Benito Arias
Continúo mi recorrido por la obra de Houellebecq, a menudo relecturas, con esta novela que me fatigó en su día y que ahora al regresar a ella en otras condiciones (la primera vez fue en digital, ahora en papel) me ha gustado bastante. Primera apreciación, por tanto: las obras saben distinto según el formato en que las leemos, y la lectura apresurada en formato electrónico, que suele hacerse en circunstancias incómodas, a ratos perdidos y muchas veces asediados por los ruidos, a la larga perjudica la valoración y el disfrute de unos libros que no hempos leído propiamente como tales.
Lo primero que se suele destacar de esta novela es cierta sorpresa por haber dado con una novela clásica firmada por el post-moderno Houellebecq. En efecto, escrita en tercera persona, extensa, galardonada con un premio como el Goncourt, sin apenas contenido sexual y centrada sobre todo en un personaje claramente distinto del propio autor, parece una novela sin más, no las rarezas a que nos tenía acostumbrados. Lo curioso es que introduce a un personaje tan crucial como extravagante: el propio Michel Houellebecq, que interactúa con el personaje principal, el artista Jed Martin, a quien, es verdad, seguimos al modo de las novelas biográficas desde su juventud hasta su muerte a lo largo de una vida descrita mediante situaciones cruciales para el desarrollo de su obra artística. Este detalle del propio autor inserto en su novela no es que sea la suprema originalidad; pero tampoco es algo frecuente ni clásico (Cervantes no cuenta, es el menos "clásico" de los novelistas).
Compuesta de tres partes, la primera coincide con el periodo de formación de Jed Martin, la segunda con el momento del éxito y la relación con Houellebecq y la tercera con una investigación de tipo policial y el desarrollo de sus últimas obras. Es sumamente curioso el papel del propio Houellebecq en la novela, en absoluto episódico, ya que es uno de los pocos personajes decisivos en la vida de Martin. Con esta excusa se nos expone, esta vez sí, el personaje real del autor, en una especie de confesión directa, no fantástica como la que podemos adivinar en Ampliación o Serotonina, se supone que verídica aunque tal vez contenida, mostrando la imagen de una persona tendente a la depresión, amable, inteligente, poco sociable, amante de los aparatos tecnológicos y los placeres sensibles. En suma, lo que ya adivinábamos, pero en esta ocasión con pátina de autenticidad. No es usual encontrar autorretratos descarnados y creíbles de los novelistas que practican la autoficción; creo que lo han conseguido Philip Roth, J. M. Coetzee o Milan Kundera; pero no, por ejemplo, Javier Marías, Muñoz Molina o Javier Cercas, por un prurito de pudor respetable pero tal vez incongruente con la forma de novela abrazada. En los últimos años, por ejemplo, Rachel Cusk logra darle un giro a esta tendencia tan propia de finales del siglo XX y vuelve a Balzac o Stendhal, desapareciendo de sus ficciones aunque sea ella misma, de un modo declarado, quien, omnipresente, da la voz a una multitud de personajes con los que interactúa, en su impactante trilogía compuesta por A contraluz, Tránsito y Prestigio. La autoficción, por tanto, está bien instaurada ya en la novela contemporánea y admite diversos tonos: el de Houellebecq se suma al de los más radicales, en línea con los nombrados Roth, Kundera o Coetzee.
Compuesta de tres partes, la primera coincide con el periodo de formación de Jed Martin, la segunda con el momento del éxito y la relación con Houellebecq y la tercera con una investigación de tipo policial y el desarrollo de sus últimas obras. Es sumamente curioso el papel del propio Houellebecq en la novela, en absoluto episódico, ya que es uno de los pocos personajes decisivos en la vida de Martin. Con esta excusa se nos expone, esta vez sí, el personaje real del autor, en una especie de confesión directa, no fantástica como la que podemos adivinar en Ampliación o Serotonina, se supone que verídica aunque tal vez contenida, mostrando la imagen de una persona tendente a la depresión, amable, inteligente, poco sociable, amante de los aparatos tecnológicos y los placeres sensibles. En suma, lo que ya adivinábamos, pero en esta ocasión con pátina de autenticidad. No es usual encontrar autorretratos descarnados y creíbles de los novelistas que practican la autoficción; creo que lo han conseguido Philip Roth, J. M. Coetzee o Milan Kundera; pero no, por ejemplo, Javier Marías, Muñoz Molina o Javier Cercas, por un prurito de pudor respetable pero tal vez incongruente con la forma de novela abrazada. En los últimos años, por ejemplo, Rachel Cusk logra darle un giro a esta tendencia tan propia de finales del siglo XX y vuelve a Balzac o Stendhal, desapareciendo de sus ficciones aunque sea ella misma, de un modo declarado, quien, omnipresente, da la voz a una multitud de personajes con los que interactúa, en su impactante trilogía compuesta por A contraluz, Tránsito y Prestigio. La autoficción, por tanto, está bien instaurada ya en la novela contemporánea y admite diversos tonos: el de Houellebecq se suma al de los más radicales, en línea con los nombrados Roth, Kundera o Coetzee.
Pero al margen de esta licencia, algo morbosa y muy estimulante, de introducirse como personaje, El mapa y el territorio es la novela de Jed Martin, un artista versátil que irá virando de la fotografía a la pintura y el vídeo. Se nos describen sus periodos, sus obras (muy bien pensadas y justificadas por el narrador) y su vida personal, lo que es como decir sus relaciones con su padre y un par de noviazgos intensos. La personalidad de este artista, en absoluto alter ego de Houellebecq (más bien parece el tipo de amigo que le cae bien) no está tan bien definida como la de esos travestidos del propio autor que pueblan sus otras novelas; pero a cambio el entorno objetivo y la obra artística quedan muy bien retratados. Es del todo sobresaliente la ficción acerca de su obra, no sé si inspirada por artistas reales, supongo que en parte sí; pero en todo caso parece consistente, original y muy a tono con las posibilidades del arte contemporáneo.
Por último, en la tercera parte Houellebecq se revela como un curioso autor de novela policiaca. Hay quien ha criticado este giro final (pienso en la reseña de Guelbenzu); pero tanto en la descripción del crimen como en el seguimiento de la investigación resulta intrigante y atractivo, gracias especialmente a un estilo tan ágil como rico. No se demora más de cien páginas sobre las casi cuatrocientas de la novela, pero es un paréntesis fresco, que eleva el tono algo cansino que adopta la narración al final de la segunda parte, con un exceso de documentación prescindible (es sabido que el autor ha abusado de la Wikipedia en esta novela).
El mapa y el territorio es la novela de Houellebecq que más pueden apreciar los lectores incómodos con su usual pesimismo y con su sexualidad descarnada. De hecho, parece haberse propuesto hacer una novela de las de toda la vida pero a su modo (como ya hemos indicado), o tal vez ha buscado conseguir el premio desde el principio y se ha amoldado a unos parámetros más populares sin renunciar del todo a su estilo, el caso es que lo ha logrado y aunque no sea la novela preferida de sus seguidores más acérrimos, sí podría ser la mejor entrada para los que quieran iniciarse en su obra.
Excelente reseña
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