José Miguel García de Fórmica
La posible reticencia que podamos sentir hacia ella solo
porque en los manuales de literatura es calificada (por aquellos que es dudoso
que hayan leído otra cosa que literatura «seria») como la novela más grande del siglo XIX español queda vencida solo con
aplicar el único método para salir de dudas: leerla. Fortunata y Jacinta no sé si será la mejor novela de esa centuria,
ni siquiera si la más destacada de Galdós, pero desde luego es una obra
grandiosa, excepcional, inolvidable.
Sorprendido justo en mitad del camino de su vida, el escritor canario la escribió con el convencimiento
pleno de estar ejecutando una novela culminante en su trayectoria: como Auto de fe o Cien años de soledad o Los
hermanos Karamázov, es una de estas que se llaman novelas-mundo, por ambición, por extensión, por el propósito de
incluir en ella una completísima expresión del universo humano. Un universo encarnado
en una ciudad, Madrid, más que nunca un personaje fundamental de la literatura
galdosiana, cuya descripción revela al incansable paseante de sus calles y
rincones, y cuya voz (plasmada a través de un riquísimo sentido del diálogo)
delata al hombre que forjó su oído para el habla popular en esa escuela de
literatos que en España fue el café. Un Madrid, además, sorprendido en un
momento socio-histórico especialmente convulso (el Sexenio Revolucionario y la
llegada de la Restauración), que permite a Galdós efectuar un irónico paralelismo
con las trayectorias de sus personajes, también sometidas a trances
revolucionarios que alteran sus vidas y a restauraciones sentimentales que
devuelven un precario regreso al orden doméstico.
Más de mil páginas, según las ediciones, tiene esta novela
y, como parece de rigor en obra tan extensa, en ella parecen abundar las
digresiones, los remansos, las demoras del autor en torno a algún personaje,
diríase que más porque le ha caído en gracia su propia inventiva que por su
aportación a la trama. Sin embargo, a medida que avanza hacia su inexorable
final, el lector, sobrecogido, advierte que todos esos tipos acaban aportando
algo a la historia, que todos esos rumbos inciertos confluyen armoniosamente
hasta obligarnos a admitir que Galdós nunca ha perdido de vista el tema central
de su historia: una exposición de insondable tristeza acerca de la desdicha.
La infelicidad es lo que une a los personajes principales
de su novela: por supuesto, a las dos protagonistas, a esas dos mujeres en
apariencia dispares pero unidas por la misma sensación de fracaso (en el caso
de Jacinta, por la maternidad frustrada; en el de Fortunata, por su pasión por
un hombre venal y banal). Pero también a ese ser absolutamente inolvidable que
es Maximiliano Rubín, uno de los más grandes desdichados de la historia de la
literatura, y a muchos otros que, desde una posición en principio más secundaria,
unen su pequeño (para ellos, grande) fracaso personal al de Fortunata y
Jacinta: la pobre desgraciada Mauricia la Dura o don Manuel Moreno-Isla, ese
personaje episódico al que Galdós dota, admirablemente, del protagonismo
absoluto en una sección de su novela, para narrar la crónica de su muerte
anunciada, y todo ello porque ha cometido el mismo error que los principales
(de los que deviene, por tanto, espejo): enamorarse de alguien que no puede
amarle.
La abigarrada galería de tipos que Galdós hace desfilar por
sus páginas es increíble, porque todos ellos dejan un recuerdo excepcional. No
puedo sino destacar a Estupiñá, esa hechura del «hombre de la multitud» poeano,
que busca en todo momento la compañía de sus semejantes para proteger su pobre
y desvalida insignificancia dentro del gregarismo de la conversación. O a doña
Lupe la de los Pavos, la tía de los Rubín, agiotista de infalible ojo para los
negocios, cuyo retrato inicial despierta verdadera repulsión pero que acaba hinchiéndose
de una inesperada entraña humana, como testigo más cercano de la desgraciada
relación de su sobrino con quien desde el principio sabe que es demasiado mujer
para él. O a don Benito Feijoó, trasunto del mismo escritor según los críticos,
el primer hombre que trata a Fortunata con verdadero cariño y ecuanimidad, sin
sentirse superior o intentar aprovecharse de ella (y al que, en esta novela
donde no parece posible otra cosa que la tristeza, Galdós reserva una triste y
senil decadencia final: la bondad no parece existir en este mundo).
Ante tanta criatura imborrable, que Juanito Santa Cruz, el
ángel malo de las dos protagonistas, parezca un personaje dibujado de modo tan
mediocre y tan superficial, obliga a pensar que es una evidente elección por parte de Galdós, que
persigue con ello dos fines: primero, ratificar lo fácil es que provocar la
desgracia (es decir, sin mérito profundo alguno: basta con una buena apariencia
y la más alegre insustancialidad) y, segundo, castigar todas sus trastadas, al
hacerlo el más olvidable, el más despreciable en sentido artístico y no solo
moral de todos sus tipos.
Hubo un tiempo en que fue de buen tono denigrar el estilo
de Galdós («don Benito el garbancero» le llamó Valle-Inclán) y la falta de
estructura de sus novelas. Una vez más, Fortunata
y Jacinta desmiente ambos tópicos. En cuanto a esto último, es de admirar
la inteligencia con que el autor mide la disposición de sus peripecias. Así,
llama la atención que Fortunata, fuera de su encuentro inicial con su seductor,
constituya una presencia opaca, apenas esbozada mediante referencias, durante casi
la mitad de la novela. Es Jacinta quien en primer lugar domina el escenario de
modo absoluto, para después, a modo de espejo invertido, desaparecer
prácticamente de escena durante la segunda parte, convirtiéndose en una
presencia lejana, incluso deformada al verse mediatizada, ahora, por el punto
de vista de su rival, que sardónicamente la llama la «mona del cielo».
Ahora bien, no quepan dudas: es Fortunata la auténtica
protagonista del libro. Si Galdós tarda en entronizarla dentro de su ficción
es, precisamente, porque así ilustra mejor su sentido simbólico. Como ese pobre
pueblo menospreciado por burguesitos como Santa Cruz, Fortunata es una sombra a
la que se convoca según las conveniencias de aquellos (simbólicamente, nunca
llegaremos a conocer su apellido), pero de quien acabaremos conociendo hasta el
más íntimo de sus pensamientos. A través de ella, Galdós plantea una genial representación
de un tipo popular de mujer inculta, simple, incluso poco inteligente, pero
envuelta en una nobleza sencilla y nada ostentosa, pese a la baja estima que
siente por sí misma (impelida a ello, claro, por el rechazo social a su figura
de pecadora), condenada a sufrir, a caer y luego a levantarse: dueña de una
inmaculada honradez incluso cuando parece hundida en la degradación.
Esta mujer nacida para dar vida y dar amor, sin embargo,
habrá de chocar con la mediocridad, primero, del individuo que nunca podrá
estar a la altura de la adoración que inspira, el pollo Santa Cruz, y segundo,
de su propia indefensión ante la pasión, que acaba desquiciando su mente y destruyéndola
por último. La intensidad de la Fortunata de las últimas cien páginas del libro
asusta (cuando, hasta entonces, lo que habíamos conocido de ella eran los
posos, tristes y apagados, de ese amor desmesurado que siempre transcurre fuera
de escena), hace que el personaje se nos meta en los rincones del alma y ya no
podamos desprendernos nunca de ella. Y aun así, Galdós reserva el cierre de su
novela, de nuevo a la melancolía, al rescoldo de la más honda desdicha, dejando
que quien nos despida de sus páginas (siendo conducido al manicomio, que acepta
con resignada mansedumbre) sea el más patético de sus infelices personajes, el
más digno de lástima, el más quijotesco: el pobre Maximiliano Rubín.
Comentarios
Publicar un comentario