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FORTUNATA Y JACINTA (Benito Pérez Galdós, 1887)



José Miguel García de Fórmica

La posible reticencia que podamos sentir hacia ella solo porque en los manuales de literatura es calificada (por aquellos que es dudoso que hayan leído otra cosa que literatura «seria») como la novela más grande del siglo XIX español queda vencida solo con aplicar el único método para salir de dudas: leerla. Fortunata y Jacinta no sé si será la mejor novela de esa centuria, ni siquiera si la más destacada de Galdós, pero desde luego es una obra grandiosa, excepcional, inolvidable.
Sorprendido justo en mitad del camino de su vida, el escritor canario la escribió con el convencimiento pleno de estar ejecutando una novela culminante en su trayectoria: como Auto de fe o Cien años de soledad o Los hermanos Karamázov, es una de estas que se llaman novelas-mundo, por ambición, por extensión, por el propósito de incluir en ella una completísima expresión del universo humano. Un universo encarnado en una ciudad, Madrid, más que nunca un personaje fundamental de la literatura galdosiana, cuya descripción revela al incansable paseante de sus calles y rincones, y cuya voz (plasmada a través de un riquísimo sentido del diálogo) delata al hombre que forjó su oído para el habla popular en esa escuela de literatos que en España fue el café. Un Madrid, además, sorprendido en un momento socio-histórico especialmente convulso (el Sexenio Revolucionario y la llegada de la Restauración), que permite a Galdós efectuar un irónico paralelismo con las trayectorias de sus personajes, también sometidas a trances revolucionarios que alteran sus vidas y a restauraciones sentimentales que devuelven un precario regreso al orden doméstico.
Más de mil páginas, según las ediciones, tiene esta novela y, como parece de rigor en obra tan extensa, en ella parecen abundar las digresiones, los remansos, las demoras del autor en torno a algún personaje, diríase que más porque le ha caído en gracia su propia inventiva que por su aportación a la trama. Sin embargo, a medida que avanza hacia su inexorable final, el lector, sobrecogido, advierte que todos esos tipos acaban aportando algo a la historia, que todos esos rumbos inciertos confluyen armoniosamente hasta obligarnos a admitir que Galdós nunca ha perdido de vista el tema central de su historia: una exposición de insondable tristeza acerca de la desdicha.
La infelicidad es lo que une a los personajes principales de su novela: por supuesto, a las dos protagonistas, a esas dos mujeres en apariencia dispares pero unidas por la misma sensación de fracaso (en el caso de Jacinta, por la maternidad frustrada; en el de Fortunata, por su pasión por un hombre venal y banal). Pero también a ese ser absolutamente inolvidable que es Maximiliano Rubín, uno de los más grandes desdichados de la historia de la literatura, y a muchos otros que, desde una posición en principio más secundaria, unen su pequeño (para ellos, grande) fracaso personal al de Fortunata y Jacinta: la pobre desgraciada Mauricia la Dura o don Manuel Moreno-Isla, ese personaje episódico al que Galdós dota, admirablemente, del protagonismo absoluto en una sección de su novela, para narrar la crónica de su muerte anunciada, y todo ello porque ha cometido el mismo error que los principales (de los que deviene, por tanto, espejo): enamorarse de alguien que no puede amarle.
La abigarrada galería de tipos que Galdós hace desfilar por sus páginas es increíble, porque todos ellos dejan un recuerdo excepcional. No puedo sino destacar a Estupiñá, esa hechura del «hombre de la multitud» poeano, que busca en todo momento la compañía de sus semejantes para proteger su pobre y desvalida insignificancia dentro del gregarismo de la conversación. O a doña Lupe la de los Pavos, la tía de los Rubín, agiotista de infalible ojo para los negocios, cuyo retrato inicial despierta verdadera repulsión pero que acaba hinchiéndose de una inesperada entraña humana, como testigo más cercano de la desgraciada relación de su sobrino con quien desde el principio sabe que es demasiado mujer para él. O a don Benito Feijoó, trasunto del mismo escritor según los críticos, el primer hombre que trata a Fortunata con verdadero cariño y ecuanimidad, sin sentirse superior o intentar aprovecharse de ella (y al que, en esta novela donde no parece posible otra cosa que la tristeza, Galdós reserva una triste y senil decadencia final: la bondad no parece existir en este mundo).
Ante tanta criatura imborrable, que Juanito Santa Cruz, el ángel malo de las dos protagonistas, parezca un personaje dibujado de modo tan mediocre y tan superficial, obliga a pensar que es una evidente elección por parte de Galdós, que persigue con ello dos fines: primero, ratificar lo fácil es que provocar la desgracia (es decir, sin mérito profundo alguno: basta con una buena apariencia y la más alegre insustancialidad) y, segundo, castigar todas sus trastadas, al hacerlo el más olvidable, el más despreciable en sentido artístico y no solo moral de todos sus tipos.
Hubo un tiempo en que fue de buen tono denigrar el estilo de Galdós («don Benito el garbancero» le llamó Valle-Inclán) y la falta de estructura de sus novelas. Una vez más, Fortunata y Jacinta desmiente ambos tópicos. En cuanto a esto último, es de admirar la inteligencia con que el autor mide la disposición de sus peripecias. Así, llama la atención que Fortunata, fuera de su encuentro inicial con su seductor, constituya una presencia opaca, apenas esbozada mediante referencias, durante casi la mitad de la novela. Es Jacinta quien en primer lugar domina el escenario de modo absoluto, para después, a modo de espejo invertido, desaparecer prácticamente de escena durante la segunda parte, convirtiéndose en una presencia lejana, incluso deformada al verse mediatizada, ahora, por el punto de vista de su rival, que sardónicamente la llama la «mona del cielo».
Ahora bien, no quepan dudas: es Fortunata la auténtica protagonista del libro. Si Galdós tarda en entronizarla dentro de su ficción es, precisamente, porque así ilustra mejor su sentido simbólico. Como ese pobre pueblo menospreciado por burguesitos como Santa Cruz, Fortunata es una sombra a la que se convoca según las conveniencias de aquellos (simbólicamente, nunca llegaremos a conocer su apellido), pero de quien acabaremos conociendo hasta el más íntimo de sus pensamientos. A través de ella, Galdós plantea una genial representación de un tipo popular de mujer inculta, simple, incluso poco inteligente, pero envuelta en una nobleza sencilla y nada ostentosa, pese a la baja estima que siente por sí misma (impelida a ello, claro, por el rechazo social a su figura de pecadora), condenada a sufrir, a caer y luego a levantarse: dueña de una inmaculada honradez incluso cuando parece hundida en la degradación.
Esta mujer nacida para dar vida y dar amor, sin embargo, habrá de chocar con la mediocridad, primero, del individuo que nunca podrá estar a la altura de la adoración que inspira, el pollo Santa Cruz, y segundo, de su propia indefensión ante la pasión, que acaba desquiciando su mente y destruyéndola por último. La intensidad de la Fortunata de las últimas cien páginas del libro asusta (cuando, hasta entonces, lo que habíamos conocido de ella eran los posos, tristes y apagados, de ese amor desmesurado que siempre transcurre fuera de escena), hace que el personaje se nos meta en los rincones del alma y ya no podamos desprendernos nunca de ella. Y aun así, Galdós reserva el cierre de su novela, de nuevo a la melancolía, al rescoldo de la más honda desdicha, dejando que quien nos despida de sus páginas (siendo conducido al manicomio, que acepta con resignada mansedumbre) sea el más patético de sus infelices personajes, el más digno de lástima, el más quijotesco: el pobre Maximiliano Rubín.

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