comentario sobre el estilo de James. Es famosa la ironía de H. G. Wells según la cual éste le recordaba a un elefante queriendo coger un guisante con la trompa. Resulta gracioso, sí, y a veces da esa impresión en sus escritos; pero veamos un párrafo que puede pasar por tortuoso y perogrullesco:
Mrs Newsome era en esencia presión moral en toda su persona, la presencia de esta cualidad era casi idéntica a su propia presencia. (pág. 366)
¿Es enrevesado, gratuito..., elefantino? ¿O un prodigio de precisión? Si somos jamesianos optaremos por lo segundo, ¡sin dudarlo!
No sabe usted como me alegro de haber hallado esta crítica. No es habitual dar con reflexiones sobre traducciones. Abandoné a las pocas páginas la versión de "Los embajadores" de Prometeo Moya, me pareció horrible, se me caía el libro de las manos, cosa que es imposible tratándose de Henry James. Le aplaudo, pues, por su certera clasificación como "ilegible". Este tipo de atentados a un autor como James deberían estar perseguidos por la ley.
ResponderEliminarMuchas gracias. Comento simplemente que con la publicación de Los Embajadores en Alba, en traducción de Miguel Temprano, se acabaron los problemas con las ediciones de esta novela en español.
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